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La literatura y la zona gris
Un libro que termina donde empieza, una suerte de historia circular que inicia en el Colegio Nacional Buenos Aires y retorna ahí después de atravesar distintos parajes: la ESMA, Montevideo, Madrid, Texas, o Brasil. Y todo vuelve siempre a la amistad como ese espacio en el que lo dicho, y lo no dicho también, es un colchón frente a la hostilidad del mundo.
En La Llamada, Leila Guerriero se sitúa como una detective que va juntando piezas, que habla, pero que sobre todo escucha y pone la atención en esos pliegues repentinos, no intencionales del discurso que Silvia Labayru -la protagonista de esta historia por la que la autora siente un “brutal metejón”-, arma en torno a su vida, y que configuran breves lapsus de cierta claridad. Un relato duro, mecánico, un escudo que se fue forjando al calor del destrato y el estigma. Y ahí la virtud principal de Leila, la posibilidad de desarmar esa rigidez y retratar lo que queda solapado y oculto.
A lo largo de un año y medio, contra viento y pandemia, Guerriero mantiene encuentros semanales con Silvia, con familiares, amigos, compañeros de militancia, y ex parejas, que arman un relato coral que permite conocer a este mujer desde diferentes aristas, y que también se vinculan con los diferentes estadíos de su vida. Un trabajo de investigación fenomenal, de una constancia y una disciplina que abruman. Con mucha tenacidad, característica de la obra de Leila Guerriero, logra llegar a lugares y a personas que aportan detalles, colores que hacen a la profundidad de lo que se cuenta. Por momentos incluso incomoda la persistencia, su presencia en momentos de intimidad, y la habilidad para estar sin estar, para correrse de la escena y centrar la mirada únicamente en la historia. Hay una sensación de arrojo, de paréntesis temporal en la cotidianeidad de la autora, en lo que prima por sobre todas las otras cosas es esta historia y el deseo de narrarla.
Alguna vez, un sobreviviente de Cromañón me dijo que iba a vivir con el dolor de ese hecho toda su vida, pero que había decidido no vivir de ese dolor. Silvia Labayru sobrevivió a la ESMA, pero no vivió para contarlo. Insiste en resquebrajar la figura de la buena víctima, y se rehúsa a reducir su existencia a dar testimonio, a pesar de haber brindado el suyo en cada oportunidad en la que fue necesario. “Aquí yace una mujer que vivió”, pide que rece su lápida el día que la entierren. La literatura, los animales, el verde del pasto, las plantas y el deseo de vivir en una casa con jardín, el vino, la sexualidad, los amigos, viajar, sus nietos, son parte de una canción que suena de fondo de manera permanente. Quitar el velo de lo políticamente correcto, correrse del lugar de la moralidad impoluta. Es que a Silvia, después de haber sido sometida a largas sesiones de tortura, después de que la picanearan en los pezones y se los destruyeran al punto de no poder amamantar a sus hijos, después de haber sido violada en reiteradas ocasiones, después de parir a su hija en la mesa de un campo de concentración, y tantos otros después como sea posible, o quizás imposible, imaginar, tuvo que atravesar un segundo campo, esta vez de sus propios compañeros en el exilio y de los organismos de derechos humanos. También tuvo que lidiar, por ejemplo, con dar explicaciones a un psicoanalista que, antes de acceder a atenderla, no dudó en preguntarle si era una agente de inteligencia.
La sospecha, la desconfianza de los suyos, aclarar, intentar hacer comprender el marco, el contexto, recibir miradas suspicaces, incluso el rechazo explícito.
Es que Silvia fue obligada, en calidad de hermana, a acompañar a Alfredo Astiz, oficial operativo del Grupo de Tareas 3.3.2 que operaba en la ESMA, a las reuniones que se celebraban en la iglesia de la Santa Cruz, y a partir de las cuales se planificaron los secuestros de las Madres de Plaza de Mayo y de las monjas francesas.
Silvia es rubia, tiene ojos azules, un fenotipo similar al de Astiz. Una cruz grande para cargar.
Pero la pregunta que se autorresponde sin vacilaciones a lo largo del libro es si podría haberse negado. Y la respuesta es un no rotundo y absoluto: todo lo que sucede dentro de un centro clandestino de detención es forzoso. En ese sentido, esta historia, pero sobre todo cómo es relatada, funciona, aunque sin ese objetivo, como una suerte de reivindicación de aquellos que marcados por el estigma de la supervivencia, tuvieron que aprender a vivir despojándose de culpas. Hay una redención que se vehiculiza cuando ya no es necesario aclarar que quien habló durante la tortura no es un traidor, que la pulsión de vida, el deseo de querer salir de ese agujero oscuro que eran los campos, no implicó una deslealtad a la causa, o una derrota. Y también, que la arbitrariedad fue la regla, no la excepción. Las preguntas las tienen que responder quienes se erigieron como señores de la vida y la muerte.
Si bien estos son ejes que ya se problematizaron en distintos trabajos y a lo largo de muchos años (como por ejemplo en Poder y Desaparición, de Pilar Calveiro), La Llamada va directo a esas zonas grises que se salen de los análisis simplistas y que reducen la historia a versiones maniqueas, haciendo un retrato de una mujer, de su historia, y de sus pensamientos más íntimos. Y de esa red de amigos que no la juzgó, que la alojó y a la que hoy volvió. Una conversación profunda pero no desgarrada, que por momentos descansa y nos regala pinceladas de la literatura más exquisita.
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