La militancia según Rousseau
¿Cómo un militante llega a ser un militante? En principio y como para Tertuliano sucede con los cristianos (a diferencia de los judíos), un militante no nace, se hace. Solo porque el segundo militante llama al primer militante y el primer militante escucha el llamado del segundo, es que deviene, en rigor, militante, el primero pero también el segundo. Únicamente se explica el “milagro de la conversión” cuando un Acontecimiento irrumpe. El Acontecimiento no es nada sino la asunción de sus efectos, es decir, los procesos e intervenciones subjetivas que provoca. Partiendo de este razonamiento, veamos qué podemos extraer de la siguiente analogía.
Jean-Jacques Rousseau jamás pensó la militancia en su especificidad (hay un inconmovible reducto individualista y romántico en su teoría), aunque sí se han hecho importantes lecturas militantes de su obra, por ejemplo las de Louis Althusser y Alain Badiou. Badiou, de hecho, sostiene que Rousseau es un pensador del ser de la política. Para este filósofo, el ser de la política no es otro que el ser del Acontecimiento. La filosofía, recordémoslo, no se ocupa del ser en tanto ser (tarea que queda reservada a la matemática, idéntica a la ontología). Se ocupa del Acontecimiento. Y, en esa clave, es posible interpretar la noción rousseauniana de contrato social como un sustituto del mismo. Althusser ironiza al señalar que se trata de un contrato que no es un verdadero contrato. Rousseau utiliza el lenguaje de los juristas y filósofos políticos de su tiempo, mas, al igual que Hobbes, es mucho más radical que cualquiera de ellos. En este paradójico contrato, no hay, en el sentido convencional, dos partes independientes que acuerdan. Que un pueblo decida someterse a un rey (pacto de sumisión) no es, para Rousseau, de ninguna manera legítimo. Pero para demostrar la falta de legitimidad de ese intercambio (que es, más bien, pérdida de libertad), es preciso disponer de un criterio.
De ahí que el ginebrino comience por “examinar el acto por el que un pueblo es un pueblo”. El pueblo, para ser un pueblo, debe contratar consigo mismo y con nadie más. En otras palabras: debe autoinstituirse como soberano de un cuerpo político. Esto, sin embargo, parece imposible de deducir de la situación preexistente, que no es el estado de naturaleza (donde los hombres y mujeres están aislados en su inocencia cuasianimal), sino el estado social, que es un estado de guerra y, agrega Althusser, un estado de alienación total. Un estado de cadenas, que se deriva de toda una serie de “errores” y “accidentes” (o desviaciones de átomos, el clinamende Epicuro y Lucrecio), siendo el más célebre el reconocimiento de la propiedad privada. Cuando Rousseau escribe, los “pueblos” de Europa se encuentran bajo el yugo de los poderosos y los ricos. Solo que, según los principios del derecho político, no son pueblos, sino esclavos. Y la esclavitud, argumenta Rousseau, es en esencia ilegítima. Por ende, no hay obligación política. Esta deberá ser fundamentada de acuerdo con parámetros válidos.
Difícil es imaginar cómo los seres humanos saldrán de aquella situación mientras permanezcan encadenados en el mundo de la alienación. Althusser plantea que la solución no puede venir de afuera, como un deus ex machina o como gracia de Dios. Tiene que resolverse a partir de los elementos del mismo campo teórico propuesto por Rousseau. O sea: la solución debe ser inmanente, no trascendente. Para Althusser, será mediante la interiorización de la alienación total (el exceso de alienación) como acontece un cambio en la manera de ser. Interiorizar la alienación significa en nuestra jerga que yo no soy yo, sino otro. El Acontecimiento se desprende de la situación porque esta es ontológicamente incompleta; porque lo que es, es inconsistente. Desde el punto de vista de Rousseau, la servidumbre de los hombres y mujeres sólo es legible desde su libertad. Que en su contingencia un pacto así ocurra (un pacto donde, contradictoriamente, la salida del estado de alienación total es un acto de alienación total) descansa, en definitiva, en el carácter insustancial de la vida presente. Dice Badiou que “es preciso asumir el carácter «de más» del pacto social originario, su absoluta no-necesidad, el azar racional, pensable retroactivamente, de su advenimiento”.
Los individuos que constituyen el pueblo dejan, en cierto modo, de ser individuos, pues dan todo de sí mismos al “Estado”. Pero se trata de un don que, sin solicitar contrapartida, recibe algo mejor de lo que tenía antes. Claro que el antes y el después, cuando un acontecimiento tiene lugar, se ven completamente trastornados. Si bien el contrato “asegura” el interés particular (lo propio) de los asociados, habría que percibir que tal interés ya no es el suyo, sino el de otro. Producto de esta transformación loca e insólita Althusser postula que “todo el edificio del contrato social se encuentra suspendido sobre un abismo”, sobre un salto al vacío. Abismo es, justamente, la palabra que utiliza Rousseau en un extraordinario pasaje del Manuscrito de Ginebra:
“Así como en la constitución del hombre la acción del alma sobre el cuerpo es el abismo de la filosofía, del mismo modo, la acción de la voluntad general sobre la fuerza pública es el abismo de la política en la constitución del Estado. Allí se han perdido todos los Legisladores”.
Rousseau no se refiere aquí al contrato originario, sino a “la acción de la voluntad general sobre la fuerza pública”, es decir, de la soberanía sobre el gobierno. La dialéctica entre soberanía y gobierno es, para Rousseau, el gran misterio con el que debe lidiar el arte político (en más de una oportunidad alega que el tema del gobierno de las leyes es la cuadratura del círculo de la filosofía política), pues es tan problemático que la soberanía (su voluntad se expresa en la ley, en la generalidad) asuma las funciones del gobierno (el desastre típico de las democracias que se dejan arrastrar por la hybris) como que el gobierno (que ejecuta las leyes y se expresa a través de decretos, aunque se halla subordinado al poder soberano, el Legislativo) pretenda usurpar la soberanía. Ambos extremos son los que la realidad nos acostumbra a ver. Claro que el segundo es el más frecuente: la voluntad general calla y el gobierno se las da de soberano, ilegítimamente, sin autorización del pueblo. Que el pueblo no se pronuncie es consecuencia de su división. Porque lo fantástico de Rousseau es mostrar que, aún instituida la voluntad general, no hay garantías de que sea ella, finalmente, la que decide. La voluntad general o la soberanía es indivisible, inalienable, indestructible, pero porque se define en relación con su objeto, que es el bien común. El bien común o el interés general no se encuentran “más allá”, en el mundo de las ideas platónico. Se lo alcanza en la inmanencia de la política y en tanto no se lo eluda. Un pueblo reunido en asamblea, que llega a una resolución por unanimidad, no necesariamente adopta su perspectiva. Porque-explica Rousseau una y mil veces- voluntad general no es lo mismo que voluntad de todos. Cuando Rousseau argumenta que la voluntad general no se equivoca o siempre quiere el bien, no está diciendo que los pueblos nunca se suicidan. ¡Al contrario! En la mirada de Rousseau, nada puede evitar que un pueblo se suicide, disuelva el pacto social o deje de ser un pueblo más que el propio pueblo.
Por eso Badiou descubre en los ciudadanos de la república rousseauniana a auténticos ciudadanos-militantes, encargados de sostener el procedimiento genérico. De ahí que lo esencial sea “conjugar la política, no con la legitimidad, sino con la verdad”. Desde este punto de vista es factible enunciar que voluntad general es otro nombre para la organización política (la Aufhebung hegeliana con Rousseau consistirá en reemplazar el Estado por la Organización). Dado que la voluntad general es antes una potencia (que se actualiza en su ejercicio, sin que el pasado esclavice al futuro) que una sustancia, bien podemos sugerir que la organización, en la misma línea, tampoco se equivoca. Porque cuando la organización se equivoca, no es ya la organización: son los intereses particulares, las facciones, las bandas. Frente a ellos hay que asumir la responsabilidad. Rousseau no plantea lo contrario. Con exactitud lo observa Althusser cuando escribe que la existencia del interés general “tiene por puro y simple contenido su declaración de existencia”. Añadamos que la voluntad general (militante) tiene su otro en la voluntad particular que no se identifica con ella (cualunque). Por ende, no es completa: siempre está al borde de la deriva. Para realizarse debe, todo el tiempo, incorporar voluntades a su “causa”. Entonces cobra sentido la célebre y polémica frase de Rousseau: “quien rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le forzará a ser libre”. No tenemos que pensar esa “obligación” como un tipo violento de coacción, puesto que la voluntad general no puede dictar decretos o pronunciarse sobre casos particulares. En realidad, Rousseau abre las puertas del reino de la militancia.
Queda por resolver, sin embargo, una cuestión significativa. Resulta una obviedad que en la modernidad la primacía efectiva del gobierno por sobre el soberano se explica por el hecho de que el soberano “duerme” (en nuestros Estados “democráticos” el soberano es el pueblo pero es imposible que el pueblo se haga presente en un mismo lugar para decidir algo) y el gobierno “trabaja”, “actúa”, “ejecuta”, “interviene”. Lo que era una simple delegación de facultades a magistrados (oficiales, comisarios) en todo momento revocables, se convierte en transferencia o alienación, es decir, en autocancelación o autosupresión del pueblo. Al advertir estas dificultades, Rousseau, antes que manifestar que la soberanía popular no tenía sentido (como años después le reprochó De Maistre), barajó una posibilidad distinta, la de la vigilancia de los ciudadanos-militantes:
“En un Estado como el vuestro, donde la soberanía se halla entre las manos del pueblo, el legislador existe siempre, aun cuando no siempre sea visible. Sólo en el Consejo General está reunido y habla verdaderamente como tal; pero no por ello fuera del Consejo General deja de existir; sus miembros se hallan esparcidos, pero no están muertos; no pueden hablar a través de las leyes, pero sí pueden vigilar constantemente la administración de las leyes; es un derecho, o mejor, un deber, inherente a sus personas, y del que nunca pueden ser privados”.
Que el gobierno usurpe la soberanía es responsabilidad de los ciudadanos y solo de los ciudadanos. Argüir malicia del príncipe (como también Rousseau llama al cuerpo de ministros, magistrados o funcionarios) equivale a no ver en dónde reside el problema. La conclusión de Rousseau, inolvidable, es radical: el pueblo será militante o no será nada. Debemos hacernos cargo y volver al punto de vista de la voluntad general, o sea, de la organización política:
“Estad seguros que no saldréis nunca del abismo mientras permanezcáis desunidos, mientras unos quieran hacer y otros no hacer nada”.
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