Militancia Literatura Filosofía
El sentido militante de la Navidad
“El grande hombre vendrá
el día en que todos nos sintamos grandes.
Quizá no espere para irrumpir entre nosotros
sino el espléndido instante en que, al fin,
hayamos comprendido que no necesitábamos de él”.
Gilbert K. Chesterton, “Charles Dickens”.
Para algunos una ocasión propicia para el reencuentro de la familia-la de la sangre o la del corazón-, para otros una ceremonia tediosa, sin aura, que hay que cumplir por mero mandato social; están también los que han perdido de vista su brillo, porque el mercado los ha expulsado de ese reino que antes no le pertenecía. En cualquier caso, la Navidad parece todavía significar algo en nuestras sociedades modernas, pero el llamado espíritu navideño se encuentra más débil que nunca. Solo los niños y niñas se muestran capaces de sentir que la Navidad es especial, que no es un día más, que irrumpe en el itinerario anual con la fuerza de un acontecimiento que emociona. La esperan ansiosos, listos para dejarse sorprender. Para muchos adultos, en cambio, se trata de un hecho desencantado, de una tradición cristiana que ha permanecido entre nosotros como moneda gastada, carente de valor, vaciada de sentido o apenas útil a los fines de la publicidad capitalista y su propensión a hacer de todo un gran negocio. La magia no existe para el agnosticismo deprimente.
Gabriel García Márquez, en un artículo de 1980, la llamó “la ocasión solemne de la gente que no se quiere”, “la oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables”, “la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones”. Escenas de imposturas y notable hipocresía se reproducen por doquier. Insólitas demostraciones de opulencia contradicen el significado auténtico de lo que se conmemora. El rito, forzado, amanerado, persevera aún cuando la fe expira:
“Ya nadie se acuerda de Dios en navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social”.
Recuperar un contacto con lo originario de la Navidad es, desde nuestro punto de vista, una tarea urgente en los tiempos que corren. Esto no quiere decir abandonar el laicismo y justificar como propias las prescripciones de la liturgia. Tampoco recrear un festejo que sería el de los “primeros pobladores”, desprovisto de influencias anglicanas (el arbolito, por ejemplo), de lo aportado por las corrientes inmigratorias (entre ello, los hábitos invernales, algo extemporáneos para nuestras calurosas reuniones) o, inclusive, de la figura legendaria de Papá Noel, que es resultado de numerosos sincretismos. En el texto que ya citamos, García Márquez dirigió palabras muy duras a su veneración. Pensaba que su ascendencia suponía una corrupción de la fiesta, una hipóstasis bastarda, ajena a la realidad de América Latina, entre otras razones por la temperatura bajo la que vive y bajo la que realiza sus sorpresivas visitas:
“La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos –como sucede en España con toda razón–, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día –como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria– perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora. Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la navidad, y mucho menos con la nochebuena tropical de la América Latina”.
Sabemos que el emblemático personaje se ha convertido en propiedad de Coca-Cola, pero no podemos desconocer que la función que le ha asignado la tradición, más allá de las observaciones del escritor colombiano, mantiene un vínculo, quizá impreciso, con la Navidad. La polémica que se desató contra él por quitarle centralidad al Niño Jesús (el sujeto dadivoso hasta entonces) y paganizar una fiesta que sería puramente cristiana no puede desalinearse del rechazo que la misma Navidad despertó entre las sectas puritanas surgidas al calor de la Reforma. A propósito del conflicto desencadenado en Francia luego de la Segunda Guerra Mundial, el prestigioso antropólogo Claude Lévi-Strauss escribió en 1952 un texto esclarecedor sobre las raíces de Papá Noel y su significado simbólico. Allí reconoce la creciente influencia de los Estados Unidos en el asunto, pero desde su perspectiva, “el desarrollo moderno no inventa nada: se limita a recomponer piezas y trozos de una vieja celebración cuya importancia jamás ha sido del todo olvidada”.
Psicológicamente hablando, Papá Noel juega el mismo papel que desempeña una divinidad. Se le reza, se le destinan oraciones (a Noel se le envían cartas; Tolkien, el creador de El Señor de los Anillos, se hacía pasar por él y respondía las misivas a sus hijos contando bellas historias sobre el Polo Norte) y, a cambio, ésta distribuye premios y castigos, diferenciando entre quienes “se portan bien” y quienes “obran mal”, con la salvedad de que el de Noel es un credo solo de niños, frente al que los adultos mantienen las apariencias y lo sostienen como “mentira piadosa”. ¿Por qué lo hacen? A primera vista podríamos pensar que se trata, simplemente, de inculcar a los pequeños una disciplina, una rigidez de comportamiento que de otra forma se atreverían a transgredir sin contemplaciones. Y, sin embargo, la necesidad de Noel no se agota en un fin consciente y utilitario. Es una transacción entre dos generaciones, que divide a los implicados en “iniciados” (adultos) y “no iniciados” (niños). Ahora bien, “la ‘no iniciación’ no es puramente un estado de privación, definido por la ignorancia, la ilusión u otras connotaciones negativas. La relación entre iniciados y no iniciados tiene un contenido positivo. Es una relación complementaria entre dos grupos de los cuales uno representa a los muertos y el otro a los vivos”.
La tradición navideña se remonta a la festividad romana de las Saturnales, una celebración introducida desde arriba que prontamente fue reapropiada por los sectores populares y adquirió una función carnavalesca, de suspensión o inversión del orden social. Las Saturnales, comenta Lévi-Strauss, “eran la fiesta de los larvae, es decir, de los muertos por violencia o dejados sin sepultura, y detrás del anciano Saturno, devorador de niños, se perfilan, como tantas otras imágenes simétricas, el muñeco Noel, bienhechor de los niños; el Jul escandinavo, demonio con cuernos del mundo subterráneo que lleva regalos a los niños; San Nicolás, que los resucita y los colma de presentes y, por último, las kachinas, niñas muertas de manera precoz que renuncian a su papel de matadoras de infantes para convertirse alternativamente en dispensadoras de castigos y de regalos”. Este espíritu ambivalente se conserva todavía en la Edad Media:
”Como las Saturnales romanas, la Navidad medieval ofrece dos características sincréticas y opuestas. En primer lugar, es una reunión y una comunión: la distinción entre clases y estatus es abolida de modo temporal, esclavos o servidores se sientan a la mesa de los amos y éstos se convierten en sus siervos; las mesas servidas con abundancia están abiertas a todos; los sexos se intercambian las vestimentas. Pero, al mismo tiempo, el grupo social se escinde en dos: la juventud se constituye en cuerpo autónomo, elige a su soberano, abad de la juventud o, como en Escocia, abbot of unreason; y, como indica ese título, se entrega a una conducta insensata que se traduce por ciertos abusos cometidos en perjuicio del resto de la población y de los cuales sabemos que, hasta el Renacimiento, cobraban las formas más extremas: blasfemia, robo, violación y hasta asesinato. Durante la Navidad, como durante las Saturnales, la sociedad funciona según un doble ritmo de acrecentada solidaridad y exacerbado antagonismo, y estos dos caracteres se presentan como una pareja de opuestos correlativos. El personaje del Abad del Júbilo efectúa una suerte de mediación entre esos dos aspectos”.
En todos los casos, el privilegio concedido a los niños, que reciben regalos o van a buscarlos organizados en pandillas mendicantes, es una traslación metafórica del culto a los muertos. “En Navidad, los muertos colmados de regalos abandonan a los vivos para dejarlos en paz hasta el próximo otoño”. Como estudió la antropología desde Marcel Mauss, en la figura del don, en el hecho de recibir un don gratuito, descansa siempre una maldición espectral, que obliga no a devolver sino a dar más de lo recibido. El don compromete, responsabiliza (Dickens retrató perfectamente esta equivalencia entre el don y la maldición en El hechizado). Incluso en una sociedad que tiene como cimientos el cálculo y el interés, la persistencia de una institución como la Navidad parece restituir algo del carácter sagrado del don (¿no es la vida el mayor de los dones?), un resto fantasmal al que no podemos renunciar. Se pregunta Lévi-Strauss:
“¿No será que, en el fondo de nosotros, todavía late el deseo de creer, aunque sea un poco, en una generosidad sin control, en una gentileza sin segundas intenciones; en un breve intervalo durante el cual quedan suspendidos todo temor, toda envidia y toda amargura? Sin duda no podemos compartir plenamente la ilusión, pero lo que justifica nuestro esfuerzo es que, al alimentarla en los otros, esa ilusión nos procura al menos la ocasión de calentarnos a la luz de la llama encendida en esas jóvenes almas. Esa creencia en que mantenemos a nuestros hijos de que sus juguetes vienen del más allá aporta una coartada al secreto movimiento que nos incita, de hecho, a ofrecerlos al más allá so pretexto de regalárselos a los niños. Por ese medio, los regalos de Navidad son un verdadero sacrificio a la dulzura de vivir, la cual consiste ante todo en no morir”.
Pensar la Navidad en su esencia implica partir de lo que propone rememorar: el nacimiento del niño Jesús, el Cristo, en Belén, Palestina. Podemos intentar comprender la relevancia de aquello asumiéndonos disponibles para oír el mensaje que una vez adulto predicó, su Evangelio de amor y justicia. O podemos, también, reconstruir las condiciones en las que Jesús nació y destacar, asombrados, el hecho mismo de que nació, el “milagro de Navidad”, pero también de que, en circunstancias adversas y peligrosas, como luego repasaremos, el niño no fuera encontrado por sus perseguidores.
Como el cristianismo se construyó a base de ejemplos, no es extraño que la celebración de la Navidad girara alrededor de valores fraternales, de unión, paz y amor. Pero con el avance de la sociedad industrial y su filosofía utilitarista, la Navidad corría el riesgo de transformarse en una misa residual, pronta a extinguirse. Entre muchos nostálgicos que buscaron salvarla de la desaparición, fue Charles Dickens quien, con sus Cuentos de Navidad, en especial la Canción, introdujo en las grandes ciudades un interés por la misma. El éxito literario de la obra respondía a una necesidad existencial, al sufrimiento provocado por el triunfo del individualismo y la disolución de los lazos comunitarios. Dice Gilbert K. Chesterton al respecto que
“Sería difícil proponer mejor ejemplo, para todo esto, que la gran apología de la Navidad que Dickens nos ha dejado en su obra. Luchando por la Navidad, se batía por la antigua alegría europea; por la festividad cristiana y pagana a una; por esa trinidad compuesta de comer, beber y rezar, frente a que tan irreverentes se muestran los modernos; por el día festivo que realmente es un festejo. Sus ideas sobre el pasado eran de lo más pueriles. Creía que la Edad Media hubiese consistido únicamente de torneos y cámaras de tortura, y él mismo se figuraba un hombre activo de la Era industrial, casi un utilitariano. Mas, a despecho de todo esto, defendía la festividad medieval, a punto de extinguirse, contra el utilitarismo en ascensión”.
En la mirada de Dickens, el espíritu navideño encuentra su contradicción máxima en el desdeñable personaje de Scrooge (anticipo del Grinch), dominado por la avaricia, el egoísmo y la incredulidad, quien se burla de todos aquellos que esperan la Navidad con ansias y emoción. Como es conocido, la visita amenazante de espectros lo llevan a presenciar visiones sobre navidades del pasado, el presente y el futuro, a tomar conciencia de su propia mezquindad y a arrepentirse de su manera de ser. Entonces Scrooge se despierta como “hombre nuevo”, con el corazón blando y humilde y desde ese momento “siempre se dijo de él que sabía celebrar la Navidad como nadie”. Y, sin embargo, la redención de Scrooge es menor en relación a la que se espera de los lectores: “¡Que pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y, como dijo el Pequeño Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosotros!”.
Dickens lo había advertido también en el prólogo: “Con este relato fantasmal he tratado de evocar el espectro de una idea que no deberá contrariar a mis lectores ni enemistarlos con otros, con estas fiestas o conmigo. Confío en que frecuente gratamente sus hogares y que nadie sienta el deseo de conjurarlo”. Idéntico deseo manifiesta el autor en el prefacio a su colección de historias navideñas: “Mi propósito era, en una especie de mascarada fantástica con el buen humor que la época del año justificaba, despertar algunos pensamientos de afecto y tolerancia, si bien estos nunca llegan a destiempo en una tierra cristiana”. Pero no es en el Cántico sino en Las campanas donde el tono en favor de lo que la Navidad representa se vuelve más beligerante y audaz. Allí el protagonista, el escéptico Troti, no se siente parte ni del Año Nuevo ni del viejo, pero descubrirá, a través de una epifanía o un sueño promovido por las mitológicas campanas de una iglesia, que la maldad humana no es una condición natural sino el efecto de una sociedad mal organizada, de una sociedad inclemente y mutilada de caridad, debido a la arrogancia de las élites que desprecian al pueblo llano. Más modesto es El grillo del hogar, que pretende elogiar la acogedora calidez hogareña con la que la Navidad conmueve a sus críticos. En ese sentido, Chesterton comenta de Las campanas que
“igual que el ‘Cántico’, es una apelación a la caridad y la alegría, salvo que es una llamada más severa y bélica: si el otro cuento era un villancico, este es un canto guerrero. En él se lanza Dickens, más impetuoso aún en su jovialidad militante y en su ira, en ataque a fondo contra una actitud de su tiempo, que, según dice él mismo, le ponía frenético. Era la actitud adoptada por las tres cuartas partes del mundo político y económico hacia la clase de los pobres: un vago y vulgar benthamismo, con algo mezclado de conservadurismo retozón (...) Dickens divulga la secreta irritación de los humildes. Dice sobre las clases dirigentes aquello que el pueblo todo lo más piensa, y acaso sólo siente (...) “El ‘Cántico’ cuenta la conversión de un hosco enemigo de las Navidades. ‘Las campanas’ son una burla a cuenta de otros personajes por el estilo. Acaso lo que hace fracasar ‘El grillo’ sea la falta de esa nota misional o de cruzada”.
Las narraciones de Dickens, en tanto creadoras de apóstoles, fueron recibidas en Inglaterra y luego en todo el mundo como un verdadero Evangelio, capaz de rescatar del legado cristiano, decadente en medio de la secularización, sus valores más genuinos y oxigenantes. La generosidad de un regalo inesperado, el intento por ser más amables y buenos con los demás, el humor alegre y festivo, la simpatía por los más humildes, el amor fraternal que se percibe en un villancico cantado por niños y niñas inocentes, son algunas de las enseñanzas morales que inspiran los relatos de conversión (o alegorías de redención) de Dickens, quien puso su pluma a disposición de la denuncia de las mayores problemáticas sociales de su tiempo, entre ellas la explotación y la miseria infantil. Parafraseando a Scalabrini Ortíz, podemos sentenciar que la Navidad era para el gran escritor un olvido del egoísmo humano y que replicar el espíritu navideño durante todo el año significa ni más ni menos que librar una lucha permanente contra aquella pérfida pasión.
A menudo la literatura ha hecho especial hincapié en el lado oscuro y siniestro de la Navidad, describiendo cómo para muchos niños y niñas la Nochebuena es una Nochemala, gélida y fría, dolorosa y triste. Pero no hay infancias sin esperanzas, por muy vanas que sean. Cuentos como La vendedora de fósforos de Andersen o Vanka de Chéjov exploran esa cruel y a la vez dulce ambigüedad. Quien los lea sin un mínimo de sufrimiento y desilusión es un desalmado. Y, no obstante, a pesar de lo dramático de los relatos, es inevitable experimentar una sensación de ternura. Lo mismo ocurre con El niño de la manita de Dostoievski o El gigante egoísta de Wilde. En esta última narración el disfrute y el juego de los niños se encuentran vinculados con la belleza del paraíso, en tanto el egoísmo (el pecado) se manifiesta cuando el gigante decide expulsarlos de su jardín. Con la culpa, el arrepentimiento y un acto genuino de generosidad el monstruo se redime y va al cielo igual que el Niño Jesús, igual que la niña de Andersen, igual que el niño de Dostoievski.
La desigualdad entre élites pudientes y sectores populares es uno de los temas principales de los cuentos de Navidad. Con ironía y terror, Guy de Maupassant lo retrata en Una cena de nochebuena, así como el soviético Vladimir Nabokov imagina una Navidad escindida en el punto de vista de clases sociales antagónicas. En Un árbol de Noel y una boda, Dostoievski describe la Navidad como una ocasión para que los ricos hagan negocios y donde los niños reciben regalos acorde a su posición económica y no a su nivel de bondad. Las bellísimas y a la vez duras historias navideñas de Emilia Pardo Bazán exponen la injusticia en toda su crudeza: en vísperas de la Navidad, los pobres lloran de hambre, tiemblan de frío, se presentan escuálidos y famélicos; alcanzan la paz celestial en la muerte, porque padecen la vida. Seres abyectos y desdichados, humillados y ofendidos son los elegidos de Dios. Incluso Jesusa, la niña nacida un 24 de diciembre en el seno de una familia privilegiada, descubre a corta edad que lo que parecía ser el signo de una bendición se vuelve una irreversible condena. La abundancia de bienes materiales de nada sirve para contrariar la terrible enfermedad que la abate y consume por dentro. Entonces llega a la conclusión de que para sortear el aparente castigo de Dios “no bastaba dar a otros niños limosna y socorro: era preciso ‘ser como ellos’, aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas…” Queriendo imitar al Niño Jesús, fallece congelada ante la inclemencia del tiempo. Aquel, otra vez, fue el favor de Dios y el desprecio del mundo.
Pero más allá de las asimetrías, la Navidad, que Chesterton sintetizó con la asociación entre “la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas”, permanece ligada a una búsqueda o un anhelo de la felicidad que sobrevive a los cambios de circunstancias, porque es más poderosa que el mundo, vence al mundo. El célebre escritor de ciencia ficción Ray Bradbury no podía ignorar el género y publicó un Cuento de Navidad de estilo futurista, ambientado en el año 2052, donde la celebración acontece a bordo de una nave espacial y, a falta de regalos, es la reunión familiar la que preserva el espíritu navideño y permite contemplar con emoción el espectáculo del universo, “el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas”.
Esta capacidad de asombro se expresa en la narración de historias que caracterizan a la fiesta. En su Cuento de Navidad, el mencionado Maupassant relata cómo el incrédulo doctor Bonenfant, que no cree en casi nada, fue testigo de un milagro, que si no lo convirtió, lo conmovió profundamente: una mujer resultó poseída por el demonio y fue posteriormente exorcizada. El bien derrota al mal. El Cascanueces y el rey de los ratones de Hoffmann es otro ejemplo de cómo las historias nos ponen en un limbo donde realidad y fantasía se superponen (¿acaso Lacan no afirmó que la realidad tiene estructura de ficción?) y son los niños los que mejor las aprovechan. Que el juguete cobra vida sólo logra contemplarlo la pequeña Marie Stahlbaum. En la Nochebuena de Gogol, ese cuadro costumbrista donde los villancicos ambulantes conviven con brujas y demonios que se roban las estrellas y la luna para dejar a oscuras a la aldea y confundir a quienes allí viven, hay que devenir un poco niño travieso para romper la inercia y es el herrero enamorado el que se lanza a la aventura para modificar el curso de los acontecimientos. Puede que el diablo seduzca y engañe a los adultos, pero es inofensivo frente a la pureza de un niño. Quizá merodee impune antes de la Nochebuena, pero se muestra impotente tras el nacimiento de Jesucristo, que puede iluminar los corazones más oscuros, como en De Navidad de Pardo Bazán.
En un artículo sobre El espíritu de la Navidad, Chesterton había llamado la atención sobre el hecho de que la civilización industrial lleva a que una fiesta familiar, de carácter doméstico, se encuentre en su inminencia con un montón de ajetreo y bullicio, gente apurada yendo de un lado a otro de la ciudad para comprar un regalo o no llegar tarde a la casa del anfitrión. Pero luego señala lo siguiente: “La Navidad de nuestros días se ha construido sobre una bonita y bien calculada paradoja: la de que el nacimiento de un ‘sin techo’ es celebrado en cada uno de los hogares. Pero hay otra clase de paradoja que no está tan calculada y que desde luego no tiene nada de bonita. Es bastante malo que no podamos desentrañar por completo la tragedia que supone la pobreza. Y también que el nacimiento de un hombre sin techo, celebrado ante la chimenea y ante el altar, debiera sincronizarse a veces con la muerte de los sin techo de los centros de acogida y los barrios bajos”.
En ese marco, el maravilloso novelista y ensayista propone una reforma de la Navidad moderna, que consiste únicamente en celebrar la fiesta con lo que está a la mano, sacando lo mejor de cada uno, sin grandes inversiones ni largos y agotadores viajes; sustituyendo la ansiedad por la jovialidad de compartir, como en el bello cuento de Ray Bradbury. “La verdadera Navidad debería crear no sólo las viejas cosas sino también las nuevas. Por ejemplo, debería crear nuevos juegos, si se animara a la gente a inventarlos”. Se trata, sencillamente, de recuperar el espíritu de la niñez. Recrear la Navidad en las condiciones modernas no significa practicar una hospitalidad total y dejar abiertas las puertas del hogar para que ingrese cualquier extraño sino que, aún cuando las puertas debieran abrirse (porque el imperativo no se abandona), se puede hacer algo distinto con las puertas cerradas, lo que es el sentido mismo de las conmovedoras historias, que hacen alegrar el corazón.
Y, sin embargo, Chesterton no deja de darle a la Navidad un tono de rigurosa seriedad; no deja de reconocer la tensión máxima sobre la que reposa. Temía que la gente tomara la historia cristiana como un entretenido relato pagano, cuyo argumento más emotivo es que un Dios murió por los hombres y mujeres. Resaltar la D mayúscula en la palabra Dios, preservaba al cristianismo de ser transformado en un mito, en una historia más, que puede ser reescrita infinidad de veces. Él, un protestante devenido católico, hizo la defensa de la fe en Ortodoxia, que además de ser una proeza literaria es uno de los libros pilares de la teología del siglo XX, pero también en El hombre eterno, ensayo de 1925 que C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, calificó como “el mayor libro de apologética que conozco”, y donde reconstruye el viaje espiritual de la humanidad. En uno de los capítulos, Chesterton reflexiona sobre el nacimiento de Cristo y dice que “no es más inevitable relacionar a Dios con un niño que relacionar la fuerza de gravedad con un gato. Ha sido creado en nuestras mentes por la Navidad porque somos cristianos, porque somos psicológicamente cristianos aun cuando no lo seamos en un plano teológico”.
A su manera de ver, la llegada de Cristo al mundo, que los Evangelios de Mateo y Lucas retratan de forma escueta y contradictoria (dejando enorme lugar para la imaginación), ocurrió en una cueva (contra la hipótesis del establo, ironiza que es una tontería diferenciar entre cuevas y establos en la Palestina de entonces), como especulaba el mártir Justino, lo que detenta un fuerte componente simbólico: “Cristo nació no solamente sobre la superficie del mundo, sino por debajo del mundo”. Para Mateo, Jesús nace en una casa y recibe la visita de los magos del oriente, que se dirigen a adorarlo siguiendo la estrella de Belén, en tanto Herodes, enterado de la noticia, lo manda a matar, obligando a la familia a huir a Egipto. En Lucas, Belén representa un lugar de paso en medio del censo ordenado por el emperador y la imagen del pesebre evoca la falta de lugares para hospedarse, pero no hay magos sino pastores de los alrededores y tampoco se hace mención de Herodes y su paranoia. Por lo tanto, la versión de Chesterton es un sincretismo de ambas, que inconscientemente da cuenta de los frágiles cimientos del dogma, aunque le permite rastrear en la forma del nacimiento el vigor de los signos mesiánicos, que habrán de ser recordados en cada Navidad:
“En todo esto hay un cierto aire de revolución, como si el mundo se hubiera invertido. Sería inútil tratar de decir algo adecuado, o algo nuevo, sobre el cambio que el concepto de una divinidad nacida como un hombre sin ley o un proscrito, implicaba sobre todo el concepto de la ley y sus deberes con respecto a los pobres y a los sin ley. A partir de aquel momento, se podía decir con verdad que la esclavitud había sido abolida (...) Nos interesa ahora señalar que los Magos, que representan el misticismo y la filosofía, se nos presentan buscando algo nuevo y encontrando algo inesperado. Ese sentido tenso de crisis que todavía resuena en la historia de Navidad y en toda celebración de Navidad, acentúa la idea de la búsqueda y el descubrimiento”.
En la creativa y lúcida mirada de Chesterton, la cueva rompe con todos los esquemas cosmológicos que situaban el infierno debajo de la tierra (al estilo del Tártaro o el Hades, el inframundo de los griegos, oculto en abismales profundidades subterráneas) y al cielo allá arriba, como lugar de descanso de las almas. Lo que el misterio de la cueva enseña es que no es el infierno sino el cielo el que está por debajo “y de ello se sigue en esta extraña historia la idea de un levantamiento del cielo. Ésa es la paradoja de todo el asunto: que de ahora en adelante lo más alto sólo puede alcanzarse desde abajo. Los derechos sólo pueden volver a ser propios por una especie de rebelión”. Mientras filósofos, sacerdotes y reyes miran para arriba, Cristo nace en la cueva y el cristianismo se expande en las catacumbas, desde donde socavará las bases del majestuoso Imperio Romano. En esta dirección, la Navidad debe reinterpretarse con todo su dramatismo:
“A menos que entendamos la presencia de ese enemigo, no sólo perderemos el elemento clave del cristianismo, sino también de la Navidad. La Navidad en el cristianismo se ha convertido en algo que, en cierto sentido, es muy simple. Pero como todas las verdades de esa tradición es, en otro sentido, algo muy complejo. No se trata de una única nota sino del sonido simultáneo de muchas notas: la humildad, la alegría, la gratitud, el temor sobrenatural y, al mismo tiempo, la vigilancia y el drama. No es un acontecimiento cuya conmemoración sirva a intereses pacifistas o festivos. No se trata sólo de una conferencia hindú en torno a la paz o de una celebración invernal escandinava. Hay algo en ella desafiante, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como los cañones de una batalla que acaba de ganarse. Todo ese elemento indescriptible que llamamos atmósfera de la Navidad se encuentra suspendido en el aire como una especie de fragancia persistente, o como el humo de la explosión exultante de aquella hora singular en las montañas de Judea hace casi dos mil años. Pero el sabor sigue siendo inequívoco y es algo demasiado sutil o demasiado único para ocultarlo con nuestro uso de la palabra paz. Por la misma naturaleza de la historia, los gozos de la cueva eran gozos en el interior de una fortaleza o una guarida de proscritos. Entendiéndolo correctamente, no es indebidamente irrespetuoso decir que los gozos tenían lugar en un refugio subterráneo. No sólo es verdad que dicha cámara subterránea era un refugio frente a los enemigos y que los enemigos estaban ya batiendo el llano pedregoso que se situaba por encima de ellos como el mismo cielo. No se trata sólo, en ese sentido, de que las hordas de Herodes podían haber pasado como el trueno sobre el lugar donde reposaba la cabeza de Cristo. Se trata también de que esa imagen da idea de un puesto avanzado, de una perforación en la roca y de una entrada en territorio enemigo. En esta divinidad enterrada se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y los palacios desde sus cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio.”
Descubrimos en la espectacular reflexión de Chesterton un mensaje que hace resonar en las apacibles fiestas navideñas los ecos nerviosos de un pasado en disputa, como en La batalla de la vida de Dickens los acontecimientos suceden sobre lo que antaño fue un despiadado campo de batalla, repleto de cadáveres e historias inconclusas. El amor que la Navidad exige de cada uno de nosotros no puede disociarse de una responsabilidad máxima, incómoda, difícil, que nos obliga a luchar contra tentaciones diarias, mundanas, enemigas de ese espíritu de solidaridad universal, que sólo persiste allí donde florecen los ejemplos y las rebeldías. Entonces imaginamos que Jesús, del linaje del Rey David, fue parido en una posada, en un establo o en una cueva; que pasó sus primeras horas en un pesebre, en un sitio a puertas abiertas, improvisado, rodeado de animales, que acoge hospitalariamente a quienes llegan a admirar el milagro, como a nosotros nos gusta admirar una buena historia. Que el Dios omnipotente se encarnara en un bebé indefenso es una de esas aporías (otra, también señalada por Chesterton, es que Dios, en su Pasión, se abandonara a sí mismo y pareciera, en un momento de desesperación, volverse ateo) que da cuenta que la interrupción del tiempo lineal y homogéneo que es la Navidad, donde brillan la fraternidad, el juego, el encuentro y el regalo, llama a todos y todas a devenir un poco niños; a celebrar la Navidad como en la estrellada noche de Belén, hace dos milenios. Por eso Hannah Arendt, en una conjetura secular, piensa el nacimiento como condición fundamental de la política, como el milagro que la hace posible; porque con cada nacimiento, algo singularmente nuevo irrumpe en el mundo, se abren las puertas de lo inesperado y lo improbable. El espíritu del día de Navidad reclama que, para nosotros, Navidad sea todos los días. Que todos los días nos reafirmemos en la bondad y la justicia. Que todos los días apostemos, en esta tirada de dados que es la vida, por la posibilidad de un bautismo militante. Porque todos los días puede ser un año nuevo y mejor.
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