Apología del Martirio: repensar los 70
“Es en ese sentido que la práctica revolucionaria implica también un compromiso de pensar de una manera distinta, de deshacer la tensa telaraña de mentiras y de ilusiones tras la que se nos presenta nuestra propia historia y recuperar, poner de pie a nuestros mártires, nuestros héroes, nuestros próceres y todos aquellos testimonios de dignidad, de rebeldía, que de alguna manera constituyen el patrimonio más vivo, más rico de nuestro pueblo."
Carlos Olmedo
“Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas. Esta vez es posible que se quiebre ese círculo”.
Rodolfo Walsh
La recuperación democrática en la Argentina, de la que este año se cumplen cuatro décadas, se fundó en un doble pacto de silencio, que estabilizó, en una situación de mayores garantías aunque sumamente frágil, la derrota de las fuerzas populares a manos de la dictadura genocida. No sin tensas luchas mediante, la oligarquía entregó a sus esbirros militares para que fueran juzgados por tribunales civiles, pero bloqueó hasta el momento la investigación sobre la responsabilidad empresarial en el Terrorismo de Estado (la reciente muerte de Blaquier nos lo recuerda). Tras la asunción de Alfonsín, los asesinos manchados con sangre merodeaban en búsqueda de su impunidad, mientras que los propulsores y beneficiarios del golpe seguían manejando todo desde las sombras. Quedó demostrado que, en el nuevo consenso, un levantamiento carapintada era imposible (no así la obediencia debida, el punto final o los indultos, que tardaron en ser derogados), mas no el deporte de las corridas cambiarias y la suma indiscriminada de precios, que se han vuelto el pan nuestro de cada día. La democracia de la derrota es la dictadura del poder económico. Leopoldo Marechal explicó brillantemente esta lógica en su ensayo La autopsia de Creso, que supo maravillar al mismísimo Perón. Podemos afirmar entonces que el Nunca Más está inconcluso. ¿No se ha repetido en varias ocasiones la política económica de Martínez de Hoz, con sus efectos nefastos, con sus salarios de miseria, con su shock redistributivo en favor de los oligopolios? Es necesario comprender el macrismo como la continuación de la dictadura por otros medios. El terror mediático-judicial-económico ha sustituido, por ahora, el terror de las desapariciones, las torturas y los centros clandestinos.
Si este es el primer pacto de silencio, ¿cuál es el segundo? Que si sabemos (insuficientemente) lo que no queremos más, todavía no nos hemos preguntado lo que sí queremos. Como explica Silvia Schwarzböck en su libro Los espantos, la democracia de la derrota se encuentra atravesada por las vidas de derecha, que se declaran como las únicas posibles. Esto es: vidas marcadas por el individualismo (el deseo de realización o autosuperación personal, la competencia, el odio o el temor al otro), el hedonismo depresivo (el consumismo berreta, los deseos devaluados que no van acompañados de ninguna construcción, la desesperanza fatal) y el cinismo (“así son las cosas”). De ahí la importancia de la posición que sintetiza el nombre de Hebe de Bonafini, que jamás debemos abandonar: no se trata sólo de juzgar a los represores, sino también de reivindicar la vida de los hijos e hijas, el ejemplo y el legado de los 30.000. La democracia de la derrota ha pronunciado Nunca Más, pero para ambos lados, para el extremismo de izquierda y derecha. Convierte a la sociedad argentina en víctima y no en responsable. Es una democracia mediocre. Hebe, por el contrario, dice el Nunca Más sin excepciones (con respecto a la dictadura cívico-militar-eclesiástica) y dice Nunca Menos en relación a la que Néstor Kirchner llamó “generación diezmada”.
Puesto que es evidente que nuestra fuerza política no comparte la “teoría de los dos demonios” y, al menos en buena medida, recuerda con cálido entusiasmo el heroísmo del peronismo combatiente de los años 70, cabe interrogarse sobre cuáles son los límites de la perspectiva que solemos asumir. En un texto esclarecedor, Damián Selci problematizó la autocrítica en torno a la lucha armada que partía de una distinción entre bases épicas, puras, inocentes y una conducción inepta, aventurera, soberbia, falta de sentido de la realidad (en aquel entonces, Walsh caracterizó un preocupante déficit de historicidad). El motivo de Selci no era salvar la reputación de ningún jefe montonero, sino alertar sobre las consecuencias peligrosas que se podían derivar de un pensamiento de este estilo, empezando por la necesaria enajenación que todo militante sufre en el ámbito de la “orga”, que sin remordimientos ni contemplaciones, por mera jugada o movimiento táctico, lo envía al matadero para ser sacrificado, en la línea de Las manos sucias de Jean Paul-Sartre.
En plena circulación de Conocer a Perón, el libro de Juan Manuel Abal Medina (padre), es saludable destacar la escena en la que Norma Arrostito le cuenta al autor sobre el arrepentimiento cristiano de su hermano Fernando, al poco tiempo de haber secuestrado y fusilado a Aramburu (juicio revolucionario que Montoneros eligió como evento fundacional), y que el comunicado de la organización resume en la solemne frase que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma. Mucho antes del relato de Norma, Juan Manuel había tenido un último encuentro exprés con Fernando, en el que le confiesa que matar es tremendo. Sentencia que Abal Medina compartirá luego con Perón, en su primera visita a Madrid, para emoción del viejo líder. Quizá no sea un delirio imaginar la hipótesis contrafáctica de un Montoneros regido por esa sabiduría desdichada, de un Montoneros conducido por Fernando Abal Medina en lugar de Firmenich. No para calificar la guerrilla de error, porque no es el punto. Sino porque la redención, que es una tarea política del presente, acontece sobre las posibilidades interrumpidas, sobre el pasado que pudo haber sido pero no fue y no sobre las cosas como “realmente” han sucedido.
Fernando, junto con Carlos Ramus, fue muerto en una balacera en William Morris y es un acto de justicia que el “Día del Montonero” se celebre cada 7 de septiembre. Pero algunos nos dirán: Fernando no pudo ser porque murió. ¿De qué sirve especular sobre la diferencia interna de Montoneros si la posibilidad fue abortada desde el comienzo, si el héroe se expuso a los disparos letales del enemigo? Mejor preservar la vida, para dar batalla más adelante, sostendrán otros. Estos razonamientos nos llevan inevitablemente al problema del martirio. Ya nos hemos habituado a escuchar, en nuestras discusiones político-militantes, que no queremos mártires. En lo que sigue, trataremos de demostrar que este enunciado es una posición que contradice la militancia dentro de su propio terreno, es decir, una posición típica de la democracia de la derrota de la que la militancia expresa la crisis y que, por lo tanto, resulta imperioso pensar desde y no en oposición al martirio.
La palabra, que fue usada por Monteagudo en su periódico Mártir o Libre y por Echeverría en su célebre martirologio (en el que los poetas que no debieron ser soldados mueren como tales), remonta a la historia del cristianismo primitivo, que en un plazo de cuatro siglos subvirtió las bases del poderoso Imperio Romano. Escribe Chateaubriand en su novela Los mártires que “cuando el cristianismo amaneció en el imperio romano, todo estaba lleno de esclavos o de príncipes abatidos; el mundo entero pedía consuelos o esperanzas”. Sobre la relación entre militancia y cristianismo, de la que los 70 no eran ajenos, nos hemos explayado en un texto anterior. Pero vale retener que el proceso que llevó al cristianismo de “movimiento perseguido” (destino sufriente que Cristo había anunciado a sus apóstoles) a “gobierno” estuvo plagado de martirios. Tengamos presente el célebre aforismo de Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de la Iglesia. Cuantos más cristianos eran arrojados a los leones o crucificados para hacerlos renegar de su fe, su resistencia, su obstinación, su perseverancia, multiplicaban el número de creyentes. En medio de una de esas “cazas de brujas”, Hipólito planteaba que los atraídos o despertados por el devenir de los mártires se convertían a su vez en mártires. De vuelta Chateaubriand:“ganar una alma para Dios a despecho de todos los obstáculos y peligros que se ofrecen, es la obra más meritoria que cabe en un cristiano, y la mayor dicha a que puede aspirar”.¿Significa esto para nosotros aceptar la lógica sacrificial de toda filosofía de la historia, en la que los momentos particulares son sacrificados en el altar de un fin superior, el que ofrece el punto de vista de la totalidad? ¡De ninguna manera! No pretendemos argumentar que la muerte de un compañero o compañera se justifica. ¡Lo que se justifica es la vida! Eso es lo que se pone en juego.
Revisemos, simplemente, la etimología: mártir quiere decir testigo y, para el cristianismo, testigo de la verdad. El gran teólogo Erik Peterson escribió un hermoso ensayo sobre el tema. En su principal y monumental libro, Isidoro de Sevilla anotaba que “se los llama ‘testigos’ porque sufrieron padecimientos por dar testimonio de Cristo y lucharon hasta la muerte por defender la verdad”. Puede que para los cristianos haya sido más sencillo, porque “una muerte por defender la verdad” sería recompensada en el Reino de los Cielos; la muerte piadosa en este valle de lágrimas permitía el acceso a una vida plena, a una vida verdadera. En la política actual, las garantías trascendentes no surten efectos ni resultan confiables. El pensamiento de la finitud es hegemónico: morir es morir, todo termina entonces. Es preciso señalar, no obstante, que la Iglesia sólo permaneció en el punto de vista del martirio en tiempos de dispersión, de persecución, de repliegue o durante las grandes reformas que la sacudieron por dentro. Cuando el cristianismo conquistó posiciones en el mundo, cuando firmó compromisos con los poderes del siglo, cuando fue reconocido como religión estatal, según observó con lucidez Franz Overbeck, el martirio quedó relegado a la vida ascética de los monasterios. Dejó de ser un acontecimiento excepcional para transformarse en un martyrium quotidianum, en el que el cristiano, al sustraerse de las relaciones políticas a las que sus predecesores estaban obligados (por negar que Dios fuera el Emperador), salvan con ello su “vida”. Isidoro parecía considerar a la muerte como un requisito para el auténtico martirio, sin desmerecer la ejercitación en el cristianismo que practicaban aquellos que no habían padecido la era de las persecuciones:
“Hay dos clases de martirio: el padecimiento material y el que consiste en la virtud oculta del espíritu. En efecto, hay muchos que resisten las asechanzas del enemigo y se muestran firmes ante todos los deseos carnales; y por haberse inmolado en su corazón en honor de Dios omnipotente, se convirtieron en mártires en tiempos de paz, pues hubieran podido ser auténticos mártires si aún continuara la época de las persecuciones”.
Eusebio de Cesárea, que fue acusado por Overbeck de desempeñarse como el peluquero de la peluca teológica del emperador Constantino (una indirecta para Harnack, que cumplía un rol parecido respecto al káiser Guillermo II), reconstruyó, al modo de una teología de la historia, toda esa secuencia, en la que elogia estimar más el martirio por Cristo que “nuestra propia vida”. Lo decisivo es determinar si, para el cristianismo, lo primero es morir por Cristo o vivir por Cristo (incluso asumiendo que a toda resurrección la antecede la cruz o la pasión). ¿No afirmaba Pablo que no soy yo, sino que es Cristo el que vive en mí? El cristianismo saluda la vida impropia, contra la propia vida, que debe morir para que la otra se realice. La modernidad, cuyo axioma fundamental desde Hobbes es la autoconservación de la vida, no se encuentra preparada para semejante convicción. Esto se ve retratado en las reflexiones del gran filósofo judío Hermann Cohen, que llegó a tildar el martirio de estupidez que no proporciona ninguna gloria:
“El mártir sólo cumple mal que bien su obligación, y no se distingue en nada de aquel que la cumple sin poner su vida sobre la mesa. Cada vez que las diversas formas de la moralidad burguesa son puestas a prueba, siempre es posible encontrar en todos los campos hombres que ponen en peligro, y simplemente pierden, su estilo de vida y con ello su propia vida.”
Pero nosotros y nosotras, militantes kirchneristas, proclamamos: la vida por Cristina. ¿Qué otra consecuencia debemos extraer de una afirmación como esta, si la tomamos en serio, que una voluntad de martirio, es decir, de dar testimonio de la fidelidad que nos constituye, de la buena nueva que nos fue anunciada y de la que somos mensajeros, de la verdadera vida? Recuerdo perfectamente que hace unos diez años participé de una reunión en la que se debatía acerca de la generación de los 70. Un compañero empleó la expresión dieron la vida (por la Patria, por Perón, por su pueblo) y, casi al instante, una compañera salió a responderle: estaban dispuestos a darla, pero se las arrebataron, porque les quedaba mucha vida por delante. Yo tenía entonces 17 o 18 años. La alternativa, como un o lo uno o lo otro kierkegaardiano, siguió latiendo en mí desde aquel momento. Me pregunto hoy si todo el problema del martirio no se condensa en un son las dos cosas a la vez.
¿Qué es lo que define dar la vida? ¿Se trata de inmolarse por el goce o la gloria de un Dios inefable y perverso (al que el creyente a la Job, en el suceder de tormentos, le dirige la interpelación ¿hasta cuándo? o ¿qué tengo que hacer para que escuches mis plegarias?) o apelando al veredicto final de un Tribunal de la Historia? Juan Manuel Abal Medina, al negar que su hermano fuera un suicida, había rechazado esa posibilidad. Solo para un pensamiento antimilitante dar la vida puede significar seducción por la muerte. John William Cooke, en Apuntes sobre el Che, dijo con suma belleza que “Él no buscaba su autosacrificio. Buscaba la victoria… Para que no se lleven las aguas torrentosas… Su muerte física: un alto coeficiente del cálculo de probabilidades. Pero su otra muerte… solo nosotros podemos. Por eso era exacto que no le ha llegado el tiempo de morir. Los hombres se reencontrarán con él en los potreros del alba… acercó las palabras a la verdad”. En estas consideraciones nos inspiramos cuando, en un texto que titulamos La batalla de Juncal, escribimos:
“Puede interpretarse la expresión ‘dar la vida’ desde el punto de vista de quien se hace cargo de su vida en toda su plenitud o del destinatario de este acto de entrega, de desprendimiento, que supone el ‘dar’. El problema de la ‘autocrítica’ por los ‘errores’ del militantismo del siglo XX, consiste en creer que dar la vida es dar la muerte, que quien expone su vida está intentando acabar con ella, como si la vida no estuviera siempre expuesta a la amenaza inminente de la muerte. En realidad, dar la vida es vencer a la muerte, no dejarse intimidar por su reino de tinieblas, abrir un sendero de luz entre las sombras del nihilismo contemporáneo. Porque una vida que se da es una vida que se ofrece a la eternidad, en tanto es para otros; en tanto siembra un ejemplo que podrá ser recogido e imitado por siempre; en tanto comunica la buena nueva de que la vida verdadera, la vida que no se arrodilla ante la muerte y ante la finitud, es posible en este mundo. Cuando la militancia enuncia “la vida por Cristina”, realiza una declaración de lealtad que habrá de verificarse en la resistencia y la confrontación persistente contra los espejos de colores de la traición, pero también es una muestra de agradecimiento por quien dio la vida por nosotros. Para un militante, antes de Néstor y Cristina, de lo que significaron y significan Néstor y Cristina para su vocación, no había vida como tal. Había mera existencia, aburrida, irrelevante, deprimente. Porque para un militante no hay vida sin militancia, no hay vida sin Cristina. La militancia, por gracia de Néstor y Cristina, se ha convertido en forma de vida. Militante es quien, siendo decidido, decide la decisión del otro militante”.
Característico de un mártir es dar testimonio hasta el final. Pese a los dolores carnales que les infligían, los cristianos confesaban a Cristo, lo que provocaba la perplejidad de los romanos y la admiración de los nuevos cristianos Tal vez su figura estuviera detrás del escandalosamente famoso argumento sartreano, punto extremo del existencialismo, según el cual hasta una persona que se encuentra bajo tortura es libre, porque puede decidir cuándo morir o cuándo hablar. Sin intentar verificar o justificar semejante afirmación hiperbólica, digamos que no es el mártir el que elige morir. Lo que él elige, al probar su posición en un caso de peligro, al arriesgar su cuerpo, es la vida, incluso en la muerte. Cuando Rodolfo Walsh firmó y mandó a circular su Carta Abierta a la Junta Militar, sabía que lo irían a buscar, conocía cuál sería su destino. Pero eso no impidió que asumiera la responsabilidad de dar testimonio en momentos difíciles. El mártir no se arroja a la muerte de manera inocente e inútil. No se sacrifica para que los otros no tengan que hacerlo. Es asesinado, a conciencia. A conciencia porque espera vivir. Un mártir no es un terrorista que vuela por los aires en un coche bomba. Es alguien que confía demasiado en los demás como para hacerse cargo de las consecuencias de su fe: confía en que los demás lo van a mantener con vida, pase lo que pase. De ahí el sentido de los no me olvides, o que Néstor Kirchner, poco antes de morir, decidiera leer el poema Quisiera que me recuerden. Sobre este giro radical versa la interpretación que Franz Hinkelammert, teólogo de la liberación alemán, hizo de la Pasión de Cristo.
Desligar el martirio de la muerte es uno de los desafíos políticos más importantes del presente. No hay lucha popular sin mártires. Y esto porque, como bien comprendía el ya mencionado Erik Peterson, “al concepto de mártir pertenece el que sea llevado a rendir cuentas ante los poderes públicos estatales—sanedrines y sinagogas, gobernadores y reyes—; pertenece el que sea sometido a los tribunales públicos y a los castigos del derecho público. E igualmente pertenece al concepto de mártir, esencialmente, la confesión pública del nombre de Jesús (...) En potencia, todos los fieles están comprometidos a ser mártires”. La crítica de la retórica del martirio, desde Nicolás Casullo hasta Pilar Calveiro, apunta siempre a lo irreparable de la muerte, a que mejor sería tener con nosotros a esos compañeros y compañeras. ¿Quién lo duda? Pero no podemos deslegitimar su decisión de vida y su entrega total a esas causas o ideas que hoy escasean en el mundo. En el texto que destinó al último tomo de La Voluntad, Emiliano Costa (compañero de Vicky Walsh), plantea de las conducciones de las organizaciones armadas que “entraron en esa espiral de delirio y creo que tienen una enorme responsabilidad en haber llevado al abismo, al fracaso y a la esterilidad y el sacrificio de una generación”. Contra la tentación de caer en el autoflagelo, que lleva necesariamente al derrotismo, sin por eso desconocer los errores cometidos, ofrece su testimonio Graciela Daleo, militante montonera que tuvo el honor de ser la única en rechazar los indultos de Menem. Dice también para la saga de Anguita y Caparrós, refiriéndose a las exigencias de la vida no-individual:
“Asumir todo esto fue difícil, pero no lo hicimos por compulsión al sacrificio o a cargar cruces innecesarias, como señalan quienes confunden la utopía con idealizar las condiciones materiales de la existencia completa, a las que consideran producto de elecciones individuales tomadas en una libertad irreal. ¿El desocupado, el analfabeto, el hambriento, el proscripto, lo son por una elegida compulsión al sacrificio, acaso? ¿La vida de quién es un paraíso en un mundo plagado de injusticias? Las nuestras fueron opciones vitales desde el deseo profundo de vivir nosotros y los otros en un mundo mejor. Aprendimos que éste no cambiaría por inercia fatal, sino sólo si los pueblos, sus hombres y mujeres, nos poníamos a hacerlo con voluntad e inteligencia. Decidimos vivir y morir por conseguirlo. Una forma de vivir que quiere trascender aun después de llegado el fatal desemboque de cada vida, porque no desconoce la certeza de la muerte propia y ajena, que hoy la cultura inmediatista pretende ignorar. ¿Que nuestros propósitos no se plasmaron en realidades? ¿Que a veces tomamos decisiones políticas y operativas que contradijeron en los hechos la propuesta teórica, ideológica? ¿Que hicimos algunas lecturas erradas de la realidad que llevaron en oportunidades a formulaciones teóricas y estratégicas equivocadas? ¿Que la exigencia y autoexigencia que nos planteamos a veces desembocó en sacrificios innecesarios? Es verdad. En La Voluntad mucho de esto se expone, sin recurrir al atajo fácil de los conversos, al de los ‘autocríticos’ funcionales a la democracia devaluada, ni a la degradación de los que hoy participan del festín del menemismo alegando que esto es el poder por el cual luchábamos. Sin buscar la mirada ‘piadosa’ de los que desnaturalizan nuestro compromiso considerándolo ingenuidad, ni la sesgada de los que se sacuden por sobre el hombro la responsabilidad en los aciertos y en los errores. Aquel slogan que durante la dictadura fue norma de las conductas cómplices, ‘por algo será’, aquí tiene su explicación. En algo, en mucho, andábamos. Por eso el sistema nos dictó como destino el desaparecer e hizo todo para concretarlo. Desaparecer como personas, como militantes, como generación. Desaparecer como pueblo organizado con sueños y proyectos de transformación. La Voluntad es un ejercicio de aparición mostrando nuestra pequeña porción —y con ella la de tantos— de ese ‘por algo’, de signo contrario al usado para justificar el genocidio.”
Una posición bastante similar es la de Envar “Cacho” El Kadri, en las conversaciones que mantiene con Jorge Rulli en Diálogos desde el exilio. Allí llama la atención sobre quienes vivían la revolución como un sacrificio, como una necesidad de expiación, y no como una alegría. “Yo no sé qué pensarás, pero a mí me daba bronca cuando escuchaba la cantinela del ‘arduo sacrificio de la militancia’. Si lo hacíamos porque nos gustaba… Claro que hemos perdido o hemos dejado de hacer muchas cosas, y que esta vocación nos ha costado muchos dolores de cabeza… Pero a nosotros nos ponía contentos ser militantes cuando éramos miembros de aquella Juventud Peronista ¿no es cierto? No lo vivíamos como un castigo, ni como una expiación. Al contrario, lo vivíamos con una cierta satisfacción, con alegría, sanamente”. Es verdad que en el planteo de El Kadri existe una crítica a la visión que exalta la superioridad jerárquica del combatiente o guerrillero por sobre los militantes de base o de los militantes por sobre la “gente común”, que si no es incorporada poco significa. Criterio este, el de determinar el valor por lo que se arriesga o se sacrifica, que también cuestiona Jacques Ranciere en La noche de los proletarios, en tanto convierte a los militantes en máquinas de producir y, parafraseando al Che Guevara, les hace perder la ternura. Pero estas son reflexiones antes de Selci y su Teoría de la Militancia, cuyo máximo logro ha sido el de reconciliar militancia y organización más allá de toda ética sacrificial, partiendo, justamente, de la voluntad de dar la vida, de asumir que mi vida es del otro.
Toda la historia del peronismo revolucionario se basó en la declaración, desde Ortega Peña a Cámpora, de que la sangre derramada, la sangre de los mártires, no será negociada. No por un primitivo instinto de venganza, sino para que la lucha de los muertos no fuera en vano, para que la posta, el testimonio, pase de manos y no se hunda en el olvido. Para que el secreto sobre la verdad del martirio siga consiguiendo receptores comprometidos. Esto implica revisar nuestras posiciones. La democracia recuperada dijo fundarse en la vida, pero en realidad se basa en el terror a la muerte violenta. No queremos más mártires porque, implícitamente, admitimos que no vale la pena jugársela tanto, ser fiel hasta las últimas consecuencias, tomarse en serio el ejemplo que se da, hacer el quilombo prometido (en su lugar, toma las armas el desesperado, el que no tiene nada que perder porque el sistema no le ofrece ninguna otra posibilidad, pero ya no lucha por los otros ni para vivir; lucha para sobrevivir). El martirio no es una estupidez, porque es ajeno al cálculo amargo y deprimente de nuestros días. Es, citando al apóstol Pablo (que fue uno de los primeros mártires del cristianismo), la locura del mundo, pero potencia de Dios, esto es, de Acontecimiento. Reformulemos: no hay Acontecimiento, o sea, militancia, sin memoria de los mártires y voluntad de martirio. No, de nuevo, porque se persiga una muerte espectacular y recordable, sino porque manifiesta una vida digna de ser contada e imitada.
Como enseña Badiou en Lógica de los Mundos, vivir es vivir por una idea y morir no es más que dejar de aparecer en un mundo determinado, sin por ello quedar clausurado para otros infinitos mundos. Se trata para nosotros, militantes, de recomenzar a vivir, cada vez, en cada ocasión Y, como aprehende en un sueño Hans Castorp, el simpático protagonista de La montaña mágica de Thomas Mann, no hay que dejar que la muerte reine sobre nuestros pensamientos. La democracia, hasta ahora, no se permite pensar en algo más que la muerte, lo que en política lleva el nombre de respeto o adoración o fetichismo de la correlación de fuerzas: es un gran a ver si nos pasa lo mismo. Devenir militante, por el contrario, implica dar la vida, igual que Néstor Kirchner.Cuando cantamos que Néstor no se murió, que Néstor vive en el pueblo, eso significa algo. La cuestión no es elegir entre el tiempo y la sangre, porque la sangre nunca dependió de nosotros (es un infortunio, una provocación inaceptable, un escenario plantado por el enemigo con el que no es posible hacerse el sota, incluso en la resistencia pasiva, pues los cristianos no tomaron las armas—las armas las carga el diablo—, eran una milicia espiritual más que terrenal, pero aun así fueron perseguidos y masacrados por el poder; su martirio consistió en no quebrarse en medio del suplicio) y el tiempo, que no tenemos, que no puede ser elegido, sin embargo hay que darlo. Dar el tiempo es cambiar la vida, vivir más allá de nuestra vida. El martirio es una opción heroica que se vuelve destino. Como recordó Cristina hace pocos días junto a Estela de Carlotto, la sociedad argentina fue violentamente disciplinada por la dictadura, que sembró una cultura del “no se puede”, donde el martirio fuera imposible, estéril, por carente de efectos. Ella y el Flaco, anclados en las luchas que desembocaron en su decisión, nos devolvieron las utopías necesarias para no sumirnos en la mediocridad, para librar batallas celestiales, para dejar nuestro paso indeleble acá en la tierra. No desoigamos la novedad. Derrotemos el terror, la incomunicación, el aislamiento, como nos pedía Walsh. Derrotemos la derrota. Hasta la victoria siempre, mártires de la patria.
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