Teoría y práctica en la obra de Damián Selci (parte dos)
La primera parte del ensayo se puede leer acá.
La práctica desde la teoría
En su lectura de la obra de Antonio Gramsci, Horacio González formula la curiosa y arriesgada hipótesis de que cuando en sus Cuadernos de la Cárcel el marxista italiano alude al “príncipe moderno”, por momentos se abre una zona de indeterminación en la que no sabemos si se refiere al Partido (de nuevo tipo, como expresión de la voluntad colectiva o nacional-popular) o al libro que nunca terminó de escribir. Un libro que sería él mismo propulsor de hegemonía, gracias a sus poderosos efectos retóricos y en tanto sigue los pasos de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, que encarna la forma dramática del mito. De este modo, el texto “sacude al lector y lo convierte en sujeto de una irrupción histórica en el mismo acto de la lectura”. La historia se escurre desde el texto a la acción. “Historicismo escritural, acaso el único que siempre permanece, por el cual lo escrito se disuelve en la vida histórica y la historia habla por las escrituras que la prefiguraron”.
¿No ocurre lo mismo con La organización permanente? Selci titula “El príncipe militante” al primer capítulo de la sección definitiva de la obra (denominada, a su vez, “La comunidad organizada”). Que para él, en la época de la Insustancia, el nuevo príncipe no pueda ser más que la organización política (no ya el predestinado Partido de clase) no invalida la espectacular conjetura de que es el propio libro el que, tomando impulso del viento prescriptivo que recorre sus páginas, parece ensayar la creatio ex nihilo que Jacques Lacan atribuye al significante (que es, al menos, dos). Para explicarlo sintéticamente: no hay sujeto dado de antemano, pleno, idéntico a sí mismo. Se trata siempre de un efecto (retroactivo) del significante (que es lo que representa al sujeto para otro significante). La retroactividad implica aquí que, en el psicoanálisis lacaniano, no hay una región de la realidad “preexistente” a la irrupción del significante. Solo puede ser preexistente en tanto ya creada por el significante, que es al menos dos. En la teoría de Selci, esto significaría que, como no hay pueblo-sustancia, lo que el pueblo vaya a ser en términos políticos (para no despolitizarse por la lógica de la demanda) depende de la relación entre militantes que Selci denomina organización, basada esta a su vez en la confianza y en la conducción política. No se trata de que la militancia sea autora de la historia, sino de que, cualquiera sea el caso (es decir, cualquiera sea el efecto que se manifieste), ella se coloca en el lugar de la responsabilidad absoluta. “La militancia parte, entonces, de una hipótesis autogenerativa, de una creación ex nihilo. La militancia crea a la militancia. Un militante suma a otro”. De ahí que Selci sostenga que, “por el momento, bastará con resaltar que ‘insustancialidad’ quiere decir creado ex nihilo por el significante, y ‘responsabilidad absoluta’ quiere decir que la falta de un autor de los efectos del significante será computada a cuenta de la militancia”.
Podríamos considerar que la realidad es mucho más prosaica que lo que el libro propone, que el militante “ideal” descrito por Selci no aparece por ningún lado o que en la militancia se esgrimen las mismas motivaciones que en la política tradicional: el interés, la búsqueda del poder, las bajas pasiones y la tríada hobbesiana de la discordia (competencia, desconfianza y gloria). Es decir: los honores tienen más prestigio que la lucha. Pero Selci, en principio, no lo desconoce. Por eso concedió un lugar tan importante en su Teoría de la Militancia a la dialéctica del Ego y la Organización, como si allí se jugara lo fundamental del esfuerzo militante, que es también el esfuerzo del concepto. A fin de cuentas, el libro debe ser incluido en la contradictoria realidad. No es externo a ella.
Si por un lado resulta indudable que Selci escribe a partir de una praxis (un pensamiento-práctica), de la experiencia militante de la que él participa (pues, como diría Alain Badiou, la filosofía piensa entre y sobre el trabajo de sus condiciones, ergo, cuando la política es mediocre, cuando no produce novedades, la filosofía será mediocre), también se torna palmario que después de Selci ya no entendemos por militancia lo que entendíamos antes. Es en ese excepcional y milagroso sentido que creemos permitido afirmar, con una sutileza que no espantaría a Hegel, que la organización es el libro (o que la praxis es la teoría). El fin más “sagrado” de la organización, que es crear militantes, formar cuadros políticos, es precisamente el fin que pretende cumplir el libro viviente de Selci. De hecho, si Teoría de la Militancia apenas reservaba en su conclusión un papel “esclarecedor” a la teoría, el desenlace de
La organización permanente es mucho más radical:
“¿Cómo dejar de defenderse y pasar al ataque? Lo primero, aunque parezca raro, es la teoría. Debe ser la misma teoría la que empuje a la praxis a extender sus pretensiones más allá de lo considerado posible, esperable, lógico. La fuerza histórica del marxismo fue primero el carácter espectacular e insólito de su teoría. Hay que hacer el esfuerzo de situarse en este punto: Marx, con la redacción de El capital y del Manifiesto comunista, convenció a un genio como Lenin de que el materialismo histórico era la llave de la política del siglo XX. Y la fuerza de la convicción sólo residía en los conceptos, los argumentos, las consignas. ¿Qué es pensar sino proponerse esta clase de encuentros, de convicciones o de destellos? Es preferible fracasar y hacer el ridículo buscando a un Lenin que “triunfar” satisfaciendo a la academia. Nada importa, finalmente y como decía Perón, salvo los resultados, de manera que lo más sensato es apostarlo todo a la militancia, que en sí misma es la pura apuesta de la responsabilidad absoluta. Nada importa, finalmente, porque cada quien es otro y ningún pensamiento auténtico es individual. Y con esto podríamos dar por finalizada la autocrítica por los errores del siglo XX. Ahora, a preparar el ataque”.
La teoría se encarga de despejar el terreno para una decisión inconmensurable, pero lo hace inventando (performativa o retóricamente) al mismo militante al que se dirige en tanto lector (es el libro el que lo designa como militante). Como el dios romano Jano, el libro de Selci porta dos rostros, según la manera en la que se lo mire. Por un lado, en el sentido de Badiou, es un libro de filosofía, pues piensa gracias (recordemos la equiparación heideggeriana de pensamiento y agradecimiento) a la praxis de la militancia, praxis que, por antisustancialista, es antifilosófica. Un enunciado del tipo “las cosas son así” representa, para Selci, una postura claramente antimilitante, en la medida en que la militancia parte de los axiomas de la insustancia y la responsabilidad absoluta, los cuales atentan contra la identidad del ser de los entes, al involucrar en su definición el punto de vista o la posición subjetiva desde la que se parte y articula discurso. Un procedimiento de verdad no necesita del argumento filosófico para estar justificado (se justifica, más bien, en su mismo despliegue), pero la filosofía lo legitima frente a perspectivas que le son ajenas: dice qué es, qué significa la militancia para quienes no la comprenden. Aquel es el objetivo primordial de Teoría de la Militancia. Sucede algo distinto en La organización permanente. Si bien hay una dimensión filosófica que se conserva, es mucho más preponderante su aspecto netamente militante, de llamado y exhortación. Podríamos compararlo con la lectura que Gramsci hace de El Príncipe de Maquiavelo:
“El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del ‘mito’ soreliano, o sea de una ideología política que se presenta no como fría utopía ni como doctrinario raciocinio, sino como una creación de fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar en él la voluntad colectiva. El carácter utópico del Príncipe está en el hecho de que el ‘príncipe’ no existía en la realidad histórica, no se le presentaba al pueblo italiano con características inmediatamente objetivas, sino que era una pura abstracción doctrinaria, el símbolo del jefe, el condottiero ideal; pero los elementos pasionales, míticos, contenidos en todo el breve volumen, con tono dramático de gran efecto, se resumen y cobran vida en la conclusión, en la invocación de un príncipe ‘realmente existente’”.
Hay algo de dramático en la figura del militante según la concibe Selci, que poco tiene que ver con las tribulaciones del filósofo. Esto queda más claro a partir de un artículo que el autor escribió poco tiempo después de publicado su segundo libro, en el que indaga sobre la distinción entre filosofía y militancia. A su entender, filosofía y militancia son dos posibles formas de sacar consecuencias del Acontecimiento, o de responder a su coacción. La filosofía se caracteriza por responder con una pregunta que abre, que problematiza: ¿qué es esto? ¿Por qué las cosas son así? ¿Acaso no pueden ser de otra manera? La militancia, en cambio, en el mismo acto de responder (de hacerse cargo, de poner el cuerpo, de exponerse) reenvía el Acontecimiento (que si designa algo es lo insustancial del orden vigente, el abismo sobre el que descansa) hacia otro militante, como una pregunta que, a diferencia de las preguntas filosóficas (que son preguntas sin respuesta última), es una pregunta que nos fuerza a responder. Filosofía y militancia se revelan así como dos modos de vida, como dos decisiones existenciales diferentes. El procedimiento de la militancia “consiste en responder la pregunta repreguntando a otro”, o sea, responsabilizándolo. “Un militante es lo que representa el signo (de pregunta) para otro militante”.
Como para Selci la militancia es “príncipe de la Insustancia”, su respuesta debe estar necesariamente infundada. Por eso es una pretensión y a quien tensiona es al otro militante, pero también a sí misma, porque su máxima es “yo es otro”. Si la filosofía, para Deleuze y Guattari, se basa en crear conceptos, el fin de la militancia es la creación de militantes. Pero, de nuevo, la respuesta de la militancia no puede ser nunca definitiva o acabada, porque no es más que una pretensión. También en Laclau la política, con sus totalizaciones “imposibles pero necesarias”, se consideraba una pretensión. Solo que en el mismo momento en que pretendía construir aquello que sabe insuficiente, lo olvidaba. De ahí que Selci la califique como pretensión de ser (que es lo característico de los entes), frente a la pretensión de pretender de la militancia. Quien pretende no pretender, pretende ser inocente. Quien pretende pretender, asume que su responsabilidad es absoluta.
El posestructuralismo, con su vocación deconstruccionista, se ocupó de exponer la arbitrariedad, lo injustificado, de toda pretensión de ser, porque en el fondo todo es pretensión. Pero no extrajo las consecuencias políticas que aquella conclusión ameritaba, es decir, no desarrolló una teoría de la militancia. La militancia “sólo pretende responder sin el recurso a una garantía externa”. Su único plus es que se hace cargo de su condición. Se sabe infundada y, sin embargo, aprovecha la oportunidad de que todo lo sea (es la irrelación antagónica que Selci extrae de su lectura del realismo especulativo de Quentin Meillassoux). No puede omitirse cierta similitud con el para-sí sartreano, esa nada o agujero en el orden del ser que llamamos a su vez libertad, a la cual no le está impedido excusarse por su responsabilidad, por su estar-arrojado-al-mundo pero que, aun así, no puede dejar de ser libre. Nótese que esa pretensión de pretender no puede ser objetada por el crítico de la metafísica, pues es “la única pretensión justa, tal vez la justicia misma” (lo bueno, lo justo y lo bello son inmanentes a la praxis militante y no criterios trascendentes; esto significa que la vara con la que se mide la militancia, que es otro nombre para la política, es la militancia en tanto tal, por lo que desde el punto de vista de Selci, lo bueno, lo justo y lo bello es sumar más militantes o fortalecer la organización política). Allí reside su legitimidad: si la militancia, como vida no-individual, es la verdadera vida, es porque aparece de ese modo a los mismos militantes que responden a su pretensión. Por eso Selci remata:
“La política no depende de la filosofía: sus preferencias deberán ser formuladas por separado. La filosofía no ahorra ningún trabajo a la imaginación política. Por eso es preciso un pensamiento emancipatorio nuevo, que no se subordine a una tesis filosófica sobre el ser (lo cual por otro lado fue invalidado por la misma filosofía, de Heidegger en adelante, e incluyendo a Deleuze). Nosotros hemos propuesto, en tal sentido y porque nada lo impide, la teoría de la militancia: ante la pretensión, repretensión; ante la desfundamentación ontológica, no el pensador del eterno retorno, sino el militante de la permanente organización –que es siempre otro y, al menos, dos”.
Tenemos entonces que una decisión teórica (investir a la militancia como responsabilidad absoluta o responsabilidad por la responsabilidad del otro) prefigura la propia praxis que, en rigor, deja de ser propia para pasar a ser impropia. Porque la responsabilidad, la necesidad u obligación de responder, vienen siempre del otro y se dirigen siempre al otro. Nunca se retienen para sí, delegando en los demás la inocencia, pues si así sucediera, el inocente sería “yo”. Por eso el cogito ergo sum de la militancia es “otro milita, luego milito yo”. Ahora bien, que la militancia sea la teoría y la organización de la responsabilidad absoluta es una pretensión de la teoría misma, que se hace cargo de su decisión sin fundamento. Al fin y al cabo, la militancia ha sido definida de muchas otras maneras, desde la ciencia política, desde los marxismos, desde el peronismo revolucionario o desde el periodismo de nuestros días. Con su apuesta, Selci pretende pretender: que la militancia esté a la altura de la definición no puede ser más que responsabilidad de la militancia, donde el autor del libro, con su voluntarismo radical, elige incluirse. Ese detenerse-a-pensar que permite la construcción de la teoría, por ende, no implica en última instancia un tratamiento filosófico (es filosófico solo por momentos), sino más bien militante. Porque si la militancia es la responsabilidad absoluta, hay que concluir que deberá hacerse cargo también de su teoría. Una teoría que, según dijimos, se desprende de la praxis, pero a su vez la transforma, la vuelve ya siempre otra. También para Selci en el principio era el verbo: “Llamaremos praxis a lo que impulsa la responsabilidad del otro”.
Conclusión
La obra de Damián Selci ha dado un vuelco interesante en las intrincadas relaciones entre la teoría y la práctica. No porque escogiera soluciones antaño desconocidas, pero tampoco porque insistiera en recuperar perspectivas ya abandonadas. Su interés por la teoría muy lejos está del ideal clásico, que la ponía por encima de la praxis. Es indudable que en este punto, como en casi todos, Selci permanece fiel a la herencia de la modernidad y, en rigor, a la tradición hegeliano-marxista. La primacía de la praxis resulta para él indiscutible. Si se torna necesario interpretar mejor el mundo, es porque hay una vocación por transformarlo que no cesa. Su teoría de la militancia, aunque vuelva a presentar después de mucho tiempo un horizonte para la vida buena, se halla a un abismo de distancia de las utopías de la filosofía política premoderna. Para Selci, como para el marxismo, la utopía reside, a menudo silenciosa e imperceptible, en una realidad que está atravesada por el antagonismo (y por eso anuncia que la militancia es hija del antagonismo), por lo que siempre ya se está realizando, de forma embrionaria y en miniatura. De allí se desprende la teoría y hacia allí vuelve. A su entender, una militancia sin teoría es una militancia que no se comprende a sí misma.
Sin embargo, Selci acepta la crítica de los presupuestos esencialistas del marxismo, por lo que no se conforma con la búsqueda obsesiva de un sujeto revolucionario que no aparece, o que no aparece como nos gustaría. Su inédita definición de la palabra militancia es un atributo que la teoría se toma, como momento aparentemente autónomo de la praxis. El militante pensado por el libro viviente de Selci es una especie de mito, como para Gramsci el príncipe maquiaveliano, pero en tanto mito logra traccionar lo real y producir, a cada paso, las militancias que elige como destinatarias de sus efectos retóricos. No se trata, por eso, de una militancia que podríamos condecorar con el privilegio ontológico de la sustancia, pues el grado evanescente de su “ser” (en rigor, no “es”; es un Acontecimiento que se “da”) depende siempre de su apertura al trabajo subjetivo de otros y, entonces, no le queda más opción que decidirse cada vez, que devenir cada vez. Porque para que “yo” devenga militante, el “otro” también debe hacerlo. Y aquel compromiso, aquella obligación ética, no se interrumpe en un límite determinado. De ahí que sea la teoría la que revele a la praxis su naturaleza de verdadera praxis (la militancia es para Selci la política verdadera). Impostura o simulacro será la presuposición de inocencia, mientras que la consistencia de la nueva subjetividad se apoyará en su mismo despliegue, en su infinito “extraer posibilidades” del axioma de la responsabilidad absoluta.
Esto significa que si hay militancias antes de Selci, cuando la teoría las reconoce como tales, a su vez las interpela y las hace perder la identidad de la que antes gozaban: se las incluye dentro de las contradicciones que acarrea el nombre (que hoy en día las más diversas expresiones políticas invoquen el nombre “militancia” le confiere el prestigio de un significante vacío y, como tal, se vuelve un campo de batalla, donde la definición arriesgada por Selci solo puede verse como una acción política y no como una inocente prerrogativa teórica). Un militante cualquiera, que no sabe si medirse con la pureza de su causa o el pragmatismo de los resultados (ética de la convicción, ética de la responsabilidad), teniendo que elegir entre una u otra, recibe ahora la “gracia” del “libro militante” y comienza a asumir que su causa y los resultados no difieren, o que su convicción es la responsabilidad. Por ende, la finalidad última de sus acciones consistirá en crear más militancia y no en perseguir objetivos ajenos a ella (las tres banderas del peronismo, “justicia social”, “independencia económica” y “soberanía política”, quedan subordinadas en la hipótesis selciana a la utopía de la comunidad organizada, que las resignifica, es decir, al “devenir-militante de todo el mundo”), que dificulten o entorpezcan la generalización de la responsabilidad absoluta.
Ahora bien, que la militancia sea capaz de una disposición teorética implica, desde el punto de vista de Selci, que ella piensa y que su pensamiento es a su vez una actividad, una transformación de sí misma que en su primer libro no se inhibe en llamar “dialéctica”, porque el carácter antagónico de la realidad únicamente se torna palpable en el carácter antagónico de la militancia (además, se comprueba que la realidad está atravesada por el antagonismo en la existencia inaudita de la militancia), que nunca está garantizada y que, por lo tanto, es un permanente hacerse cargo de la falta que la constituye. Ni la teoría ni la praxis tienen entonces como función colmar las insuficiencias de la otra, sino afrontar el “miedo” a esos mismos obstáculos que, al ser interiorizados, son a su modo “superados”, en la medida en que el militante que no consigue sentirse militante sin la conducción ni la llegada de otro militante, deviene militante, justamente, con la conciencia del propio obstáculo. Y así, la verdad “teórica” de la militancia (que no es un ser, sino un devenir-acontecimental) se revela como su verdad “práctica”, que para Selci es la organización permanente. Teoría y práctica responden la una por la otra. Son responsables por la responsabilidad de la otra. Ahí reside la gran innovación selciana.
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