La sedición judicial
La época de las cuestiones políticas no justiciables ha llegado a su fin. Probablemente, en las Facultades de Derecho se seguirá enseñando el “caso Marbury contra Madison”, mas la doctrina que allí se asentó sólo será conservada como una pieza de museo, admirada pero fuera de uso. Recordemos los efectos del veredicto de la Corte Suprema de los Estados Unidos en aquella ocasión: al evitar pronunciarse, al declararse no competente, al autolimitarse, aseguró su posición de garante del control de constitucionalidad.
Hoy el mundo se ha trastocado y las cosas suceden al revés: el Poder Judicial, al menos en Argentina (aunque no solo), se convirtió en un partido político. Hace ya varios años que Cristina acuñó la expresión “Partido Judicial”. Lo cual implica que las distinciones y delimitaciones clásicas han dejado de operar y tener vigencia en la praxis jurídica. Quienes se mantienen fieles a la tradición representan un contrapeso insignificante a la hora de lidiar con esa tendencia arrasadora. Si a comienzos de la modernidad los juristas llamaron a silencio a los teólogos (dando por terminadas las guerras civiles religiosas), en el presente es el “periodismo” (o sea, Clarín) el que llama a silencio a los juristas (dando rienda suelta a la impiedad del lawfare).
Cuando un poder que es esencialmente de freno se involucra para dirimir un conflicto que no le compete (porque no tiene nada que aportar), cuando se mete en el “barro”, lo que rifa es su hipotético prestigio y, con él, lo que los antiguos romanos llamaban auctoritas. El precio a pagar por semejante arrogancia no es otro que la pérdida de credibilidad, algo que por el espíritu contramayoritario que rodea la función de los jueces resulta vital para la estabilidad institucional. Con el número actual de miembros de la Corte, se da el disparate de que apenas tres personas (carentes de legitimidad democrática directa) gozan de la potestad de juzgar, sin rendir cuentas a nadie, sobre los dramas de una nación y dictaminar o corregir la orientación de la política del Estado en medio de una de las mayores tragedias de la historia reciente.
¿En qué se ampara un juez para decidir? En la Constitución. ¿Quién puede hacerle frente si su sentencia no se ajusta a la misma? Un Tribunal superior. Para la mayoría de los asuntos (donde no median los tratados internacionales), por supuesto, no hay instancia apelatoria capaz de contradecir la resolución de la Corte Suprema (los consensos que se necesitan para remover del cargo a uno de sus magistrados son difíciles de construir o, en otros términos, el juicio político es una carta que raramente se encuentra disponible). Ella tiene la última palabra. Tamaño privilegio conlleva una gran responsabilidad, es decir, no puede usarse a la ligera y menos cuando los cimientos sobre los que descansa el sistema de justicia son extremadamente frágiles y sensibles.
Escribió Carl Schmitt en el inicio de un libro célebre que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. No significa esto una apología de la fuerza bruta sino, más bien, que el Derecho positivo no puede autorregularse, de la misma manera en la que no puede hacerlo el mercado. Ocupa Schmitt entre los juristas un papel análogo al desempeñado por Keynes entre los economistas. Dada la distancia irremediable que separa a la norma de su realización, las situaciones críticas exigen que la Constitución sea salvada mediante su suspensión parcial, así como las ideas de Keynes salvaron al capitalismo de sí mismo en el contexto de la Gran Depresión y la segunda posguerra. Nada más que allí reside el sentido de los Decretos de Necesidad y Urgencia, contemplados y regulados por la Constitucional Nacional.
Tan cierto es que siempre existe el riesgo de que el Poder Ejecutivo abuse de ellos como el peligro de que también los jueces hagan lo propio. Como no hay forma de zanjar dicha imprevisibilidad, ni siquiera con el aceitado mecanismo de los check and balance, debemos invocar la razonabilidad de las personas. Claro que, con más frecuencia de la que nos gustaría, la razonabilidad es puesta en cuestión por la irrazonabilidad (que puede llevar la toga tanto como el título de Jefe de Gobierno). Es en esas circunstancias donde se juegan la soberanía y la autoridad, de las que depende el destino de millones de seres humanos.
Precisamente, el fallo de la Corte considera que la suspensión de clases presenciales no es una medida razonable y que, en rigor, un DNU nacional no puede decidir sobre materias que le corresponden al Gobierno de la Ciudad sin violar su autonomía. Solo que el DNU nacional, más que pronunciarse sobre la política educativa porteña, postula una prioridad de la salud pública (la vida de los argentinos y argentinas) por sobre el derecho a la educación (que se restringe únicamente en la modalidad presencial, algo que en todo caso deja en evidencia la falta de inversión del macrismo para garantizar alternativas viables). Según el criterio de los supremos, la pandemia y la crisis sanitaria no son motivo suficiente. Por momentos, la lectura de la sentencia nos sustrae de nuestra terrible realidad. No parece que hubiera 65.000 muertos. No parece que tuviéramos un pico de contagios (mayor al del año pasado, cuando no había clases presenciales). No parece que el sistema de salud de la Ciudad se encuentre colapsado o al límite. Total normalidad.
Durante páginas enteras, los jueces hablan con jactancia del federalismo. Mas omiten que una Federación no es una Confederación y que en una emergencia epidemiológica es el Estado federal el que tiene que actuar por encima de las partes para mantener el orden y la coordinación de las políticas públicas que se destinan a enfrentar la crisis. Si cada uno hace lo que quiere y no acata las normas, resulta bastante hipócrita pedir auxilios de urgencia a la Nación, como es el caso de la Ciudad más rica del país, que solicitó más respiradores.
Ajena a la realidad, la Corte se comporta como promotora de la demagógica campaña electoral de Horacio Rodríguez Larreta. De manera increíble, los poderes institucionales bregan por el caos y no piensan asumir la responsabilidad sobre sus consecuencias. El colmo de la insensatez se verifica en las páginas 84 y 85 del fallo, donde los magistrados reconocen no disponer de la “información suficiente para decidir sobre cuestiones vinculadas a la salud pública” y que “no se pueden analizar los datos empíricos relativos a la conveniencia o no de clausurar las clases presenciales”. En otras palabras: lo que parece un argumento convincente para declarar la incompetencia de los jueces y así no expedirse sobre una cuestión política, acaba operando como lo que justifica el desmantelamiento de una estrategia general de contención del Covid.
Ni bien se conoció la sentencia, Cristina Fernández de Kirchner dijo lo que había que decir. Que el mismo poder que suspendió la vigencia de un DNU que declaraba como servicio público esencial a la telefonía celular, internet y la televisión por cable, legalizando de este modo los aumentos desmedidos, limita ahora el accionar del Estado nacional en materia sanitaria (porque, en sentido estricto, de eso se trata). El voto popular, de repente, aparece como papeletas mojadas ante el verdadero poder de decisión, que no reside ni en la Casa Rosada ni en el Congreso.
Los jueces, en cualquier caso, solo ponen la firma (digital, no vaya a ser que se contagien), pero gracias a los privilegios estamentales de los que disfrutan, difícilmente arriesguen su puesto con sus abusos de autoridad. Son las potestas indirectas las que gobiernan desde las sombras, aunque nunca paguen los “platos rotos”. En este contexto, sin embargo, toda negociación es catastrófica. Como infería Maquiavelo, en tiempos de turbulencias, mejor ser impetuosos que precavidos. Esta Corte, desprestigiada y golpista, se puso fuera de la ley.
Sigamos conectados. Recibí las notas por correo.