Camino al recital, a pie, en pantalones cortos, remeras con el cara de Maradona, y mientras nos llenábamos los pulmones con el clima festivo que había a nuestro alrededor, uno del grupo de amigos tiró: “todos los pibes del secundario deberían pasar por esta experiencia”. Otro lo apoyó: “debería ser parte de la currícula obligatoria”, y casi encima, un tercero: “claro que sí, educación cívica, por ejemplo”.
Nuestras risas contagiosas pusieron de relieve dos verdades: la estábamos pasando muy bien, y nos emocionaba sentir la convicción de que ir a una misa ricotera es una experiencia de vida enriquecedora. Y más todavía si estás con tus hijos, como en nuestro caso, con quienes la trasmisión de ideas, valores y experiencias ya tiene un par de años, pero con este recital, algo de todo eso terminaría de cimentarse.
Desde la vereda de enfrente, con el baúl abierto de su auto, un grupo de pibes nos preguntaron si les cambiábamos un par de latas de cerveza por un litro de Coca Cola. Aceptamos, por supuesto, y antes y después hubo choque de manos, abrazos y arengas. “Esto es peronismo puro”, arriesgó uno de nuestros hijos, y estallaron otra vez las risas.
Caminábamos los siete (cuatro padres, tres hijos) por la calle Blas Parera, en Paraná, junto a miles de fieles ya no de una banda, sino de una cultura, en dirección al camping en el que Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado (LFAA) tocarían tres horas más tarde. A nuestro alrededor, todo el calor y el color de estos encuentros federales: trapos colgados entre los postes de luz o árboles, autos, camionetas y micros sobre las veredas, terrenos y calles laterales, vendedores ambulantes de remeras, pines, pilusos y riñoneras, las frases y letras y Los Redondos y El Indio impresas hasta las nubes, puestos humeantes de comida y mucha bebida, parlantes en los que suenan temas de la banda y se arma una celebración pagana con saltos y cantos a su alrededor, niños en brazos, bebés en cochecitos, la presencia de Diego Maradona, el Che, Perón, Eva, Néstor y Cristina, en un clima de afecto, respeto y unión generalizada.
Se sabe: todo el movimiento de gente que llegó a la zona para ir al recital –unas 25 mil personas- deja mucho dinero en la ciudad, a través de los sectores del turismo, la gastronomía y el transporte. En Paraná no había ni una cama disponible, y nosotros tuvimos que alquilar dos departamentitos en Oro Verde, una localidad vecina, para hacer base durante el antes y después del show. Lo sabe el municipio de turno, y la comunidad: recibir a LFAA y su gente es generar oportunidades de trabajo; es por eso que los recitales son en general bienvenidos. La productora del evento, por ejemplo, contrató decenas de trabajadores de la ciudad para prevenir algún inconveniente, y no solo se los vio por todos lados con sus pecheras amarillas, sino que no hubo que lamentar ningún problema.
Mientras avanzábamos en dirección al Río Paraná, notamos que había mucha presencia de la policía provincial, a los costados de la avenida, pasivos, debajo de los árboles, casi en calidad de observadores, y lo comentamos con nuestros hijos: cuando tocaban Los Redondos, a finales de los 90, esa sola presencia significaba una declaración de guerra. Y así empezaba o terminaba todo: a los piedrazos entre los gases lacrimógenos, las balas de goma y el espantoso sonido de las herraduras de los caballos comiendo el pavimento.
Hoy estamos disputando la presidencia de la Nación con un espacio político violento, intolerante, que viene a romper todo e implementar la ley del más fuerte, surgido en parte por el enojo que hay en millones por la falta de respuestas de parte de la clase política, pero en los últimos veinte años hemos logrado conquistas maravillosas, y conquistado muchos derechos, y por eso otros millones entendemos que hay que cuidarlos.
Unas veinticinco cuadras de caminata tuvimos que hacer para llegar hasta el complejo Toma Vieja, al fondo de la avenida, entre las copas de los árboles y al costado de la imponente estructura de la torre de alta tensión del tendido de energía eléctrica que se perdía en el horizonte. Fue en ese punto que nos internamos en el camping municipal de la Ciudad, con vista al río Paraná –crecido, caudaloso, imponente-, un predio de varias hectáreas con pileta de natación, algunas canchas para jugar a la pelota, una estructura edilicia y, luego de transitar un caminito de tierra en declive, una olla verde con arboledas a los costados, en la que la producción del evento había montado el escenario. En las dos puntas, aparte, se dispuso decenas de baños químicos y lugares para comprar comida y bebida.
Ya estábamos adentro. El cielo estaba limpio y comenzaba a oscurecer. La temperatura templada, y el predio, libre de mosquitos, porque lo habían fumigado. El estado de ánimo, de nuestro grupo, y también alrededor, era de expectativa y emoción. Sabíamos que nos esperaban dos horas de un recital que no olvidaríamos. La hora y media que pasó hasta que comenzó el show, los organizadores la amenizaron con una larga lista de temas del rock nacional, en otra muestra de comunión entre colegas de un movimiento cultural que conmueve a cientos de miles de seguidores: Divididos, Intoxicados, Bersuit, La Renga, Los Piojos, Papo.
“Que sea siempre una fiesta y a gozar”
Entrevista al trompetista Miguel Ángel Tallarita
Finalmente se hizo silencio, se apagaron las luces y emergió de las torres de sonido la voz ronca del Indio Solari, como en cada show de los LFAA, para anunciar el inicio del recital. Nosotros estábamos a treinta metros del escenario, en el medio, y ahí nos quedamos todo el show, que duraría casi tres horas, en tres segmentos, en los que la banda tocaría treinta y tres canciones. Hubo tiempo para todo: la euforia por los himnos de Los Redondos (momentos preferidos de nuestros hijos), la emoción y el aplomo, por medio de una lista de temas que incluyó más de quince canciones de Los Redondos, y el resto, de la obra solista de El Indio, junto a LFAA, y su nuevo proyecto: El Mister y los Marsupiales Extintos.
El sonido, impecable, potente, arrasador, producto de la inversión en técnica de primer nivel, y también el talento de los siete músicos y las dos coristas. Muchos se preguntan porque la banda sigue llenando estadios, colmando localidades y sosteniendo la mística de las misas ricoteras: en parte, por esto: son músicos del carajo que idolatran a Solari y su obra.
El Míster, justamente, estuvo presente por medio de su aura creativo, su posicionamiento político de los últimos años, y por medio de su holograma bailó y cantó varias canciones -con la elegancia y atracción que solo él lo sabe hacer-, para disfrute de todos los que estábamos bajo el cielo estrellado de Paraná. En un momento, por medio de la boca de Gaspar Benegas, la banda lo dijo otra vez: somos privilegiados de la música y la vida por poder formar parte de este proyecto, y llamaron a bailar y cantar Banderas, uno de los tantos himnos de Los Redondos.
Tal como esperábamos, y en sintonía con lo que viene sucediendo en otros recitales y diferentes ámbitos de la vida pública, la banda se manifestó en relación a la elección del próximo domingo, y lo hizo en los términos con lo que entienden el arte, su carrera y la vida: desde el amor. Dijo Pablo Sbaraglia, tecladista y referente de LFAA: “Nada bueno sale del odio, nada bueno se construye con una motosierra, solamente, históricamente, el amor es lo que construye, es lo que fortalece y es lo que queremos para todos. Así que viva el amor, viva la hermandad, ¡viva Argentina, carajo!”.
El público también se posicionó de manera mayoritaria, al corear la consigna del que no salta vota a Milei. Uno, insistente, lo gritó cerca nuestro cada vez que pudo: “El Indio es peroncho, muchachos, entiéndanlo, el Indio es peroncho”.
La vuelta a casa fue larga y cansadora, y el camino que a la idea tenía aire entre los cuerpos, ahora no dejaba ver ni una fisura: salimos todos juntos, en la misma dirección, con el río a nuestras espaldas. Se había levantado un viento fresco, las piernas pesaban una tonelada, y el estomago rugía por las ganas de comer una hamburguesa, un asunto que pudimos resolver un largo rato después, luego de caminar de nuevo las veinticinco cuadras, entre una alfombra interminable de latas, botellas y vasos, los mismos policías que a la tarde, ahora casi doblados de tanto estar tanto tiempo parados, y algunas puestos para comer algo, rebasados de gente.
Fue durante esa caminata que desde un auto, que se movía a paso de hombre, que una pibe nos pidió un cigarrillo, y cambio, nos ofreció la lata de cerveza que estaba tomando. Miramos a los chicos, y la asociación se produjo con la mirada: peronismo ricotero, amor y solidaridad por el prójimo. Nuestras hamburguesas llegarían un rato después de habernos despatarrado en los autos, y gracias a una pyme de amigos y amigas de la ciudad que montaron una gacebo para alimentar a los ricoteros y hacer una diferencia de plata.
A los departamentitos de Oro Verde llegamos después de las dos de la mañana, agotados y a los abrazos. Los chicos durmieron en la unidad que más chica, y nosotros, los padres, en la grande. En medio de la noche una tormenta eléctrica azotó la zona, pero al otro día pudimos almorzar frente al Paraná. Tanto en ese recreo, como en las seis horas de auto para unir Santa Fe y Buenos Aires, nos la pasamos repasando y reconstruyendo momentos, descubrimientos, fotos y hasta algún secreto o confesión, de un viaje ligado a una palabra que lo dice todo: transmisión.
Sigamos conectados. Recibí las notas por correo.