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Militancia y Cristianismo

Gastón Fabián propone una hipótesis, motivado por la lectura de 'Teoría de la Militancia', de Damián Selci: pensar la militancia desde la experiencia del cristianismo primitivo, y partiendo desde las Epístolas del apóstol Pablo.

“El conjunto de su punto de vista
consistía en contemplar con ojos nuevos
un mundo nuevo que podía haber sido
creado aquella misma mañana”.

Gilbert K. Chesterton (San Francisco de Asís)

 

Un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de la militancia. Contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría todas las potencias del viejo país, la Sociedad Rural y Comodoro Py, Magnetto y Paolo Rocca, los políticos profesionales, los intelectuales bienpensantes y el más veterano burócrata de la administración. Pero probado el terror, con sus fusilamientos y centros clandestinos, con sus canales de televisión y sus jueces pistoleros, el enemigo cambia de táctica. Lo que no pudieron Videla ni Macri, habrá de orquestarlo la propia militancia, al menos hasta que el bloque oligárquico, recuperada toda su fuerza asesina, se sienta capaz de desatar su odio visceral contra el pueblo. ¿Hay un solo partido, por más blando o cínico que sea, que no se atribuya tener valiosos militantes en sus filas? ¿Hay un solo partido que no lance al rostro de la organización más progresista la acusación estigmatizante de que ella no cuenta con militantes auténticos, sino con perfectos rentados?

Desde el épico momento de avanzada de los años 72 y 73 que la militancia no disfruta de tanto prestigio y, al mismo tiempo, no se encuentra bajo la más pavorosa amenaza. Cuando los ataques de los periodistas mercenarios ya no parecen surtir efecto es cuando más debemos anticiparnos a las eventuales patinadas autoinflingidas. No se trata, en rigor, de que la militancia esté al borde de la crisis. Lo en verdad preocupante es no percibir que militancia es el nombre de la crisis. Es únicamente porque tamaña crisis se elude que cualquiera, con la mayor liviandad, puede definirse como militante y publicitar su “chapa” en una foto o en un posteo de Instagram. ¿Correrá entonces la penosa suerte de la categoría solemne de revolución, hoy revestida con los ropajes de la informática o de la alegría new age de los Ceos? Nunca antes la militancia tuvo que hacer frente, de manera tan dramática, a los avatares de su incógnito destino. Nunca antes su justa causa dependió, a semejante escala, de la comprensión teórica y práctica de su praxis, de su experiencia, de su arrojado y apasionado militar.

Todavía no se ha tomado la suficiente dimensión de lo que significa, en términos históricos y existenciales, el Acontecimiento Selci, tal vez el más importante del siglo XXI en lo que refiere al diagnóstico crítico y el forzamiento irreverente de la época que nos toca vivir. Los libros de Selci, que trascienden la osadía e inventiva del autor, representan el descenso vertiginoso de la idea militante que, para bien o para mal, se nos ha revelado. Pero como decía Perón: cuando Dios baja a la tierra el ser humano le falta el respeto. Y luego lo crucifica, por blasfemo, por venir a enseñarnos, a nosotros que lo sabemos mejor que nadie, el ABC de la militancia. En lugar de extraerse consecuencias, consecuencias que no podemos mirar con la nuca, predominan las lecturas prejuiciosas o académicas, perezosas o pedantes de la obra de Selci (por no mencionar la pasión, muchas veces arrogante, de ni siquiera hacer el intento de leer algunos fragmentos). Que es “demasiado europeo”, que “no estudió correctamente a Lacan”, que le falta “doctrina peronista”. El libro, devenido ser-ante-los-ojos, objeto aburrido o interesante de contemplación, pierde así todo su filo subversivo. Deja de afectarnos, de interpelarnos, de generarnos problemas insoportables, de despertar la angustia de la que luego, si la militancia quiere, nacerá el mágico entusiasmo. Entre todas las divisiones que la conciencia politizada atraviesa, Selci omitió mencionar la de quienes lo toman en serio y la de quienes creen que se puede seguir militando como si sus libros no hubiesen sido escritos. Del libro se desprende el imperativo de la responsabilidad absoluta. Mas es natural que la lectura sea primariamente una lectura de fuga, manifiéstese bajo las formas del “no lo entiendo”, “esto ya lo sabía” o “es idealista y naif”. Los campeones indiscutidos de la militancia, que no se cuestionan a sí mismos, que no se permiten ser penetrados por las violentas líneas del libro, con su prosa imponente, quizá no han tenido la oportunidad de cruzarse, cual infortunio, con esta fogosa carta que Kafka redactó a los 20 años:

“Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro”.

Justamente porque les tememos, decidimos no llegar hasta el final. Puede que cuando la operación empiece a resultar riesgosa, aún nos pertenezca la posibilidad de conservar intacta nuestra sagrada inocencia. Esto es un engaño. La inocencia se ha perdido para siempre. Aquella tranquilidad del estado prelapsario es irrecuperable para nosotros. Ni la peor traición podría tornarla accesible. Sólo queda enfrentarnos al libro y, con él, al libro de la vida militante, aún por escribirse. El texto que el lector tiene entre manos es profundamente autobiográfico. Lo que cada vez que devenimos-pluma nos habla, o más bien nos grita, es la militancia. Nos alerta que está en peligro. Un peligro que no nos era visible hasta la aparición de los libros de Selci, de igual modo a que no hay pecado sin ley. La escritura que vamos desarrollando, no sin nervios y una pesada inquietud, es ineludiblemente la experiencia de una, varias, muchas lecturas. De lo que esas lecturas nos depararon. De los viajes que, en particular, me obligaron a emprender.

Consciente de la necesidad de seguir pensando a la militancia como disciplina teórico-práctica y como el gran acontecimiento de nuestra época, me veo arrojado a escribir cada texto envuelto en una difícil contradicción. Por un lado, siento la ansiedad característica de los modernos de participar de la fundación de algo absolutamente nuevo, lo suficientemente seguro para despojarse de la tradición y encarar los enormes problemas que nos aquejan sin tener que pedir ayuda al pasado o padecer la culpa del parricidio. La legendaria frase de Marx, “dejemos que los muertos entierren a los muertos”, carcome mi conciencia. ¿Debe la militancia sostenerse hercúleamente en el vacío o le corresponde, más bien, custodiar un legado que todavía está por resolverse? Al mismo tiempo que el Fiat de la creación parece desprenderse del libro-viviente de Selci, en el sentido de que nos habla a una generación que, a partir de ahora, queda con la responsabilidad, predestinada, de inventar el devenir, o inventarse como devenir, la misma lectura del texto no pude llevarla adelante sin recibir, entre tanto, la visita de numerosos espectros, menos parecidos a los que atormentan a Hamlet que a aquellos que le enseñan a Scrooge la importancia de la Navidad, en la siempre agradable novela de Dickens.

En otras palabras: en esa fenomenología del espíritu militante que Selci despliega con aires hegelianos, hasta el punto de darle a la militancia su forma definitiva y crepuscular, en las vísperas de un amanecer que ya no vendría con novedades espectaculares salvo en lo que concierne al propio despertar militante (un despertar que luego, con el estudio de La organización permanente, me quedó claro que debería repetirse cada vez), en ese domingo de la historia, sentí también que esto que ocurría, este desencadenamiento inédito de una subjetividad que venía a hacerse cargo de la transformación del mundo, había sucedido ya, de alguna manera. No solo en las luchas tan titánicas como trágicas del siglo XX- nuestra memoria inmediata-, donde el nombre “militante” supo desfilar en los más diversos países, como llave de acceso a la revolución. Todo texto reenvía a otro texto y a mí los textos que me asediaron, que me interpelaron, que me obligaron a poner un freno a la euforia, tenían una antigüedad de siglos, varios de ellos milenios. No fueron un afán erudito o la curiosidad del investigador los que me llevaron a revisarlos, sino la pulsión o coacción de la responsabilidad, que siempre procede del otro. Porque solo escuchando el llamado desesperado del otro se puede volver a sentir, en este mundo de espeluznante frivolidad, las vibraciones de una conciencia.

Cuando terminé por primera vez Teoría de la Militancia, tres fueron las lámparas que se me encendieron, tres los frentes de lectura que se me iluminaron. Por una parte, me dio la impresión, por su estilo radiante y combativo, además de sus ideas, de estar leyendo a Sartre. ¿No es acaso la hipótesis de la responsabilidad absoluta la conclusión emocionante de El Ser y la Nada? ¿No hallamos una dialéctica de la organización (algo que tanto anhelaba la brillante Raya Dunayevskaya, en la medida que ni Lenin ni Rosa Luxemburgo lo pudieron concretar) en algunas de las páginas más esmeradas de la Crítica de la Razón Dialéctica? ¿No hay lugar en los caminos de la militancia para una analítica de aquellos dramas que el ser humano, que Sartre denomina para-sí– y si decimos Sartre, aun con todos sus desencuentros, decimos también Heidegger, poco presente en la obra selciana- atraviesa en su existencia? Selci sigue los pasos atolondrados de la conciencia politizada que deviene Cuadro Político cuando se deja llevar por el trabajo de lo negativo, que es la pasión del concepto. Atiende a su vez el “lado malo” que cada transición puede acarrear (el politizado, en lugar de volverse militante, se hace intelectual crítico), mas la lectura del fundamental escritor francés, creemos, habilita posibilidades enriquecedoras. Calificar a Sartre de “fundamental” es un acto de rebeldía, por ahí un anacronismo teórico. Porque para el posestructuralismo se ha transformado en una especie de “perro muerto”, como lo era Hegel en tiempos de Marx. Ninguno de los autores claves con los que Selci se maneja en sus dos libros- con la honorable excepción de Badiou- se han declarado sartreanos. En rigor, la mayoría ni siquiera lo nombra, aunque le deban mucho, como es el caso de Laclau y Mouffe. Por eso sentí, sin demasiada claridad en aquel entonces, que recuperar el legado de Sartre constituía una obligación y un acto de justicia póstuma que no debía hacerse esperar.

En segundo lugar, la redención de Hegel, que en Selci viene de la mano de las originales interpretaciones de Badiou (en su inmortal Teoría del Sujeto) y Zizek (sobre todo en Menos que Nada), me hizo pensar si no había también que darle una oportunidad a Kant. Por supuesto que, para la militancia, siempre ha resultado más simpático Hegel, cuya dialéctica no deja piedra sobre piedra. Me ha quedado grabada la sutil observación que Carl Schmitt hizo en su Teoría del Partisano, según la cual la lectura que Lenin, en su exilio suizo, hizo de la Ciencia de la Lógica de Hegel, mediada por la perspectiva belicista de Clausewitz, era uno de los acontecimientos determinantes del siglo XX. En cambio Kant… ¿qué decir de él? Todo parece más aburrido, más estructurado, más a horario (recordemos la obsesión de Kant por cumplir a rajatabla su rutina, aunque tampoco vendría mal recordar en qué ocasiones la interrumpió), a pesar de que fuera Hegel el filósofo del Sistema y del Estado prusiano. Si Hegel merece ser salvado, también Kant. Porque no es posible reivindicar a Hegel, que en el fondo es un kantiano metafísicamente radical, sin reivindicar con él al que fue el maestro de toda su generación. No mucho tiempo atrás, un compañero me dijo que el aporte de Selci le resultaba demasiado formalista, demasiado kantiano, y me citó la crítica que Hegel dirigió a su ética. Tras reflexionar unos instantes, se me ocurrió que tal vez lo que aparentaba ser una objeción, un argumento en contra, era en verdad un juicio favorable. Al fin y al cabo, ¿quién puede estar a la altura del hiperbólico, exagerado y casi demencial imperativo categórico kantiano si no es la militancia misma?

Pero ni Sartre ni Kant son los motivos esenciales que me llevaron a considerar que había que continuar a Selci, dentro del campo inaugurado por Teoría de la Militancia, desde un punto de vista diferente (ellos serán más bien soldados disconformes en una cruzada que los trasciende). Ese punto de vista, por supuesto, asoma en sus libros, con escaso desarrollo. Me estoy refiriendo al cristianismo. De repente, descubrí en el lenguaje de la militancia, en sus figuras tan bien descritas por Selci, en lo que ella es como forma de vida, mas también en sus desviaciones, dificultades y tropiezos, toda la inmensa y heterogénea tradición cristiana delante de mí. Nótese, por cierto, que en Conducción Política no se rastreará la palabra militancia, pero sí otras como “predicación”, “misión” o “apóstoles” (ni hablar de “ejercicio”, gimnástico o espiritual, que es la clave secreta del texto), de evidente cariz religioso, sin aludir a las permanentes referencias de Perón al “Padre Eterno”. Como reza la “verdad peronista” número catorce: “el justicialismo es una nueva filosofía de la vida, simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista”.

Que la militancia pudiera ser leída con prismas cristianos; que el cristianismo pudiera ser leído con prismas militantes… esa tremenda sospecha, sobre la que los numerosos párrafos que he escrito no son más que un intento de averiguación, me persuadió de que, antes de continuar navegando en los mares posestructuralistas (que no abandoné del todo), mejor sería ocuparme de estudiar el texto bíblico (estudio que hasta entonces no había emprendido completo, pero en el que, una vez hecho, sigo siendo un novato) y la literatura patrística de la época del cristianismo primitivo y la conformación de la Iglesia Católica. Lo que arrancó con un foco definido, sin embargo, terminó viéndose desplazado reiteradas veces. Porque no se puede comprender el cristianismo sin prestar atención a sus conexiones con el judaísmo y con el helenismo (o la cultura grecorromana), esa asombrosa mezcla de corrientes y cosmovisiones de todo tipo que facilitaron las conquistas de Alejandro. Tampoco podía dejar de lado los grandes proyectos reformistas (los de Lutero y Calvino son solo los más exitosos), ni las reflexiones e investigaciones más contemporáneas. Para mi hipótesis militante, corría con una ventaja: mi conocimiento de las interpretaciones contemporáneas de las epístolas de Pablo, que habían despertado mi interés hace bastante tiempo: Schmitt, Taubes, Badiou, Agamben, Zizek, Dussell… No obstante, nada sabía de la monumental Carta a los Romanos de Karl Barth, ni de los sutiles comentarios del joven Heidegger, ni del Pablo de Tarso de Gunther Bornkamm, ni de las audaces y controvertidas lecturas de Sloterdijk (para las que debo agradecer a Nicolás Vilela, cuya flamante Comunología me estimuló a profundizar en la obra del formidable pensador alemán), ni de la monumental obra de José Luis Villacañas. Martin Buber y Franz Rosenzweig, que tanto énfasis pusieron en la diferencia entre judaísmo y cristianismo (diferencia que se juega en el escrutinio del judaísmo de Pablo), apenas me sonaban por sus nombres. Y conste que solo menciono unos pocos ejemplos del terreno que, como forastero asustado, tuve que transitar y en el que, como aprendiz de rastreador, sigo pululando.

Ese tránsito resultó para mí una liberadora peregrinación. Como sabemos desde Odiseo, de ningún viaje se vuelve idéntico. ¿Quién más informa de periplos repletos de escollos que el apóstol Pablo? Badiou- un confeso ateo cristiano- los califica de auténticos viajes militantes. De hecho, no sería descabellado afirmar que es en Pablo que el punto de vista de la militancia despega y vuela alto, como nunca antes y como nunca después. La atmósfera en la que se desarrolla el cristianismo primitivo- un ambiente caldeado, revoltoso, agitado, de tintes mesiánicos y apocalípticos, por nadie mejor analizado que por Osvald Spengler en el segundo tomo de La Decadencia de Occidente– es su verdadero caldo de cultivo. Pero sin la impronta paulina, sin su vocación universalista, el cristianismo (entonces dividido en unos pocos grupos “fundadores”) hubiera perecido, como una de las tantas sectas del mundo antiguo que desaparecieron sin pena ni gloria. Aunque es justo decir que la riqueza hermenéutica del cristianismo no se agota en Pablo y aquello fue lo que descubrí en mi extraña aventura teológica, en tanto el tren que había tomado se prestaba a detenerse a veces en los textos de Filón, Josefo, Tertuliano, Orígenes, Cipriano, Lactancio, Jerónimo, Eusebio, Crisóstomo o Agustín, para luego hacer saltos milenarios (Chateaubriand, Donoso Cortés, Kierkegaard, Overbeck, Harnack, Bultmann, Peterson, Bonhoeffer, Hinkelammert), curiosear parajes místicos (desde Eckhart, Teresa y Angelus Silesius hasta Simone Weil, María Zambrano y Ludwig Wittgenstein) o pasar por estaciones tan periféricas como decisivas: Dickens, Melville, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, Kafka, Mann, Chesterton, Platonov, Camus, Echeverría, Borges, Arlt, Martínez Estrada, Walsh… Porque también es frecuente respirar el aroma de la teología en las mayores novelas y ensayos de los últimos dos siglos, que no tienen otro objeto que penetrar en los misteriosos secretos de la condición humana, así como resaltar sus luces en tiempos de oscuridad (me atrevería a conjeturar que el más hermoso y elocuente libro de teología cristiana no es alguno de los grandes tratados de Agustín sino la disfrutable y apasionante Ortodoxia de Chesterton, que uno puede leer mil veces sin dejar de maravillarse, sin dejar de acariciar la plenitud). Para tranquilidad de los corazones incrédulos, quien esto escribe no pasó por otro bautismo que el del agua bendita de la militancia política, bajo el gran llamado que los gobiernos de Néstor y Cristina nos dirigieron a los jóvenes. No fue hasta el “giro religioso” en mis preocupaciones que el mensaje del Papa Francisco empezó a calar hondo. De lo anterior será fácil deducir que el interés por Francisco se volvió rápidamente un interés por los franciscanos. Claro que, parafraseando a Borges, en algún momento debía terminar de leer y comenzar a escribir. No puedo decir que lo haya logrado.

Pues bien, ¿qué puede enseñarle el cristianismo a la militancia? Si la militancia no se anda con vueltas y trabaja sobre lo concreto, ¿por qué invertir tiempo en recoger una tradición que ni los más destacados eruditos son capaces de abarcar? No pretendemos convencer a nadie con argumentos rigurosos, sin antes apelar a su fe. El Evangelio, la buena nueva, es una promesa de resurrección, de que una vida más allá de esta vida puede sernos dada en gracia si, con humildad, ablandamos nuestro corazón y seguimos el ejemplo de Cristo. Evita lo entendió perfectamente. Selci ha reformulado la idea guevariana del “hombre nuevo”, en clave antihumanista, como “vida nueva”. Cualquiera sea el caso, todo eso procede de Pablo. No hay militancia sin una transformación total de la existencia. La militancia en cuotas, como pasatiempo, sin quedar comprometidos hasta las tripas, hasta la pasión, no es auténtica militancia; es hacerse el militante, por confort, aburrimiento, angustia o arribismo. Lo que no significa que la vida nueva, que es accesible para todos y todas, se encuentre al alcance de la mano. Porque característico de la Iglesia es ser Iglesia militante, es decir, combatiente, no asegurada de la victoria. Iglesia sufriente en el júbilo. Mas lo que en verdad importa es la orientación (la estrella polar, la estrella de Belén) y el camino, que según lo miremos aparecerá también como la meta. Solo que para mantenerse en el camino es inevitable aprender a cargar la Cruz: no hay militancia sin pecado, sin necesidad de redención. Ya que el peligro que nos aqueja es que la militancia se vuelva una “moda”, algo demasiado fácil y cómodo, que no implica pagar ningún precio subjetivo. Como Kierkegaard frente a su época, corresponde alertarnos ante dicha posibilidad. Si todos somos cristianos, en cualquier momento y en cualquier lugar, entonces nadie lo es. El drama: tomárselo muy a la ligera, decirse militante pero comportarse en cada acción como si no lo fuera; actuar cada día en contra de los principios que predicamos, por “cualunquismo” o “realpolitik”, no interesa. Colocarse siempre en el lugar de la excepción, de la justificación, ante la esclavitud de los otros. La ideología se manifiesta en la práctica. Típico de la militancia verdadera será reconocer que yo no soy militante (hay algo de la compulsión kantiana de actuar por deber, desde la buena voluntad y la nobleza del corazón, y no solo conforme al deber, que es imperioso recuperar, en una época de política mezquina e interesada, millennial o rosquera, preocupada por ratings y likes o por accesos y terminales). Si milito, otro milita; si otro milita, milito. Ese es nuestro axioma. No hay militante en-sí. Quizá el militante no esté imaginando que Dios escruta sus íntimos motivos o intenciones y que tendrá que rendir cuentas el Día del Juicio Final, pero deberíamos poder mantener, para no desviarnos del camino recto, una relación de responsabilidad con los compañeros y compañeras, mediada siempre por la idea, bella pero exigente. Alguna vez se lo llamó dar el ejemplo.

¿Qué tenemos entonces? ¿De nuevo la ética del sacrificio, las fatigas y postergaciones que no se verán compensadas en el futuro, porque el futuro es la muerte como límite absoluto? Ese fue el gran “pecado” del militantismo del siglo XX, que es también una interpretación del legado judeocristiano. Pero la militancia tal como es pensada por Selci (pensamiento que se desprende de una praxis, porque se piensa lo que se da) pretende sustraerse de toda garantía, pretende ser mayor de edad. Por eso le toca sortear los extremos del martirio hiperresponsable (que encubre la inocencia de los otros) y de la fiesta irresponsable, para constituirse en forma-de-vida. Tal vez con ello nos sea posible encarar el pasaje de la gravedad que todo militante comprometido siente en su cuerpo a una levedad de nuevo tipo, donde la ascesis deje de ser un peso y se reduzca a un método de perfección.

El retorno al cristianismo primitivo no es un capricho o un delirio nuestro. Todas las aventuras reformistas al interior de la Iglesia creyeron encontrar en los orígenes un ejemplo de santidad, desprendimiento y justicia que debía ser imitado, frente a la opulencia, corrupción y arrogancia de Roma. Más asombroso aún, sin embargo, es el interés que por las primeras comunidades cristianas tuvieron los grandes popes del socialismo. En sus últimos años de vida, Friedrich Engels dedicó no pocos esfuerzos a estudiar el cristianismo primitivo y llegó a comparar sus vaivenes con la situación que le tocaba atravesar a la socialdemocracia alemana, perseguida y afectada por las leyes antisocialistas de la época de Bismarck. No sólo publicó artículos, investigaciones históricas sobre el tema, en la que luego sería la revista oficial del Partido, Die Neue Zeit [El nuevo tiempo], sino que remató el texto que póstumamente fue calificado como su testamento político con una analogía fastuosa entre cristianismo y socialismo. Nos referimos, por supuesto, a la introducción que Engels escribió para la edición de 1895 de La lucha de clases en Francia. Texto famoso y polémico, sobre todo por proponer un cambio de táctica (el pasaje de la guerra de barricadas a la que, desde Gramsci, conocemos como “guerra de posiciones”: la vía lenta, aguerrida y perseverante, trinchera a trinchera, de transformación de la sociedad). Cuando enfrentarse al ejército a la vieja usanza dejó de ser una opción, porque ni siquiera estaba asegurada la retaguardia, Engels llamó a subvertir al ejército desde adentro, quebrando su unidad de concepción. Para convencer a sus camaradas, sin embargo, no resultaba suficiente el uso de la razón. Había que recurrir a la retórica y emplear sus recursos. Porque lo que sugiere Engels, más allá de los matices, es hacer algo que ya se hizo. ¿Quién? Ni más ni menos que el cristianismo, que en el curso de unos pocos siglos logró remover los cimientos y conquistar las bases del Imperio Romano, el Imperio más “grande” y “poderoso” de todos los tiempos:

“Hace casi exactamente 1.600 años, actuaba también en el Imperio romano un peligroso partido de la subversión. Este partido minaba la religión y todos los fundamentos del Estado; negaba de plano que la voluntad del emperador fuese la suprema ley; era un partido sin patria, internacional, que se extendía por todo el territorio del Imperio, desde la Galia hasta Asia y traspasaba las fronteras imperiales. Llevaba muchos años haciendo un trabajo de zapa, subterráneamente, ocultamente, pero hacía bastante tiempo que se consideraba ya con la suficiente fuerza para salir a la luz del día. Este partido de la revuelta, que se conocía por el nombre de los cristianos, tenía también una fuerte representación en el ejército; legiones enteras eran cristianas. Cuando se los enviaba a los sacrificios rituales de la iglesia nacional pagana, para hacer allí los honores, estos soldados de la subversión llevaban su atrevimiento hasta el punto de ostentar en el casco distintivos especiales —cruces— en señal de protesta. Hasta las mismas penas cuartelarias de sus superiores eran inútiles. El emperador Diocleciano no podía seguir contemplando cómo se minaba el orden, la obediencia y la disciplina dentro de su ejército. Intervino enérgicamente, porque todavía era tiempo de hacerlo. Dictó una ley contra los socialistas, digo, contra los cristianos. Fueron prohibidos los mítines de los revoltosos, clausurados e incluso derruidos sus locales, prohibidos los distintivos cristianos —las cruces—, como en Sajonia los pañuelos rojos. Los cristianos fueron incapacitados para desempeñar cargos públicos, no podían ser siquiera cabos. Como por aquel entonces no se disponía aún de jueces tan bien amaestrados respecto a la «consideración de la persona» como los que presupone el proyecto de ley antisubversiva de Herr von Koller, lo que se hizo fue prohibir sin más rodeos a los cristianos que pudiesen reclamar sus derechos ante los tribunales. También esta ley de excepción fue estéril. Los cristianos, burlándose de ella, la arrancaban de los muros y hasta se dice que le quemaron al emperador su palacio, en Nicomedia, hallándose él dentro. Entonces, éste se vengó con la gran persecución de cristianos del año 303 de nuestra era. Fue la última de su género. Y dio tan buen resultado, que diecisiete años después el ejército estaba compuesto predominantemente por cristianos, y el siguiente autócrata del Imperio romano, Constantino, al que los curas llaman el Grande, proclamó el cristianismo religión del Estado”.

A juicio de Engels, el triunfo de los cristianos, luego de un paciente trabajo de hormigas, de prédica “casa por casa”, debería aleccionar a los socialdemócratas para repetir su hazaña. Esto no impidió que, tras su muerte, el “heredero”, el que se convertiría en el “Papa” del marxismo durante el período de la Segunda Internacional, Karl Kautsky, revisara en tono crítico la analogía trazada por Engels. Lo hizo por medio de un libro, dos décadas antes de que Lenin lo acusara de “renegado”. Allí Kautsky mira escépticamente la posibilidad de que el socialismo adopte como modelo la experiencia cristiana, en especial porque la conclusión alcanzada por Engels (el triunfo del cristianismo al ser declarado religión oficial del Imperio) es en realidad lo problemático. ¿Quiere el socialismo seguir los pasos de la Iglesia? ¿Acaso el catolicismo no se olvidó de sus raíces, al dejar de ser un movimiento de los oprimidos y transformarse en una institución jerárquica, con pastores y rebaños? El estudio de Kautsky es un estudio sobre la burocratización, sobre cómo los dirigentes “traicionan” a las masas y se separan de ellas. Paradójicamente, aquel fue el destino de la socialdemocracia alemana. Destino del que Kautsky, que en su libro anticipaba “científicamente” como improbable por las características de la clase obrera, no puede eludir su responsabilidad.

Es curioso que Lenin, antaño su admirador y luego enemigo decepcionado, un ateo manifiesto, pensara la misión y el heroísmo bolchevique desde la imagen difusa de la predicación evangélica (el cuadro sostenido por el Partido repite al apóstol sostenido por la comunidad, igual que sus críticas a las desviaciones pequeño burguesas o su apotegma “el que no trabaja, no come” son todos de raigambre neotestamentario). En rigor, toda la reflexión socialista/comunista previa al largo invierno del stalinismo se halla impregnada por un espíritu cristiano o mesiánico, por una convicción indubitable de que se vivían nuevos tiempos y la revolución (equivalente a la Segunda Venida de Cristo, después de que Marx y Engels publicaran el más poderoso Evangelio de la modernidad) estaba al caer; perspectiva que más tarde, consolidada la URSS, se mantendría como liturgia, ritual o propaganda, mientras en la periferia “herejes” y “reformistas” apostaban a construir el verdadero socialismo, que no era el de los burócratas de Moscú. Algunos años antes de que los grandes líderes socialdemócratas votaran los créditos de guerra en el Parlamento alemán (uno de los mayores “baldazos de agua fría” de los que se tenga memoria, la “traición de Judas” en la carne de todos los militantes de buena fe), Robert Hunter había retratado perfectamente esa vocación apostólica que recorría el planeta entero:

“Prácticamente desconocido fuera del mundo del trabajo, crece y prospera un movimiento tan amplio como el universo. Su vitalidad es increíble, y sus ideales humanitarios llegan a los que trabajan como la bebida a una garganta seca. Su credo y programa piden una adhesión apasionada, sus conversos le sirven con una devoción diaria que no conoce límites ni sacrificios, y frente a la persecución, la falsedad e incluso el martirio, permanecen leales y fieles […]. Desde Rusia, a través de Europa y América hasta Japón, desde Canadá hasta Argentina, cruza las fronteras, saltándose las barreras del lenguaje, la nacionalidad y la religión; se extiende de fábrica en fábrica, de molino en molino y de mina en mina, tocando, como una religión de la vida, a millones de habitantes del submundo. Sus conversos trabajan en cada ciudad, pueblo y aldea de las naciones industriales, propagando la nueva buena entre los pobres y humildes que escuchan sus palabras con intensidad religiosa. Trabajadores cansados absorben la literatura que estos misioneros dejan a su paso para caer dormidos sobre sus páginas abiertas; y los jóvenes, inspirados por sus nobles ideales y elevados pensamientos, cuando dejan la fábrica van anticipando la gozosa lectura de la noche”.

Esta identificación del militante comunista del siglo XX con el cristiano abnegado que ha superado su individualidad para entregarse celosa y disciplinadamente a la Causa, llega hasta la propia culminación del siglo. Negri y Hardt, que titulan “Militante” al último apartado de Imperio, buscan caracterizar las nuevas militancias que surgen al calor de las luchas y resistencias contra la globalización como algo radicalmente otro al viejo, triste y ascético modelo del militante de la Tercera Internacional. La militancia no debe representar a la clase trabajadora, sino organizar el poder constituyente, tarea que se desprende de su propia forma, esbozada ya en las guerras de liberación de antaño y que tiene a la alegría, el amor, la construcción, la cooperación y el goce de la vida como ethos comunista inconfundible. La novedad, sin embargo, presenta una analogía: Francisco de Asís, el santo de los pobres, que inspirará a Jorge Bergoglio. Badiou, que podríamos decir que concluye su balance de la era de las revoluciones en El Siglo y ordena sus reflexiones programáticas para el milenio que se inicia en su San Pablo, encuentra en la figura del apóstol el paradigma de toda militancia verdadera. Quizás debamos hallar en la radical invención teórica de Selci las vicisitudes y los quiebres de una imponente tradición, que tendría a Pablo como eje que articula: Militante=Cristiano.

Atravesamos, evidentemente, una crisis aguda, orgánica agregaría Antonio Gramsci. ¿Dónde estamos parados si no en ese interregno en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer? Krisis, en su origen griego, refiere al punto de inflexión, a la acción de cortar, de separar, de decidir. ¿Qué separa? En el campo de la medicina, la vida de la muerte, porque el phármakon puede curar tanto como matar. Es remedio y veneno a la vez. Desde nuestro punto de vista, en cambio, el tiempo de la crisis es el tiempo de la militancia. Por eso, como lo hizo Badiou, deberíamos autocomprender nuestro paradójico estar en el mundo sin ser del mundo desde las categorías y la posición de enunciación del apóstol (que significa enviado) Pablo. ¿Por qué Pablo? ¿Por qué considerarlo nuestro contemporáneo? En principio, porque urge tomar una decisión. Porque el mundo capitalista se consume (más bien se pudre), pero sin que se vea nítida una alternativa. Porque el sufrimiento es mucho y los mecanismos conocidos de resolución de problemas (el mercado y el Estado) parecen ser más bien los que los crean. Y en medio de tanta oscuridad, Pablo, desde un pasado que nos es actual, todavía nos sirve de faro. Más que nunca nos sirve de faro. Él proclama que hay vida más allá de esta vida, una vida no-individual. Él proclama que la organización vence al tiempo. Él proclama que la imitación de Cristo es el camino. Él proclama que todos y todas somos Hijos de Dios (Gal 3: 26). Él proclama que llegó la hora de militar. Y él proclama, frente a los militantes, que la gracia que nos ha sido derramada no la debemos atesorar, porque es de y para otro. “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Cor 10: 24). Entonces y solo entonces, una vez escuchado el mensaje, se comprenderá que la solución milagrosa que desesperadamente se anhela, que se le pide a los cielos, ya está aquí, porque la eternidad irrumpió en el tiempo, porque el Mesías habitó entre nosotros, porque ahora todos somos el Mesías, porque el comunismo militante, más que esperarlo, hay que asumirlo. La palabra de la cruz, dice el apóstol, es locura para los que se pierden, pero para los que se salvan es potencia de Dios. Porque Dios- el Acontecimiento- enloquece la sabiduría del mundo (1 Cor 1: 20). Se trata, simplemente, de sacar consecuencias, como hizo Pablo, y dejarse penetrar por la conducción: Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca (Mt, 4: 17).

Cuando terminamos de leer Teoría de la Militancia, hay que ir volando a las Epístolas.

author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante peronista. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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