Un siglo sin Lenin (parte uno)
I
“Sólo después, mucho después, llegué a percibir que las mayores dotes de Lenin no eran las del tribuno o propagandista, ni siquiera las del pensador, pero aun en esos días lejanos resultó obvio para mí que el rasgo dominante de su carácter, la condición que constituía la mitad de su modo de ser, era su voluntad: una voluntad extremadamente firme, extremadamente pujante, capaz de concentrarse en el objetivo más inmediato y que nunca se desviaba del radio trazado por su poderoso intelecto, el cual asignaba a cada problema aislado su lugar como eslabón de una inmensa cadena política de amplitud mundial”.
Anatoli Lunacharski, Semblanzas de revolucionarios
1924 representa para mí un año de huellas indelebles, que centellean todo el tiempo en la memoria que escribe, de a retazos y casi que pidiendo permiso. El carácter protocolar de un centenario, sin dudas, habilita ocasiones que el nostálgico debe aprovechar, porque de otro modo sus deseos no se justificarían, en un mundo que solo presta atención al éxito, a lo que se pronuncia sobre la actualidad, a lo que está de moda o a lo que sacude, libre de pudor, los estándares de lo admisible, porque como consumidores nos gusta tener algo de lo que indignarnos o que poder viralizar a nuestros contactos en son de burla. Ahora cualquiera para hacerse interesante dirá de Lenin esto o aquello, que era bueno o malísimo, que qué desgracia que triunfó, que qué desgracia que se murió tan rápido. Pibe, muchos preámbulos para ir al hueso ¿eh? Que no se olvide el lector o la lectora, que un título es como una ratonera. Con el queso viene la trampa.
Sí, tranquilidad, voy a expedirme sobre Lenin, pero también sobre el año. Circulará mucho que un 3 de junio falleció el genio de las obras inacabadas, el tímido y huidizo Franz Kafka, el que temblaba por solo sentir que necesitaba expulsar el tremendo mundo que tenía en su cabeza. No sé si tanto que, dos meses después, se despidió de nosotros el grandísimo Joseph Conrad, que fue el escritor favorito de Borges. Misteriosa cercanía entre dos héroes de la prosa que, sin embargo, pertenecen a dos siglos distintos. Porque Conrad cierra—¿con Proust?— el siglo XIX, el siglo de Goethe (que lo abre), el siglo de Balzac, el siglo de Pushkin, el siglo de Gógol, el siglo de Heine, el siglo de Hugo, el siglo de Turgueniev, el siglo de Melville, el siglo de Flaubert, el siglo de Goncharov, el siglo de Chernishevski, el siglo de Tolstoi, el siglo de Dostoievski, el siglo de Chejov, el siglo de Zola, el siglo de Gorki. Son los autores que, en buena medida, leía Lenin, en especial los rusos, en especial los que reflejaban la realidad de su época y mostraban al pueblo en sus luces y sombras, de forma tierna o descarnada.
Kafka, por el contrario, inaugura el siglo XX, el siglo de Joyce, el siglo de Freud, el siglo de Mann (cuya monumental obra, La montaña mágica, también cumple 100 años, en noviembre), el siglo de Roth, el siglo de Doblin, el siglo de Faulkner, el siglo Hemingway, el siglo de Woolf, el siglo de Céline, el siglo de Broch, el siglo de Musil, el siglo de Huxley, el siglo de Orwell, el siglo de Platónov, el siglo de Primo Levi, el siglo de Beckett, el siglo de Rulfo, el siglo de Borges, el siglo del surrealismo (en 1924 Breton publicó su célebre Manifiesto) y el realismo mágico, el siglo de la subversión del lenguaje, el siglo de los sueños y las pesadillas esquizofrénicas que se imponen frente a la perturbada conciencia de los hombres y mujeres comunes.
Lenin admitía el valor del sueño, el sueño útil, la fantasía que aporta a la causa, que sirve a la lucha. ¿Pero podemos manejar el sueño a nuestro antojo, direccionarlo de acuerdo a un programa de partido? Por supuesto que es sintomático que Lenin se muriera sin haber conocido a Kafka. Es una información decisiva para trazar un balance adecuado de la revolución bolchevique. Hágase la prueba de leer Literatura y Revolución y determínese luego con total honestidad si Trotsky, el implacable organizador del Ejército Rojo, el tipo que, portando uniforme militar, luce duro y carente de emociones arriba de su tren blindado, es una figura del siglo XIX o del siglo XX. Por supuesto, el señor Malaparte dirá que Trotsky es el táctico del golpe de Estado, un cínico que por muy romántico que suene aprendió la lección de la Comuna y que las revoluciones no se hacen lanzando las masas a la calle para derrotar en campo abierto a los policías y militares del régimen. Hay que apretar las clavijas, intervenir el aparato estatal en sus puntos neurálgicos, en su resortes, y poner los recursos donde tengan verdadero impacto. En la política, qué duda cabe, Lenin y Trotsky son vanguardistas, intelectuales, crean y ofrecen un chiche nuevo. Pero como en el fondo conservan una mentalidad decimonónica, no saben gestionarlo ni lidiar con sus consecuencias. El único que comprendió de cabo a rabo cómo funcionaba la cosa en la era de las masas fue el muy rudimentario y brutal Josesito Stalin, el “camarada archivista”.
Me rectifico: sería más justo si concediera que Lenin empezó a advertir lo hondo del problema cuando se estaba muriendo. Le vio la cara a la Gorgona, al abismal siglo kafkiano, e intentó llamar la atención de sus camaradas, pero fue demasiado tarde. La parálisis del cuerpo de Lenin fue la parálisis no de la revolución—porque el que “revolucionó las fuerzas productivas” fue el mismísimo Stalin con la colectivización forzada y el plan quinquenal—sino del proyecto comunista en su sentido más trascendental y noble. En cambio Trotsky, que en Terrorismo y Comunismo había anticipado como literato los métodos de su verdugo (por eso Stalin subrayó con entusiasmo y admiración fragmentos enteros de ese libro innovador y despiadado), terminó convirtiéndose en el idiota de la vieja guardia, en el príncipe Mishkin de los bolcheviques caídos en desgracia, liquidados uno por uno durante los Juicios de Moscú, mientras él, de exilio en exilio como en los duros años del zarismo y después de un largo juego del gato y el ratón, sería cazado y rematado por un agente del NKVD en el México de Lázaro Cárdenes. Joseph Roth, en una novela póstuma, lo llamó con sarna profeta mudo, que cuadra mejor con la realidad de entonces que el apodo de profeta desterrado que le pone su biógrafo Deutscher. Recordemos que Trotsky pensó que podía derrotar a Stalin en el debate de ideas, en lugar de emplear a su favor el prestigio que mantenía sobre el Ejército Rojo, su bella criatura.
Aclaro, por si hace falta, que no soy marxista. No creo que el marxismo ortodoxo—empleo la fórmula de Lukács—sea capaz de explicar la sustancia social en su totalidad. Pienso, al contrario, que tiende a simplificar bastante y para mal. Como filosofía de la historia, el marxismo se ha demostrado falso y sus análisis de clase resultan insuficientes. Ni hablemos de sus identificaciones sustancialistas, de las que los bolcheviques pecaron en exceso, incluso en momentos críticos. Merleau-Ponty decía que “en el interior del pensamiento revolucionario no encontramos la dialéctica sino el equívoco”, y en parte coincido. Pero tampoco me parece que se pueda prescindir de él, siendo prácticamente el único dispositivo teórico que ha osado discutir de igual a igual con el capitalismo en buena parte de sus expresiones. No conozco otra crítica de la economía política que maneje sus alcances. La transformación del marxismo en una pieza de museo significa una gran pérdida para nuestra cultura. Y por eso considero que si las corrientes posmarxistas tienen algún sentido, es el de cuidar aquella herencia y ponerla en valor aún hoy, con las rectificaciones que haya que hacerle. Dicho esto, mi relación con Lenin jamás pasó por un interés en sus aportes filosóficos o económicos, que son secundarios. Lo que siempre me atrapó es su manera de pensar la política.
A Lenin lo descubrí en mi temprana juventud, a través de una edición recortada de sus obras completas que encontré en la biblioteca de mis abuelos paternos, quienes en su adolescencia habían militado en las filas del Partido Comunista. Como nunca sentí la tentación de tomar el atajo del manual, estuve a salvo de recibir la perniciosa influencia de la escolástica marxista-leninista importada a precio barato desde la URSS. Eso no quiere decir que no depositara expectativas de antemano en mis lecturas. Empecé con lo clásico: el ¿Qué hacer? Luego me compré una versión de bolsillo de El Estado y la Revolución, que todavía guardo con cariño y releo cada tanto. Debe ser uno de los pocos libros, quizá por su brevedad pero también por su belleza, que he leído cinco, seis o siete veces sin exagerar. Y ahí me quedaba. Tal vez sumaba El imperialismo, fase superior del capitalismo. No mucho más. Hasta que hice un trabajo práctico para la facultad sobre la burocratización antes del stalinismo. Entonces todo cambió. Tuve que consultar los textos posteriores a la revolución, además de informarme sobre el contexto histórico en todos sus detalles (recuerdo haber usado la autobiografía de Trotsky y su Historia de la Revolución Rusa, las sensacionales biografías de Isaac Deutscher sobre las figuras de Trotsky y Stalin, la famosa crónica de John Reed, El año I de la Revolución de Victor Serge, los libros de Carr y de Moshe Lewin, etc.). Desde aquel momento—2016—, Lenin me acompañó siempre y, junto con la correspondencia entre Perón y Cooke, sus escritos se volvieron mi referencia de cabecera a la hora de transitar el macrismo. Lo que escribí en esos años—y escribí mucho, en un ignoto blog que ya no existe— está profundamente atravesado por mi lectura de Lenin. Esa lectura, a su vez, lleva rastros de la influencia de Slavoj Zizek, a quien consumía con frecuencia y elevada devoción. El esloveno estaba en su prime, era furor, la estrella de la filosofía contrahegemónica. Y su intento por rehabilitar a Lenin, por ponernos a discutir con Lenin, de manera genialmente “anacrónica”, me capturó por completo. Hubo otras mediaciones, por supuesto. Leía a Trotsky, a Rosa Luxemburgo, a Kollontai, a Lukács, a Gramsci, a Mariátegui, a Mao, a Raya Dunayevskaya, a Sartre, a Poulantzas, a Althusser, a Tronti, a Balibar, a Badiou, a García Linera… pero también a críticos de diferentes signos ideológicos y con diferente grado de admiración hacia Lenin: Schmitt, Arendt, Castoriadis, Lefort, Aron, Merleau-Ponty, Kolakowski, Laclau, Mouffe, etc. Sin embargo, nada me fascinó tanto como las alocadas exégesis de Zizek. Devoré sus libros con sumo placer, empezando por su Repetir Lenin. Luego descubrí una compilación de escritos que él dirigía y donde reclutaba plumas de primer nivel (Lenin reactivado es el título), así como la selección de textos preparada por Zizek (con introducciones de lujo) y editada por Akal, que además de Lenin incluía a revolucionarios de la talla de Robespierre, Trotsky y Mao. El libro sobre Lenin contemplaba únicamente los textos del último período, que era el que más interesaba a Zizek, igual que a mí. Territorios inexplorados, se llama oportunamente. Los Cuadernos Filosóficos y, de forma incompleta, los anotaciones sobre De la guerra de Clausewitz (que consulté en la Biblioteca Nacional, en un ejemplar que pertenecía a León Rozitchner, pero al que le faltaban algunas páginas sustanciosas), es lo más reciente que estudié de Lenin, hace ya más de cuatro años.
Las lecturas de Fabián, durante el gobierno de Cambiemos, pasaron por Lenin y el intercambio epistolar entre Perón y Cooke.
Mi relación con Lenin es la de un desengaño permanente. Cuando me dirigía a un texto suyo dominado por algún prejuicio, siempre me devolvía la impresión contraria, me despabilaba, me ponía frente a horizontes que hasta entonces ignoraba. Algo similar le sucedió a H.G.Wells—el célebre autor de La máquina del tiempo, El hombre invisible y La guerra de los mundos—cuando se entrevistó con el líder bolchevique en el Kremlin. Corría el año 1920 y, en medio de sus descripciones de un país devastado por la guerra, Wells se encontró con un soñador inteligente, franco y abierto a las novedades. Voy a enumerar, sin embargo, cuáles fueron esos gratos asombros que experimenté, cuando todavía no conocía el relato del cuatro veces candidato al Premio Nobel de Literatura:
1. Estaba seguro de que Lenin mantenía un control absoluto sobre el Partido, de que todos los grandes dirigentes respondían a él, o se “ordenaban” cuando daba a conocer su posición política en torno a un tema. También me imaginaba que Lenin, luego de una vida en el exilio, la clandestinidad y el camuflaje, era una persona que hacía culto de la paciencia aguerrida, que no se apuraba, que tenía nervios de acero. Pero pronto descubrí que la realidad estaba lejos de ser así. El Partido Comunista disfrutaba de una vida interna muy rica y apasionada, con congresos tumultuosos y polémicas antológicas. El mismísimo Lenin, de hecho, se vio en minoría en reiteradas ocasiones, incluso frente a problemas de sensible cariz. No hay ejemplo más paradigmático que la propia insurrección de octubre (podría mencionar, a la vez, la negociación de paz con los alemanes, donde la propuesta de Lenin, condensada en la frase “ceder espacio para ganar tiempo”, pierde la votación). Después de su icónico regreso a Petrogrado en abril de 1917, gracias al salvoconducto que le habilitan los alemanes, a Lenin le costó horrores acomodar la línea bolchevique. Se encontró con grandes resistencias hacia dentro del Comité Central. La mayoría de sus miembros exhibía inclinaciones moderadas y acordistas. Consideraban que antes de levantarse en armas (estrategia que Lenin compartía con Trotsky, luego de haber lanzado la consigna ¡Todo el Poder a los Soviets!, válida hasta la los acontecimientos de julio, esto es, la persecución que el gobierno provisional lanza sobre los bolcheviques y que obliga a actualizar la consigna política principal; la clave para Lenin siempre pasa por decir lo que existe) debían esperar la realización de la Asamblea Constituyente—que Kerenski postergaba sin cesar— o, a lo sumo, la celebración del Congreso Panruso de los Soviets. Estos precavidos “jefes” (entre quienes se contaban Kamenev, Zinoviev, Stalin) justificaron sus temores de quedar en minoría, de no estar interpretando bien el sentimiento de las masas, de carecer de la nafta suficiente para modificar la correlación de fuerzas. Tenían un julepe bárbaro, un miedo escénico al fracaso.
Y no es que Lenin estuviera libre de dudas. Hay una anécdota maravillosa sobre el diálogo entre Lenin y Trotsky la noche anterior a la toma del Palacio de Invierno, el momento en el que los bolcheviques cruzaron el Rubicón y entraron en la historia. En aquella hora dramática, los dos héroes de octubre sostuvieron una conversación en la intimidad. Lenin preguntó: ¿qué será de nosotros si fracasamos? La respuesta de Trotsky es sublime y deberíamos llevarla grabada en laurel: ¿qué será de nosotros si triunfamos? Ninguno de los dos vaciló. Octubre fue victorioso e inmortal. Pero para que aquello sucediera, Lenin necesitó primero incrementar el nivel de presión sobre sus pares. En las formas, no fue socarrón ni amable, no insistió con una persuasión de buenos modales. Lenin estaba loco, desesperado. De repente sintió que el tiempo se contraía, que no habría otra oportunidad igual. Los días equivalían a años. La intensidad que mostró en medio de semejante vorágine no tiene parangón alguno. Amenazó a sus camaradas, sin vueltas, de que si no apoyaban la revolución, se convertirían en unos traidores a la causa del proletariado. Puede comprobarse tamaño entusiasmo en su opúsculo La crisis ha madurado, que John Reed calificó como “una de las piezas de propaganda política más audaz que ha conocido el mundo”. Lenin eligió dividirlo en partes: unas para ser publicadas (el 7 de octubre en el periódico Rabochi Put o “Camino Obrero”, con el que los bolcheviques reemplazaron transitoriamente a Pravda, prohibido por el gobierno), mientras que el capítulo final se mantuvo en la privacidad (su existencia se conoció recién en 1924) y fue enviado en forma de carta a todos los dirigentes con responsabilidades en el Partido y en los Soviets. El texto, que empieza con la típica pregunta leninista (¿Qué hacer?), es un contundente llamado a la insurrección inmediata, a tomar el poder lo antes posible, porque esperar a que el Congreso Panruso de los Soviets fijara la fecha de un eventual golpe de Estado significaba darle al gobierno el tiempo que necesitaba para reagrupar a sus fuerzas militares y reprimir con dureza el levantamiento. Como todos los grandes documentos políticos de la historia, el texto de Lenin no puede ser reducido a un cálculo de probabilidades o a una estratagema. Es un texto cargado de angustia, que refleja lo dramático de la situación que se estaba viviendo, la incertidumbre, el sinsentido de dejar pasar una chance que quizás no se volvería a presentar. Lenin escribe que si los bolcheviques no actúan ya “se cubrirían de oprobio para siempre y quedarían reducidos a la nada como partido. Porque dejar pasar este momento y ‘esperar’ al Congreso de los Soviets es una idiotez completa o una traición completa”. Es en ese tenso marco que redacta el siguiente pasaje, con el que cierra su epístola:
“Al ver que el CC ha dejado incluso sin respuesta mis instancias en este sentido desde el comienzo de la Conferencia Democrática, que el Órgano Central tacha de mis artículos las alusiones a errores tan escandalosos de los bolcheviques como la vergonzosa decisión de participar en el Anteparlamento, de conceder puestos a los mencheviques en el Presídium del Soviet, etc., al ver todo eso, debo considerar que existe en ello una ‘sutil’ insinuación de la falta de deseo del CC hasta de discutir esta cuestión, una sutil insinuación del deseo de taparme la boca y de proponerme que me retire. Me veo obligado a dimitir de mi cargo en el CC, cosa que hago, y a reservarme la libertad de hacer agitación en las organizaciones de base del partido y en su congreso. Porque estoy profundamente convencido de que, si ‘esperamos’ al Congreso de los Soviets y dejamos ahora pasar el momento, hundiremos la revolución”.
Nótese que Lenin amenaza con renunciar a su puesto en el Comité Central, pero de ningún modo piensa en abandonar el partido. Un partido que, en aquel instante, titubeaba a la hora de tomar una de las decisiones más trascendentes de la historia de la humanidad. A pesar de eso, la protesta de Lenin se mantiene dentro de los canales orgánicos y toda la presión que mete se reduce a ir a hacer agitación a las bases y ser de nuevo un militante raso. Pero no para colgar a nadie ni para reparar un orgullo dañado, sino para forzar la decisión que demandaba la hora, haciéndose cargo de todo, incluso de lo que se le podía venir en contra. El resultado, no obstante y por suerte, fue favorable a Lenin y ha quedado registrado en todos los libros de historia.
2. Me introduje también en la obra de Lenin con la idea de que era dueño de un instinto político infalible, de cálculos maquinales y perfectos, de un olfato de sabueso entrenado. ¿No era, a fin de cuentas, un revolucionario profesional, el más consagrado de todos? Estudiando su larga trayectoria, sin embargo, comprendí que él también se equivocaba a menudo. No le daba vergüenza admitirlo. “Es más grave no reconocer un error que haberlo cometido”, solía decir. Sin embargo, hubo uno de esos errores que me dejó estupefacto. Fue un error feliz, gracias a Dios. En enero de 1917 Lenin leyó un informe sobre la revolución de 1905 en la Casa del Pueblo de Zurich, en una reunión con jóvenes obreros. Estaba en sintonía con lo que venía manifestando acerca de la guerra imperialista. Pronostica grandes cataclismos, insurrecciones populares, todo lo que ya sabemos. Pero hay un momento muy curioso, en el último párrafo, donde afirma: “nosotros, los de la vieja generación, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura”, pero arenga a la juventud a tomar su papel. Se le escapó que un mes después estallaría la revolución en Rusia y que en octubre (noviembre, en nuestro calendario) él estaría destinado a liderar el segundo gobierno socialista de la historia, después de la brevísima experiencia de la Comuna de París. Recibí una valiosa lección ese día. Ni los hombres son dioses, ni el mundo en el que vivimos se encuentra cerrado ante la irrupción imprevista de un acontecimiento. Hay que tener fe, sin cruzarse de brazos o echarse una siesta. Recuerdo un artículo de 1902 en el que Lenin, apenas superando los 30 años, interpretó, cual visionario inspirado y en una una prolongada diferencia de tiempo, lo que no pudo adivinar con la insurrección en la punta de sus narices. Escribe:
“Hemos hablado, durante todo el tiempo, sólo de preparación sistemática, metódica, pero con esto no hemos querido decir en modo alguno que la autocracia puede caer exclusivamente por un asedio acertado o por un asalto organizado. Semejante punto de vista sería de un doctrinario insensato. Al contrario, es plenamente posible, e históricamente mucho más probable, que la autocracia caiga bajo la presión de una de esas explosiones espontáneas o complicaciones políticas imprevistas, que siempre se ciernen por todas partes. Pero ningún partido político puede, sin caer en el aventurerismo, basar su actividad en semejantes explosiones y complicaciones. Nosotros tenemos que marchar por nuestro camino, llevar a cabo sin desfallecimientos nuestro trabajo sistemático, y cuanto menos contemos con lo inesperado, tanto más probable será que no nos coja desprevenidos ningún “viraje histórico”.
Estar preparados para el acontecimiento, estar organizados y saber qué es lo que queremos para cuando nos toque el turno, esa es la enseñanza metodológica primordial de Lenin. Es lo que le explica también Perón a Cooke sobre la revolución, que se debió a “la acción desarrollada por millones de predicadores que durante diez años actuaron en la preparación del estado insurreccional de la Rusia zarista”. Parece fácil pero no lo es. Los imprevistos son muchos. Y no siempre generosos. En uno de los momentos más álgidos de la revolución, cuando tenía que definirse el rumbo a seguir, Lenin se enfermó y se murió, sin poder asegurar una sucesión acorde a su pensamiento. Se murió de golpe, como se murieron Evita o Néstor (el caso de Perón en el 74 era un poco más esperable). Necesitamos aprender a lidiar con esos imponderables, sin que nos dejen desnudos y desamparados. La política, en definitiva, es el arte de la contingencia.
3. En el mismo sentido, yo creí que Lenin era un dogmático, un político demasiado rígido e inflexible, que moría con las botas puestas, sin cambiar nunca de opinión. En lo estratégico efectivamente lo era. Era fiel a una idea (el marxismo, la revolución proletaria) y no la negociaba por nada del mundo. Pero a nivel táctico era muy versátil. Cuidar sus convicciones no suponía inmovilizar la línea. Intuía cuando había que forzar la realidad y apretar la clavija de los hechos, y cuándo era su propia visión de las cosas la que tenía que ceder y aggiornarse al curso de los acontecimiento, no para que lo pasaran por arriba, sino para poder dirigirlos. Sus escritos de gobernante son esclarecedores. Un paso atrás, dos adelante, dijo para justificar la Nueva Política Económica, que para los doctrinarios fanáticos podía tener mal olor, y lo tenía. Pero Lenin comprendía, al igual que Perón, que lo importante es preservar lo fundamental, en su caso el gobierno de la alianza obrero-campesina y si para eso había que retroceder para acumular energía y así poder saltar con mayor impulso, no había que dudar ni un segundo. La NEP implicaba reconocerle a los campesinos su preponderancia en la estructura social rusa. Eran la enorme mayoría de la población. No se podía ejercer el poder requisando cosechas a cambio de papel mojado. Tampoco podía mantenerse la revolución si no mejoraba las condiciones materiales de vida, incluso si eso significaba hacer concesiones al capitalismo. El comunismo de guerra era el gobierno de una fortaleza sitiada. Si entonces el país podía ser reducido a un campamento militar, pues el centro de gravedad pasaba por derrotar a los blancos en la guerra civil, una vez concluida la contienda había que demostrar que los bolcheviques eran dignos de gobernar y que podían hacer más que fusilar delincuentes, especuladores y contrarrevolucionarios (esa dureza fue consecuencia de la ingenuidad primera de su blandura; por ejemplo, le perdonaron la vida a Krasnov cuando intentó reconquistar Petrogrado, a cambio de un juramento de obediencia a las nuevas autoridades, y el cosaco se dedicaría luego a sublevar regiones enteras del país contra los bolcheviques, y ni hablemos de los atentados que sufrieron Lenin y otros a finales de 1918). La reconstrucción de la economía se volvió para Lenin la tarea esencial y con ella la revolución cultural que debía acompañarla. De repente, el Partido Comunista, que había nacionalizado la tierra, la industria, el sistema financiero y el comercio exterior, tenía que ocuparse de introducir nociones básicas de civilización (occidental) en la atrasada Rusia. A Lenin no le incomodó, ni le tembló el pulso al lanzar su “plan cooperativo”, ni al elogiar los métodos fordistas de producción, ni al poner directores en las empresas, ni al cooptar técnicos y especialistas del Antiguo Régimen en la administración y en el Ejército, ni al rehabilitar las inversiones extranjeras en determinas áreas. Tomadas las propiedades de la burguesía, no se podía distribuir la miseria. Había que producir y producir armónicamente, manteniendo un equilibrio justo entre el campo y la ciudad. Robarle a los campesinos para que en las ciudades la gente no se muriera de hambre no era una opción sostenible en el tiempo. El pueblo ha dado al gobierno un pagaré, explica Lenin, “pero en el pagaré no se indica cuándo vence ni por su texto se entera uno cuándo será reclamado”. Aprender, aprender, aprender, fue lo que Lenin encomendó a sus camaradas de Partido. Nada de superioridad moral, nada de presumir, nada de creerse mejores que el mujik, ni que el ingeniero, ni que el empleado. “Si nos fijamos en Moscú, con sus 4.700 comunistas ocupando cargos de responsabilidad, y observamos esta mole burocrática, debemos preguntarnos: ¿quién dirige a quién? Pongo muy en duda que se pueda decir que los comunistas dirigen esa mole. A decir verdad, no son ellos los que conducen, sino los conducidos”. Con fervor y heroísmo no alcanza, hay que saber hacer el trabajo práctico de todos los días, de manera solidaria y mancomunada, así como llevar adelante un programa de ilustración burguesa que eleve el nivel medio de cultura y enseñe a los rusos a comerciar, luego de erradicar el analfabetismo. Los bolcheviques no están de paso en el gobierno para improvisar, sermonear y hacer autobombo. Al principio, publicaban decretos de a montones, porque les servía para hacer propaganda. Ahora tienen que demostrar resultados. Dice Lenin en otro lugar:
“Nuestro enemigo, en el momento actual y en este periodo, no es el mismo que se nos enfrentó ayer. No son las hordas de guardias blancos bajo el mando de terratenientes apoyados por todos los mencheviques y eseristas, por la burguesía internacional en su conjunto. Nuestro enemigo es la economía cotidiana, en un país de pequeños campesinos, con una industria arruinada. Nuestro enemigo son los elementos pequeñoburgueses, que nos rodean como el aire y penetran profundamente en las filas del proletariado. Y el proletariado está desclasado, es decir, desviado de su senda de clase. Las fábricas y talleres están paralizados; el proletariado, debilitado, disperso y agotado (...) No necesitamos frases, sino hechos (...) En la medida en que logremos esto, conseguiremos la afluencia de nuevas fuerzas, tal vez no tan rápidamente como cada uno de nosotros quisiera, pero no obstante lo lograremos”.
Nada de lo cual se puede hacer, agrega Lenin, sin perderle el respeto a los hábitos burocráticos adquiridos. De la lengua para afuera, son todos unos “revolucionarios terribles”. Pero después, “en el terreno de la veneración de los superiores y de la observancia de las formas y los ritos de la tramitación de los expedientes, nuestro ‘revolucionarismo’ es reemplazado a menudo por una rutina de lo más rancia. En este dominio se puede ver muchas veces un fenómeno interesantísimo: cómo un gran salto adelante en la vida de la sociedad va asociado a una monstruosa timidez ante los menores cambios”. Mi opinión es que los mejores textos de Lenin y Trotsky pertenecen a este período completamente creativo, en el que no hay Biblia que fije la norma (oportunamente Gramsci llamó a la revolución rusa la revolución contra El capital de Marx, porque rompía todos los esquemas), ni experiencia histórica que imitar. Los bolcheviques están solos frente a su imaginación, audacia, disciplina y perseverancia: inventar o errar. ¿Qué hacer cuando todos se quieren volver a sus casas y tener las necesidades básicas resueltas? Con esa pregunta tienen que lidiar. Entonces Trotsky escribe sus Problemas de la vida cotidiana (con piezas memorables como No solo de política vive el hombre, De la vieja a la nueva familia, Civilidad y cortesía, La lucha por un lenguaje culto, etc.), que junto con Revolución y Cultura y algunas cosas de Terrorismo y Comunismo (polémica con Kautsky, de los estertores de la guerra civil) componen lo más ingenioso de su genial obra. En el caso de Lenin, tenemos, por ejemplo, Notas de un publicita, Sobre la educación, Sobre las cooperativas, Nuestra revolución o Más vale poco y bueno. Son joyas sin desperdicio, que merecen ser estudiados con detenimiento. Y, sin embargo, de alguna manera, Lenin estaba planteando que lo que estaban haciendo en la Unión Soviética era rediscutir el marxismo en sus convicciones más arraigadas. “¿Y si una situación absolutamente sin salida que, por eso mismo, decuplicaba las fuerzas de los obreros y los campesinos, nos brindaba la posibilidad de pasar—de distinta manera que en todos los demás países del Occidente de Europa—a la creación de las premisas fundamentales de la civilización?”, se preguntaba. Qué lejos estamos del “etapismo” que predominará luego—durante el largo invierno stalinista—y se impondrá desde la Comintern, como libro cerrado, a todos los Partidos Comunistas del planeta. Y mientras tanto, esta formidable experimentación debe coincidir con una lucha a cielo abierto y también soterrada contra la burocracia que se fue enquistando en el Estado y en el Partido y que Lenin ve con total claridad que no se puede extirpar de un solo golpe, como en una operación quirúrgica. “La lucha contra la burocracia, en un país campesino y tremendamente agotado, requiere mucho tiempo, y esta lucha hay que librarla con tenacidad, sin desanimarse ante el primer fracaso. ¿’Extirpar’ las ‘direcciones principales’? Tonterías. ¿Con qué piensa sustituirlas? No lo sabe. Usted no debe extirparlas, sino depurarlas, curarlas, curarlas y depurarlas decenas y cientos de veces. Y no desanimarse”, le escribe en una carta a Sókolov, secretario del “Departamento para administrar los bienes evacuados de Polonia”.
4. Como cualquier lector de Lenin, padecí el abrupto contraste entre sus dos libros más conocidos, que parecen negarse el uno al otro. El ¿Qué hacer? goza hoy de mala fama y yo lo leí por vez primera sabiendo que era un texto muy trillado y manoseado, con cierta carga de estigma, que le endilga ser un manifiesto vanguardista y militarista, que condicionó luego, de manera negativa, toda la historia de los bolcheviques, los Partidos Comunistas y los socialismos realmente existentes. Sin embargo, en sus páginas pude respirar la importancia de la organización por sobre la espontaneidad, de la disciplina por sobre el individualismo liberal, de la paciencia por sobre la ansiedad y de la perseverancia y la fidelidad por sobre la claudicación. Ninguna de sus fórmulas programáticas, no obstante, puede desprenderse del contexto en el que fue escrito: la autocracia zarista, con su cruel opresión de las masas populares. Con acierto, Dunayevskaya se lamentaba de que Lenin no hubiese vuelto a escribir una teoría de la organización, con la experiencia de la revolución encima. Tal vez no hubiese variado lo fundamental. Por supuesto que es difícil creer actualmente en un partido que se arroga encarnar la ciencia del materialismo histórico—ni siquiera creemos en el materialismo histórico— o representar sin fisuras los intereses del proletariado—Wells, que no sé si había leído a Bernstein, le dijo a Lenin en la cara que en Inglaterra había doscientos proletariados distintos. Pero sigo sin pensar que es descabellada la idea de introducir la conciencia política desde afuera. Uno no cultiva su conciencia política de manera gradual y progresiva en su vida ordinaria. Siempre necesita algún sacudón e interpelación.
Ahora bien, si en ese clásico de comienzos de siglo Lenin habla de la creación del partido de los trabajadores (entonces socialdemócrata) y su línea, lógica y protocolo de funcionamiento, en El Estado y la Revolución, escrito al filo de octubre del 17, el partido brilla por su ausencia. Es como si los Soviets se llevaran toda la atención y el partido resultara superfluo. Lo cual es una gran contradicción con lo que ocurrió luego, y deja sin reflexionar la tensión dialéctica inevitable entre las instituciones soviéticas y el partido centralista y verticalista que se hace cargo de gobernar aquel Estado durante el llamado período de transición. Por momentos genera la sensación de estar leyendo a un anarquista y no a Lenin. Es la imagen ya no del estratega pragmático y conspirador, del genio del cálculo, del jefe de temperamento frío, duro e implacable, sino la del soñador esperanzado que en medio de la carnicería humana de la Primera Guerra Mundial no se dejó atrapar por el cinismo socialpatriota. Wells lo definió como “el soñador del Kremlin”, pero por su ideal de electrificar toda Rusia, no por su apelación a los Soviets. Recordemos que Lenin pensaba el comunismo como Soviets más electrificación (y Jacques Martin completaba la fórmula añadiendo psicoanálisis). La electrificación fue una realidad que el Partido Comunista llegó a concretar. No así la democracia soviética, que se consumió rápidamente, frente al crecimiento vertiginoso de la burocracia.
Pues bien: ¿qué dice Lenin? Que la lucha de clases debe recrudecer el antagonismo con la burguesía (Schmitt veía en esa tremenda intensidad el momento hiperpolítico del marxismo, capaz de eclipsar su profecía de extinción de la política en la sociedad sin clases) y llevar el proceso revolucionario al punto de tomar el aparato estatal—Gramsci reformularía “devenir Estado”—y constituir la dictadura del proletariado, que es lo que define al marxismo en sentido estricto. Pero para ser, la dictadura del proletariado tiene que asumir la tarea de la destrucción del aparato represivo del Estado—a los aparatos ideológicos, difusores de hegemonía burguesa, hay que hacerles la guerra de posiciones, la batalla cultural, según Gramsci y Althusser—. Destrucción. Suena demasiado fuerte para nuestros oídos posmodernos, habituados a la más amable deconstrucción. Pero no: Lenin habla de hacer volar por los aires la máquina. Porque esa máquina no se puede gobernar. Más de medio siglo los distancian y, sin embargo, el jefe bolchevique parece estar advirtiendo a Salvador Allende de que su vía pacífica al socialismo se encuentra destinada al fracaso. De alguna manera, en El Estado y la Revolución, cuya escritura Lenin interrumpe en medio de la insurrección de octubre, se anticipa intuitivamente a los meses venideros, donde el gobierno bolchevique deberá enfrentar huelgas, sabotajes y sublevaciones. El resultado inmediato será la guerra civil. No había forma de evitarla. El Estado ni concentra todo el poder ni es un aparato neutral, consagrado a obedecer a sus respectivos y transitorios amos. No: el Estado tiene sus propios canales secretos, sus propias lógicas, su propia inteligencia. La revolución que asalta el poder del Estado está obligada luego a dirigir sus fuerzas contra él. Solo que en un principio, irónicamente, no hay Estado. Existen muchas dictaduras, señores de la guerra, Soviets que se manejan sin responder a ningún centro y reclamando soberanía para el pedazo de tierra que administran. El Ejército Rojo impondrá la paz por las armas, pero no por la economía. Como mencioné antes, la fragmentación económica de la Unión Soviética es abismal mientras Lenin vive. Por eso el partido cumple una misión centralizadora (a pesar de que Lenin era un defensor del federalismo y la descentralización, como demostró en sus polémicas finales contra Stalin por la cuestión de Georgia), que en cierta medida perjudica la autonomía de los Soviets.
Dicho esto, es una obviedad que Lenin era consciente de que un peón rural o una cocinera no podrían hacerse cargo del Estado de un día para el otro, porque hay que vencer el atraso cultural, el analfabetismo, el hambre, la anarquía. Pero no existe ningún límite real que impida la autoeducación del pueblo, la posibilidad de que todos y todas se conviertan en dirigentes. No burócratas, no expertos, no políticos profesionales. Lenin presenta la hipótesis más osada y radical alguna vez formulada: la cocinera como estadista. Se dirá que fue solo un sueño fugaz y pasajero. ¡Pero qué bello, maravilloso, formidable sueño! ¿Alteraba la realpolitik del gobierno las bellísimas esperanzas de El Estado y la Revolución? ¿No había manifestado allí Lenin que quería la revolución socialista “con hombres como los de hoy”? Hombres y mujeres egoístas, competitivos, imperfectos. Hombres y mujeres que podían ser mejores. Se trataba de revitalizar la iniciativa de las masas, pero luego de los sacrificios inmensos que demandó la guerra civil (muchísimos cuadros murieron en el frente), el gobierno no estaba en condiciones de exigir más. Debía, antes que nada, exhibir resultados, convencer a todo el mundo (nacionales y extranjeros) de que podía gobernar mejor que el zarismo. Gobernar mejor, en tales circunstancias, suponía que las personas no murieran de hambre, en epidemias y otros flagelos por el estilo. Lenin, no obstante, nunca pensó en renunciar a sus deseos más profundos. El aumento de la producción y de la eficiencia distributiva como necesidades urgentes siempre se mantuvo ligado con la idea de la revolución cultural, que los chinos harían suya décadas más tarde. Eso explica su obsesión por organizar a la sociedad en cooperativas y por encomedarle a los comunistas que se formaran de manera incesante (¡estudiar, estudiar y estudiar!). Se sabe que desde 1917 hasta su muerte la insistencia de Lenin para que el pueblo entero participara en política es total. Pero de ninguna manera quita su obsesión por organizar el movimiento. Al argumentar que “las bases del partido son diez veces más revolucionarias que los líderes y las masas afuera son diez veces más revolucionarias que las bases”, Lenin no negaba la centralidad del Partido, sino que postulaba su íntegra confianza en las masas. Los dirigentes y militantes, sin las masas y su fuerza, no son nada. Es su declaración más maoísta, su teorema más osado.
León Trosky.
5. Finalmente, imaginaba un Lenin hiperactivista, que nunca dejaba de conspirar, de convencer, de construir. En parte es cierto y de ahí el estrés que lo llevó a la muerte. Pero maravillado quedé al enterarme que tras la infamia socialdemócrata de 1914, cuando los herederos del marxismo votaron en el Parlamento los créditos de guerra y la Segunda Internacional sufrió un colapso terminal, Lenin entendió, conmovido por aquel golpe traicionero, que no tenía sentido apurar los acontecimientos, que las propias masas tenían que darse cuenta del delirio criminal que significaba la guerra y que los bolcheviques deberían estar preparados para transformar la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria. Entonces se retiró a leer la Lógica de Hegel y luego De la guerra de Clausewitz, en su exilio suizo. El gran revolucionario profesional guardado en su gabinete de estudio durante la contienda más trágica y calamitosa. Había que tener claridad, y la tuvo. No en vano Carl Schmitt, en su Teoría del partisano, definió aquella doble lectura (de Clausewitz a través de Hegel) y sus respectivas anotaciones como uno de los documentos más extraordinarios de la historia universal, en tanto implicaban la alianza entre el partisano y la filosofía, así como la doctrina de Marx supuso la alianza de la filosofía clásica alemana con el movimiento obrero organizado. La misma actitud reflexiva y contemplativa resuena en la escritura de El Estado y la Revolución, que Lenin llevó a cabo mientras estaba escondido en Finlandia, como prófugo de la policía de Kerenski. Una consigna política bien direccionada, que apunte al hueso del asunto, puede hacer más que muchas movilizaciones juntas. Del planteo justo, emerge una situación de Verdad. La verdad no es resultado de una negociación, de una síntesis de opuestos ni de una unidad abstracta; al contrario, se manifiesta en una posición partidista, comprometida, que abre el camino para que advenga lo que la tradición hegeliana ha denominado como un singular universal. Lenin descubrió en aquellos años de plomo que con los socialdemócratas no podía ir a ningún lado, como comprobó en 1917 respecto a los mencheviques y socialistas revolucionarios. Contra la falsa prédica de la unidad, su bautismo hegeliano lo persuadió de que no siempre la escisión o la división restan. A veces también suman, hacen existente lo que hasta ese momento no lo era. Y las fuerzas que se creían existentes se ven en el espejo como lo que en verdad son: puros fantasmas retrógrados. La escisión en Lenin no es la ruptura de los grupúsculos trotskistas, que por razones nimias hacen la fracción de la fracción de la fracción. Es una escisión que irrumpe en el centro de gravedad de una situación política inestable. Las verdades no se desprenden de los grandes números. Emergen, a menudo, de las posiciones desesperadas, solitarias y corajudas, que captan un estado de ánimo confuso y le aportan la necesaria luz para replantearlo todo. El militante revolucionario, como expresó Althusser en su lectura maquiaveliana de Lenin, debe pensar y actuar en el límite, en el riesgo desprovisto de garantías. Dijo una vez Georg Lukács que “la fuerza teorética de Lenin se debe a que contempla toda categoría—por abstractamente filosófica que sea—desde el punto de vista de su acción en la práctica humana y, al mismo tiempo y ante toda acción-—que para él ha de basarse siempre en el análisis concreto de la situación concreta de cada caso—pone el análisis en una conexión orgánica y dialéctica con los principios del marxismo. Por eso no es Lenin, en el sentido estricto de la palabra, ni un teórico ni un práctico, sino un profundo pensador de la práctica, un apasionado traductor de la teoría a la práctica, un hombre cuya aguda mirada se fija siempre en el punto de mutación en el cual la teoría pasa a ser práctica y la práctica teoría.” Es contrafáctico, pero quizá si Lenin se limitaba a protestar contra los socialdemócratas, a denunciar al imperialismo con injurias, si no volvía a Hegel, la Revolución de Octubre jamás hubiese ocurrido y la anarquía “libertaria” que primó en Rusia hubiese sido erradicada por la derecha, como la Revolución de Noviembre en Alemania. Es lo que no entienden los nostálgicos de febrero, los que interpretaron octubre como una contrarrevolución del Partido contra los Soviets. La visión retrospectiva de febrero como un paraíso asambleario, donde florecieron mil flores, donde brotaban Soviets por doquier, sólo es posible gracias a octubre y el inmenso esfuerzo de los bolcheviques para superar el caos y ordenar el país después del derrumbe del Estado y su economía. Si luego los Soviets se apagaron, es otra historia, pero de ninguna manera octubre fue el pecado que justificó la expulsión del Jardín del Edén.
Ya dije que la influencia de mis lecturas de Lenin fue total entre el 2016 y el 2019. Entonces me interesaban dos puntos. Antes que nada, la movilización popular para derrotar al macrismo y eso tenía que hacerse a partir de líneas programáticas, con enunciados y consignas que sintetizaran los sentimientos y expectativas de las masas y que, sobre todo, habilitaran un “canal de subjetividad” para la configuración de un pueblo con la necesaria densidad histórica para hacerse cargo de una situación crítica. Y acá aparecía el segundo problema: ¿qué hacer el día después? ¿Bastaba una alianza electoral, una coalición entre partidos del viejo sistema? ¿O necesitábamos apoyarnos en una fuerza que empujara las transformaciones que había que llevar adelante y cortara con su espada de Damocles los nudos estratégicos del momento presente, en dialéctica con el liderazgo de Cristina? Sobre el tema venían pensando Zizek e Íñigo Errejón (“yo pienso que lo más radical del evento revolucionario no es, en la metáfora clásica, asaltar durante la noche el Palacio de Invierno, sino cuando al día siguiente los bolcheviques son capaces de garantizar el orden público”). En la no formulación de estos interrogantes, presentí el fracaso del Frente de Todos bastante antes de que cometiera sus primeros deslices.
Más adelante aprendí, con Mario Tronti, que la política no consiste apenas en golpear donde duele o en el eslabón más débil del dispositivo enemigo, sino donde nosotros somos más fuertes, donde estamos mejor organizados. La revolución comenzó en Petrogrado y tuvo éxito no porque Rusia fuera un país frágil y expuesto sino porque la capital era la ciudad de mayor concentración industrial del mundo en aquel momento, y una clase obrera con altos niveles de conciencia y que sabía lo que quería podía hacer posible lo imposible. Pero volviendo a la problemática de qué hacer con el poder, que nunca es todo el poder, que por lo general es una fracción muy chica y que, por lo tanto, obliga a reforzarlo, el Frente de Todos demostró, hasta que irrumpió sorpresivamente la pandemia, que no tenía ni idea. La pandemia, que pienso que para nuestra generación es el equivalente de la Primera Guerra Mundial, nos pateó el tablero y nos concedió la posibilidad de recalcular y arriesgar soluciones inéditas. Si no sucedió, no fue solo por culpa de un gobierno pusilánime, sino porque nosotros mismos, las bases militantes, ni siquiera teníamos madurada la situación. Por eso, haciendo valer la analogía histórica, volví a pensar en Lenin en aquel año dramático del 2020. Llegué a la conclusión de que también nosotros teníamos que replegarnos a estudiar “la Lógica de Hegel”, a comprender la dialéctica. Pero no lo hicimos. Tuvimos un Kerenski al que criticamos sin piedad, porque nos parecía tibio y desleal, pero no fuimos bolcheviques para aprovechar el momento justo, con las consignas justas y la fuerza justa. Entonces vinieron los blancos, nos aplastaron y restauraron el zarismo.
Segunda Parte:
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