Para mi amor, por ese instante de alerta.
Precariedad. Eso pensé cuando vi la serie sobre la masacre de Cromañón. La precariedad del país, de los pibes en ese entonces, de la noche porteña, del rocanrol.
La historia que se narra funciona quizás como una excusa para contar otras cosas, para hacer un retrato de una época.
Argentina había atravesado el 2001, el que se vayan todos, y las imágenes de los muertos en Plaza de Mayo o en las escalinatas del Congreso todavía estaban frescas. Tuvimos un presidente que escapó en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada. Todo roto. Un país que empezaba a volver a andar. Y eso se percibe en la serie. ¿Qué lugar tenían los pibes y pibas de los barrios en ese escenario?
En esta historia, Malena, una de las protagonistas toca la guitarra y compone canciones. La música aparece en ella como eso que la hace vibrar, donde encuentra un poco de sal. El padre de su novio -Luis Machín, en un papel imponente-, dice que todavía está “perdida”. “¿Quién no está perdido a los 19 años?”, comenta. Su viejo está borrado, o eso se intuye, y su mamá tiene un kiosco delante de su casa, en Villa Celina. El novio, Lucas, es un pibe de clase media, con un padre abogado, tienen más recursos. Su deseo está puesto en el trabajo social con los chicos del barrio, les da clases de fútbol, les consigue los materiales para hacer una canchita, forma parte de una agrupación política. Y después hay otros personajes, todos vecinos, que tienen una banda y ensayan justo enfrente de la casa del kiosco. Fantasean con telonear a Callejeros. Hacen rocanrol, y todas sus expresiones y sus formas, la ropa que usan, los modismos, se ubican dentro de ese universo, de esa tribu rollinga que tuvo tanto auge por esos años. También hay dos hermanas, una trabaja en Cromañón. La otra hace patín, quiere participar de un torneo, y ahí está su búsqueda. Son todos amigos, ranchean juntos, toman una pepa en navidad, fuman porro, comparten una birra, juegan al metegol. Quieren ir a las tres fechas que va a hacer Callejeros para cerrar el año.
Tienen la risa desfachatada de la juventud, sus dramas amorosos, la certeza de que esa pequeña comunidad que armaron es un lugar seguro, invulnerable.
El rock como aquel nicho en donde la juventud encontró un lugar de pertenencia, y una identidad. En un contexto social y político que venía de hambrear y ajustar a una sociedad ya saturada, la juventud no tenía espacios. Y ni siquiera era que solamente no tenía espacios. La juventud cargaba con un estigma social. Era convocada a la desesperanza. La oferta disponible incluía un combo de individualismo y abatimiento generalizado. Los recitales, la música, se erigieron entonces como la contracultura. Un refugio, una vía para presentarle pelea a un sistema que expulsaba y marginaba. Un lugar donde construir solidaridad, cuerpo colectivo.
La serie se puede ver en Prime Video.
La serie se estructura en torno a la historia de esos amigos, y avanza cronológicamente por los tres recitales que da Callejeros en Cromañón en diciembre de 2004. En las dos primeras fechas, se prende una alerta para el espectador. Las bengalas dentro del boliche, los baños atestados de gente, el calor agobiante, la transpiración, la concurrencia masiva por sobre la capacidad del lugar. Lo percibe el espectador, lo nota el personaje que interpreta a Omar Chabán, e inquieta a Julia, la chica que trabaja en el baño de Cromañón, y que es la única que en algún momento advierte sobre las condiciones deficitarias del boliche. Julia llena botellas de agua y las va administrando, las reparte a las chicas que entran a los baños y que están al borde del desmayo. “No quiero dejar de trabajar en Cromañón, quiero que Cromañón cambie”.
Porque claro, Cromañón, y Cemento en mayor medida, fueron en aquel momento la cuna de esa contracultura rockera. Un espacio que los acercó al arte, a la música. Un lugar que sentían propio. “Éramos los reyes de los recitales”, me dijo alguien que sobrevivió a esa noche del espanto. Toda una identidad construida ahí.
El capítulo del incendio es estremecedor. Desde muchas aristas. Pero creo que lo más doloroso es ver la transformación de los pibes. Observar cómo algo se apaga, esa vitalidad, esa cadencia, ese placer. Se terminó la fiesta. En un sentido amplio. Y terminó de la peor forma posible. La muerte se les vino encima, y cubrió sus vidas. Y no fue solo tristeza. La culpa fue una marca de guerra que la serie logró retratar muy bien. ¿Por qué yo sí y los otros no? ¿Qué hice yo o que dejé de hacer para sobrevivir? ¿Qué más podría haber hecho? Una impronta que se repite en los relatos de sobrevivientes de distintas experiencias. Cuando se decide a declarar en el juicio, Malena pide un momento para dirigirse ante el tribunal: 'cuando nacés la vida te la dan tus viejos, pero cuando estás sobreviviendo te la tenés que crear vos solo. De cero. Porque todo el mundo que conocías ya no existe más.' La serie machaca fuerte con esas transformaciones de los sobrevivientes, en como sus trayectorias de vida se interrumpen esa noche para generar otras nuevas.
Otro de los aspectos que hacen de ese episodio una experiencia conmovedora, es detectar lo evitable. En un plano de lo concreto, Chabán que alertaba por el micrófono que eran muchos, la bengala sin dudas, la coima a los inspectores que habilitaron el boliche, el candado en la puerta de emergencia. La cantidad de pibes que siguieron el cartel luminoso de salida porque entendieron, como hubiera hecho cualquiera porque es el lenguaje universal ante una emergencia, que ahí había efectivamente una vía de escape, y la trampa mortal que implicó eso.
Y un tercer aspecto que resalta de ese capitulo es la solidaridad. Ese 30 de diciembre, dentro de Cromañón, hubo solidaridad, hubo actos de amor. Antes de que las ambulancias y la policía llegaran, hubo un momento de organización automática y espontánea que llevó a que muchos chicos volvieran a entrar al boliche a sacar gente, familiares, amigos, pero también desconocidos. Y fueron esos los pibes que cultivaron mayoritariamente la lista de fallecidos. Esa convocatoria al individualismo que proponía el sistema se quebró ahí mismo, esa noche.
La serie avanza y se cuela en la intimidad de esas familias que quedaron rotas, desintegradas. Y explora los inicios de lo que fue una organización que creció al calor de la búsqueda de memoria, verdad y justicia, y que luchó contra un Estado ausente, que había sido cómplice, y que intentaba proteger y garantizar la impunidad con un discurso que estigmatizaba y condenaba a las víctimas. Familias en su mayoría sin recursos, desorientadas, que encontraron en ese espacio colectivo algo que las alojó y las hizo parte dealgo más grande. Sobrevivientes que entendieron que tramitar el dolor con otros es más fácil.
Es el país de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.
Veinte años después de la masacre de Cromañón, se estrena esta serie. Y cuán importante es el arte, el cine para custodiar y apoyar la memoria de los pueblos. Veinte años después, todos nos acordamos de qué estábamos haciendo la noche que se incendió el boliche. Es una herida colectiva que solo es posible cerrar con la obstinación del ejercicio de hacer memoria, de hacernos cargo de que Cromañón nos pasó a todos, nos atraviesa a todos, nos transformó a todos. Porque nadie se salva solo. Y es también nuestra repsonsabilidad formar parte de la transmisión de lo que ocurrió, para que Nunca Más vuelva a suceder.
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