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Cada tanto surgen asuntos que, por equis razones, convocan de manera insólita y urgente a sumar nuestro propio voto o veto: en estos días, por ejemplo, todos queremos expresarnos sobre El Eternauta en Argentina. Resulta intrigante la naturaleza de eso que en esta forma imperiosa se apodera de nuestras ganas de ser parte de un evento al menos con nuestra palabra. ¿Está en ello el secreto, quizás, de lo colectivo? ¿O de una determinada concepción de lo colectivo, cuando menos?
Como un leitmotiv, se insiste hasta el cansancio y hasta cierto punto irreflexivamente que la esencia de El Eternauta resulta el héroe colectivo. Quien lo dijo fue su propio creador, H. Oesterheld, hace muchísimos años, cuando le preguntaron qué le gustaba de esa historia. Darin, el actor principal de la serie, simplemente lo imitó cuando le consultaron por lo mismo antes del estreno. Y hoy, la publicidad junto con los espectadores, lo repetimos a coro.
Se apunta que, supuestamente, no habría un protagonista individual pues a la resistencia la lleva adelante un grupo de amigos que van imponiéndose entre ellos, alternativamente, para y según el desarrollo de la historia. En cierto modo, eso no tendría nada en sí mismo de especialmente novedoso: es algo que puede observarse en cualquier grupo comando de toda película de guerra. Por otra parte, sin embargo, es obvio que la serie está centrada en Juan Salvo, y que su persona incluso es esencial para que la historia misma, como se verá quizás al final - si es que la serie de Netflix resulta fiel al argumento original -, llegue a realizarse.
Otra forma más consistente de considerar al Eternauta como una historia sobre el héroe colectivo es el supuesto de que ella nos enseña que nadie se salva solo. Algo que en la serie está incluso más presente aún que en la historieta original, sin duda, al detallar muy bien el proceso por el cual ese incipiente estado de ley de la selva inicial se va paulatinamente organizando. Pero esto mismo habría que ponerlo también en suspenso dado que, en definitiva, quien logra poner orden a la resistencia es una institución jerárquica con mandos centralizados: el Ejército. Este sentido resulta manifiesto deliberadamente casi en el tono destemplado y autoritario que utilizan los efectivos militares, en contraste con el intimista de los protagonistas.
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Aún coincidiendo con Oesterheld, por otra parte, y aceptando humildemente el juicio general de que la esencia de El Eternauta sea el héroe colectivo, hay otra cuestión digna de considerar desde un análisis político más fino: que el héroe no resulte individual, sino colectivo, no quita que siga siendo un héroe. Y no cabe duda de que éste es el motivo por el cual El Eternauta se convirtió en tendencia y todos queremos ser parte diciendo algo al respecto: en un tiempo desangelado como el que vivimos, la restauración de una épica resulta una tabla de salvación y nos aferramos a ella sin reparar en daños.
La armazón tradicional entre lo colectivo y el heroísmo es algo que esta muy bien, sin embargo, para organizar la ficción. Pero la vida de todos los días no se guiona como una película de acción. Y si bien tampoco se parece a una telenovela mexicana, su argumento se trama en pequeñas y sutiles alternativas más ligadas en cambio a la comedia que a la epopeya. Volver a identificar hoy a lo colectivo con el heroísmo, por lo tanto, sólo distrae nuestra energía con falsos sueños que tienen relación directa con una reflexión nunca saldada respecto de la lucha armada como forma de emancipación. Y no querer encararla es lo que nos mantiene hoy, en la vida real, sin poder pasar a una verdadera ofensiva.
La identificación de lo colectivo con el heroísmo remite por supuesto a su configuración más tradicional: esa donde la unidad se logra a partir y en función de la necesidad de enfrentar a un enemigo. Pero es precisamente ésta la trampa en la que vez tras vez caemos. Y en la que obviamente seguiremos cayendo, porque el enemigo sin duda existe y nosotros no somos de palo. Pero una cosa es permanecer en la trampa sin verla y creer que el enemigo es quien nos constituye, y muy otra cosa es caer sabiendo o sintiendo que somos capaces de apostar a una forma de lo común sin fronteras y, por lo tanto, sin épica alguna.
El fenómeno Eternauta tiene una indudable virtud: la de graficar esa sensación que hoy muchos tenemos de encontrarnos en el mundo real ante una situación límite y excepcional que, a la vez, no nos atañe sólo en términos individuales o regionales sino que implica un momento de quiebre para la entera humanidad. Pero precisamente por eso es tan necesario meditar seriamente respecto a la forma como El Eternauta nos interpela emocionalmente, dado que si hoy buscamos una forma de enfrentar al fascismo es porque resulta imperioso no hacerlo justo en los mismos términos de aquello que resulta tan sencillo sin embargo denunciar.
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Lo que a los argentinos más nos enorgullece es lo que mejor evidencia, lamentablemente, nuestra falta de amor propio: nos encanta que venga gente de afuera a hacer una serie de ciencia ficción con una historia que ocurre en sitios por todos nosotros reconocidos. Si la batalla de la General Paz estuvo tan bien realizada, es de suponer que la de River y la del Congreso sean apoteóticas, y es previsible también que la audiencia crezca en relación directamente proporcional al orgullo que nos da saber que se está haciendo una serie de nivel internacional que se ve en todo el mundo de manera simultánea.
El director de la serie, Stagnaro, se complace entonces diciendo que puso como condiciones para realizarla que los actores y productores fueran argentinos. Pero fue Netflix la que eligió a Darín en el papel principal y los cambios en la historia original giran, silenciosamente, en relación con esta elección: todos los protagonistas son generación Malvinas, y los jóvenes en la serie son mero decorado. Pero si este Eternauta malvinero - que por supuesto es un agregado a la historia de Stagnaro dictado, muy probablemente, por la edad del actor impuesto - puede resultar una nota de color interesante para los argentinos, en realidad cambia sustancialmente la historia original por el mero hecho de que le da un sentido: sabe combatir.
El Juan Salvo de Netflix es un veterano de Malvinas. Descubre en seguida cómo matar a los bichos apuntando a su cabeza, y se va imponiendo paulatinamente por sobre los demás del grupo. Pero este guiño cómplice, supuestamente antiimperialista, en realidad entronca en el imaginario colectivo justamente con su contrario: el de tantos yanquis o europeos, veteranos en la ficción de Vietnam o Afganistán, que luego en circunstancias cotidianas de su país la historia los hace héroes. Si nos encanta El Eternauta malvinero de Netflix no es tanto porque mencione algo de nuestra historia reciente sino entonces, muy probablemente, porque empasta nuestra argentinidad con esa misma brocha que en el norte global pinta todo y estamos ya acostumbrados a consumir.
Mas que demostrar orgullo de ser argentinos, cuando nos vanagloriamos por jugar en las ligas mayores damos cuenta, al revés, que nunca aprendimos a desprendernos de una mentalidad colonial. De lo cual no se sigue de ninguna manera la supuesta indicación o recomendación de dejar de ver Netflix, o de no continuar disfrutando las temporadas sucesivas de El Eternauta en esa plataforma sino, mas bien, la sugerencia a reírnos un poquito de nuestro chauvinismo y nunca dejar de preguntarnos, sobre todo, por la posibilidad de ser al fin por nosotros mismos, sin esperar ser reconocidos.
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