Reelección no mata República (parte uno)
La inestabilidad viene de lejos
Con sus últimos fallos, que suspendieron los comicios en Tucumán y San Juan, y que declararon la inconstitucionalidad de la candidatura de Sergio Uñac para gobernador de esta última provincia, la Corte Suprema de Justicia de la Nación reavivó un viejo debate que, cada cierta cantidad de años, vuelve a aparecer en los derroteros de la historia argentina: el supuesto carácter antirrepublicano de las “reelecciones indefinidas”. La opinión del máximo tribunal sobre el tema, que se apoya en la reciente jurisprudencia sobre los casos “Santiago del Estero” y “Río Negro”, presenta una modesta división. Por un lado, tenemos la “línea dura” de Rosatti, Rosenkratz y Maqueda, que quiere dejar asentado el “principio general” de que la Constitución Nacional “está en contra de las reelecciones” y que, por lo tanto, las provincias, independientemente de sus normas sancionadas, deben adaptarse a lo prescrito por el artículo 5 de la carta magna, que reza que “cada provincia dictará para sí una Constitución bajo el sistema representativo republicano, de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional”. Funesta interpretación que, entonces, concede un peligroso asidero a los planteos de la oposición, que también se atrevió a judicializar las elecciones en Formosa, por más que allí no exista ninguna ambigüedad en el texto constitucional, como sí sucedía en Tucumán y San Juan. En minoría, por el contrario, se encuentra Ricardo Lorenzetti, que un día antes de conocerse el fallo brindó una extensa entrevista a Luis Novaresio en LN+, donde a pesar de compartir el criterio de sus pares acerca de la necesidad de “periodicidad en los cargos”, sostuvo el reparo de que la Argentina está organizada en un sistema federal y que, por eso, las definiciones tienen que tomarse “en particular”, para no lesionar los derechos de las provincias, que se incorporaron a la Nación como miembros preexistentes, sin ceder todas sus facultades.
Esta situación, de fuerte gravedad institucional, nos obliga a pensar no sólo la potestad de la Corte para intervenir a su antojo en cuestiones que hace no mucho se caracterizaban como “políticas no justiciables”, en función del prestigioso y doctrinario fallo “Madison vs Marbury”, sino además hasta qué punto la tan mentada reelección es un problema para la continuidad del gobierno republicano, uno de cuyos pilares esenciales es la primacía de las leyes sobre los hombres y mujeres. La Constitución de 1853 había establecido, para la elección de presidente, un mandato de 6 años sin posibilidad de reelección inmediata (el intervalo, al menos, era de un período). Curiosamente, se tomó de Estados Unidos la figura del Colegio Electoral (eliminada en 1949, cuando se suprimió cualquier restricción a la reelección y luego, definitivamente tras la derogación golpista del 57, en la reforma de 1994, que redujo el mandato presidencial a 4 años, pero añadiendo la posibilidad de una reelección) y se omitió por completo que allí no existía ninguna censura a la reelección del primer magistrado. En sus Bases, Alberdi lo explica de la siguiente manera: “Admitir la reelección, es extender a doce años el término de la presidencia. El Presidente tiene siempre medios de hacerse reelegir, y rara vez deja de hacerlo. Toda reelección es agitada, porque lucha con prevenciones nacidas del primer período; y el mal de la agitación no compensa el interés del espíritu de lógica en la administración, que más bien depende del ministerio”. El parámetro no era el mismo para diputados y senadores, por considerarlos menos peligrosos. Había en los constituyentes del 53 un profundo temor a que surgiera un nuevo Rosas (la Constitución se escribió sobre los campos de batalla) y de ahí su aparente pretensión de cortar la amenaza de raíz. Tres décadas después, Alberdi advirtió que una “crisis sixenal” se producía cada vez que un Presidente tenía que dejar el cargo y garantizar la sucesión, ante el creciente poder del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, al que irónicamente denominaba “Príncipe de Gales republicano”. Por su hegemonía, se planteaba ante el país como el “único elector”, el “heredero de facto”, el “candidato natural”. Alberdi pensó que con la federalización de la Ciudad de Buenos Aires el escollo se resolvería. Pero se equivocó. Un gobernador impotente para llegar a la Casa Rosada, provincias dependientes del presupuesto nacional, un presidente sin chance de reelegir… La república se convirtió en la fiesta de los poderes indirectos. Al fin y al cabo, no es conveniente olvidar que como confesó el mismo Alberdi y recordó décadas después Raúl Scalabrini Ortiz, la Constitución del 53 se pensó como una serie de garantías para el capital inglés que, según se creía entonces, sería el agente civilizador o el sujeto de la historia. Con su idea de la “república posible”, Alberdi quiso ensayar un gobierno fuerte, una monarquía que simulara ser una república. Por momentos consiguió una republiqueta donde todos los actores con peso institucional aspiraban, de forma quijotesca, a ser monarcas y creyendo pelear contra gigantes, lo hacía frente a molinos de viento: un Congreso impotente, donde se reunía la “clase discutidora”, al decir de Donoso Cortés, con un Poder Ejecutivo desafectado del largo plazo y un Poder Judicial al acecho de todo pacto de blindaje que se le presentara, negociando desde su capacidad de daño y otorgándole apariencia legal al verdadero poder.
El padre Leonardo Castellani dijo, tras el derrocamiento de Perón, que el problema más grave que tenía la Argentina era el de la inestabilidad política. Sobran los testimonios durante la primera década revolucionaria, en la que los gobiernos patrios, quitando el directorio de Pueyrredón, duran apenas unos meses, para ser destituidos por la facción contraria, por un “sacudimiento volcánico” (la expresión es de Posadas), que hace barajar y dar de nuevo. Entonces los recién llegados reclaman para sí una tarea fundacional, como si todo lo anterior hubiese sido una traición o una desviación a la causa nacional. En palabras de José Luis Torre, todos se visten de San Jorge y quieren cortar la cabeza del dragón. Como bien observó Castellani, la inestabilidad política no es un único desastre, que luego puede remediarse, sino que son muchos desastres, “un desastre continuo”. El miedo liberal al autoritarismo se complementa perfectamente con el malestar crónico de la anarquía, que gobiernos débiles e instituciones deficitarias tienden a profundizar. Tiranía y anarquía, explicaba Castellani, son dos extremos que se tocan, dos formas del desgobierno, donde las leyes no tienen vigencia. Así lo resume el brillante sacerdote:
“En seis años de gobierno, de los cuales el tiempo aprovechable se puede reducir a tres o cuatro años, no se puede entablar bien ninguna solución de un problema grave, resolver un problema que mire al futuro. Ni para los hijos se puede gobernar, sólo se puede hacer decretos y contratos, no verdaderas leyes; que es lo que en efecto han hecho los últimos Presidentes. ‘Comienza hoy una nueva ‘etapa’’-’estadio’ en castellano- en la vida argentina’. ¡Helás!, es verdad, por desgracia. Comienza el orador prometiendo deshacer la ‘etapa’ anterior. Cada ‘etapa’ vuelve atrás a deshacer la anterior, el país gira sobre sí mismo, haciendo un torpe espiral, que no siempre va para arriba”.
Nuestros “pulcros” liberales, que miran con admiración la persistencia y el liderazgo de hierro de Ángela Merkel en Alemania (que se mantuvo 16 años de corrido en el gobierno y 21 al frente de su partido) o celebran los fallos de una Corte vitalicia y repleta de irregularidades, se horrorizan ante las reelecciones de los “caudillos provinciales” (a los que acusan de ser señores feudales) o juntan firmas frente al más inverosímil rumor de que se podría intentar reformar la Constitución para eliminar o modificar esa restricción (como hicieron Perón y Menem, en pacto con Alfonsín). Solo el Poder Ejecutivo tiene que reciclarse, mientras las jefaturas de las grandes empresas permanecen intactas. Seguimos con Castellani: “La Argentina está dirigida hoy día por mil malandras y cien mil imbéciles; dirigen la ‘radio’, los diarios, las cámaras, las finanzas y cuanto hay. Dan el tono y lo ordenan-desordenan- todo; menos la conciencia de los argentinos advertidos, que son más de cien mil”. Los liberales, igual que Rivadavia, quieren imponer a los pueblos leyes abstractas, sin arraigos, “ideales”, que no se condicen con las necesidades del país ni con sus posibilidades de desarrollo. Rosas, que a diferencia de Belgrano o del mismo Rivadavia, creía inviable la monarquía hereditaria en Sudamérica (coincidía con Mitre, Joaquín V. González o Ramos Mejía en el republicanismo intrínseco de las “multitudes argentinas”), ejerció como dictador siendo la dictadura una institución republicana para atravesar y superar las crisis intensas, restaurar las leyes y el orden. Algo que enérgicos opositores del rosismo como Sarmiento y Alberdi reconocieron que logró. Las dictaduras del siglo XX, en cambio, no fueron un recurso republicano, sino un atentado contra las instituciones en la medida en que estas empezaban a sintonizar con lo popular. La propia inestabilidad política que generaba la Constitución se agudizaba al intervenir el Partido Militar, con motivo de neutralizarla, en contra de la propia Constitución y no para salvarla, lo que sería el propósito del estado de excepción, según la definición clásica de Carl Schmitt. Lo mismo ocurre hoy con el Partido Judicial, que no es custodio o guardián de la Constitución sino su lento y prolongado asesino. Los demócratas liberales, entonces, contradicen el espíritu del pueblo. Escribe Castellani:
“Estos pueblos son monarquistas o caudillescos; en el sentido de que buscan un gobernante en quien depositar confianza plena y todos los poderes; pero también todas las culpas si las cosas marchan mal: es decir, hacerlo RESPONSABLE. Es en el fondo lo más inteligente. Los actuales dirigentes ‘democráticos’ son irresponsables. ‘El culto de la Incompetencia’ y ‘...el horror de las responsabilidades’ son las características del liberalismo actual, según un gran liberal, Emile Faguet”.
La oligarquía, dice el estrafalario jesuita, heredero del franciscano Castañeda, “proclama la ‘democracia’ mientras la democracia la entronice a ella; y cuando no, la manda al diablo cínicamente”. El aspecto “contramayoritario” del Poder Judicial le resulta muy servicial, porque si por mecanismos institucionales es igual de difícil destituir a un juez que a un Presidente electo, sucede que el mandato del Jefe de Estado tiene un fin, en tanto los jueces ven pasar los más variopintos gobiernos, acomodándose siempre a las circunstancias y con mucha menos visibilidad y exposición que los políticos. Los jueces se escudan en la actualidad tras el mito de la democracia liberal, que justifica la libertad de empresa (corporativa) en la santificación de la libertad individual o la libertad de prensa. El cuestionado Poder Judicial se jacta de ser el principal protector de minorías indefensas, cuando en verdad ampara los intereses del establishment, minoritario pero no indefenso. Es el reducto, el bastión, la fortaleza estratégica que el poder real conserva en las instituciones del Estado. Poniendo al Estado contra sí mismo, dividiéndolo hasta la exageración, impone a la sociedad sus privilegios. El orden estatal es necesariamente, como explica el nacionalista católico Nimio de Anquin, libertad condicionada, no libertad absoluta, es decir, mítica, como la que reclama Milei. El liberalismo de estas características no es democrático; es plutocrático. Cuando los medios de comunicación quieren convencernos de que cada vez que se afecta el interés del poder económico se están violando los derechos y garantías de la Constitución, entonces nos están tomando por “tontos de capirote del liberalismo”, como decía Lugones. Pero resulta que los jueces, que protestan cuando se meten con ellos, intervienen en todo. Son liberales para defenderse, no para atacar. Esa vocación totalitaria la comparten con los militares de antaño, con quienes coinciden en el hecho de no ser votados por la gente a la que luego someten y confunden. De nuevo Castellani, en Esencia del liberalismo, durante la Fusiladora:
“Actualmente los militares son jueces, economistas, policías, políticos y legisladores; y hasta Poder Ejecutivo; los diputados son un circo que divierte poco, gasta mucho y destruye más; el Poder Ejecutivo lo puede todo para oprimir o para traicionar, y no puede nada en orden a liberar; los jueces en general no están a la altura de su alta investidura —o porque les pagan poco y los honran poco, según opina Enrique Gavióla, o porque se ha formado en el país una tribu o camarilla de magistrados tributarios del dinero incluso extranjero, como sostuvo ya hace 20 años en Acerca de una Política Nacional el experto Ramón Doll— y en consecuencia languidece y perece la justicia, piedra angular de un país. Y hacer jueces a los militares es un arbitrio digno del doctor Tirteafuera.”
Quizá suene extraño, pero durante mucho tiempo el adjetivo liberal hizo referencia a una actitud de tipo individual, estudiada por la filosofía moral, y no a una forma de gestionar la economía de un país o gobernar un pueblo. Del griego eleutheriótés, en la época clásica la liberalidad suponía una cualidad de los hombres libres, que como tales tenían el deber de ser generosos, sobre todo en el uso de su riqueza personal. Por supuesto que “liberal” también hace acepción a la tolerancia, pero se trata del sentido moderno, surgido al calor de las guerras de religión. En la Ética Nicomáquea de Aristóteles, la liberalidad aparece siempre como el término medio entre la prodigalidad y la avaricia, respecto a la administración de la propia hacienda. Todavía Maquiavelo en El Príncipe se preguntaba hasta qué punto le conviene ser liberal al gobernante político, según la definición antigua. A finales del siglo XVIII, sin embargo, liberal empieza a significar una oposición polémica frente al Estado absoluto (autoritario) y el dirigismo económico (mercantilista). Por eso a los 95 años, Carl Schmitt podía darse el lujo de bromear acerca de la implementación política del término:
“Para mí lo liberal es, simplemente, una cuestión de temperamento. Existe el liberal como existe el colérico. Es, en pocas palabras, una dualidad del carácter, una forma antropológica. Yo soy un hombre liberal; no conozco a alguien con mejor tolerancia que la mía, y así… Pero si esto deviene un partido, será una desgracia”.
La introducción del liberalismo como forma política o como un atributo de los regímenes políticos clásicos lleva a debilitar el sentido de autoridad y a poner en aprietos la tarea elemental de todo gobierno, que no es otra que gobernar. Síntoma de lo cual es el fenómeno de prometer con total liviandad acciones que no se llevan adelante, o de las renuncias periódicas, o de pasarse de un cargo a otro, como si la cosa no fuera muy en serio (solo los jueces no renuncian, ni tienen que rendir cuentas, ni son echados cuando las Fuerzas Armadas toman el control). En una clase completamente delirante de su Seminario XVI, Jacques Lacan, con 39 grados de fiebre, esgrime la hipótesis de que el capitalismo modificó las costumbres del poder. Citamos entero porque no tiene desperdicio:
“El capitalismo introdujo algo que nunca se había visto, lo que se llama el poder liberal (…) Hasta donde llega la memoria del historiador, nunca se escuchó hablar de que se abandone un órgano de gobierno presentando la dimisión. Allí donde existen poderes auténticos, serios, subsistentes, no se renuncia, porque esto tiene consecuencias muy graves. O se trata de una simple manera de hablar. Renuncian, pero se los demuele a la salida. Llamo así a los lugares donde el poder es serio. ¿De dónde sale la idea de considerar como un progreso, e incluso liberal, las instituciones donde cuando alguien ha saboteado todo lo que tenía para hacer durante tres o seis meses y reveló ser un incapaz, no tiene más que presentar su renuncia, y no le pasa nada? Por el contrario, se le dice que espere para volver la siguiente vez. Esto nunca se vio en Roma, en los lugares donde la cosa iba en serio. Nunca se vio que presentara su renuncia un cónsul, ni un tribuno de la plebe. Hablando con propiedad, es algo inimaginable. Solo significa que el poder está en otro lado. Es evidente, y todo el siglo XIX lo aclara, que si las cosas se desarrollan por esta función de la dimisión, es que el poder está en otras manos-hablo del poder positivo. El interés-el único- de la revolución comunista, hablo de la Revolución Rusa, es haber restituido las funciones al poder. Solo que vemos que no es algo fácil de sostener en una época en la que reina el capitalismo. El capitalismo reina porque está estrechamente unido al ascenso de la función de la ciencia. Solo que incluso este poder, este poder camuflado, este poder secreto, y cabe agregar anárquico-quiero decir dividido contra él mismo, y esto sin duda por ir de la mano del ascenso de la ciencia-, está ahora tan desconcertado que no da pie con bola, porque pese a todo del lado de la ciencia ocurre algo que supera sus capacidades de dominio. Entonces sería necesario que hubiera por lo menos algunas cabecitas que no olviden que resulta vana cierta asociación permanente de la protesta con iniciativas no controladas en el sentido de la revolución, porque incluso es lo que más le conviene al sistema capitalista”.
Con la judicialización de la política, las instituciones se pervierten y una regeneración moral se vuelve más urgente que nunca. Parafraseando a Castellani, “la peor Cámara” (los politiqueros mediocres, charlatanes, rosqueros, mediáticos que “educa” el sistema) se juntan con “la peor camarilla”, los agentes sombríos que se enquistan en sus sillones aristocráticos. El reformismo se torna imposible. El Poder Judicial, para oxigenarse y resurgir de las cenizas, necesita su 2001. Para que acontezca, es preciso un clima de opinión tan contundente y ensordecedor que sus “verdades de perogrullo” se revelen como mitos inaceptables, que hemos tolerado por demasiado tiempo. Por ejemplo su teoría demonológica de la “reelección”.
La posición de Alexander Hamilton en el debate constitucional estadounidense
En los Estados Unidos, hasta la llegada de Franklin Delano Roosevelt a la presidencia, se venía respetando una tradición según la cual los Chief Magistrate no debían ocupar el cargo por más de dos períodos. Sólo unos pocos Presidentes hicieron caso omiso a aquel precedente y buscaron una segunda reelección, aunque sin éxito. El primero en conseguirlo y que se mantuvo en el poder, por apoyo popular, hasta fallecer (de 1933 a 1945), fue el mismo Roosevelt, quien lideró a la nación en un momento de profunda crisis, durante la recesión económica que siguió al crack bursátil de octubre de 1929 (impulsando el New Deal) y en los años de plomo de la Segunda Guerra Mundial. Tiempo después, en 1947, el Congreso aprobó la Vigesimosegunda Enmienda a la Constitución, que terminaría de ser ratificada en 1951. Esta restringía la reelección presidencial a una sola y establecía que ningún ciudadano podía ser Presidente por más de dos mandatos absolutos (y no solo consecutivos). De esa manera, la Constitución de los Estados Unidos, en la que se inspiraron muchas de las nuevas repúblicas americanas en el transcurso del siglo XIX, entre ellas Argentina, cumplía el paradójico destino de pasar de ser la Constitución más flexible en lo que refería al problema de la reelección a la más severa. Premio consuelo, se inventó la condición de ex presidente, que un “americanófilo” como Miguel Ángel Pichetto sueña con institucionalizar en la Argentina, para evitar que lo ex se metan de nuevo en el barro electoral y cumplan funciones coordinadoras entre los diferentes partidos.
Entre los llamados “Padres Fundadores”, Alexander Hamilton no solo fue un fervoroso prosélito de la reelección indefinida del Presidente, sino que se había atrevido a proponer en la Convención de Filadelfia que el Jefe de Estado (una vez elegido) fuera vitalicio, al modo de un monarca británico. El texto final de la Constitución no incorporó aquel planteo, pero le concedió al Presidente la posibilidad de ser electo, de manera consecutiva, todas las veces en las que pudiera imponerse en las urnas y el Colegio Electoral. Para Hamilton las prerrogativas dadas al Chief Magistrate eran insuficientes, aunque eso no impidió que defendiera la Constitución y militara activamente la ratificación de la misma en su estado de Nueva York. El proyecto de El Federalista, para el que reclutó a James Madison (de Virginia) y John Jay (también neoyorquino), surgió como respuesta a una serie de ensayos y panfletos que venían circulando en abierta oposición al documento constitucional. Si bien la mayoría de los números fueron escritos por la pluma de Hamilton, todos ellos (85 en total) llevaban la firma del seudónimo Publius. En el curso de siete intensos meses (de octubre de 1787 a Mayo de 1788), la polémica se vio acompañada de una esclarecedora investigación sobre problemas de teoría política, que ofreció los razonamientos argumentativos y explicativos que a la breve Constitución le faltaban. En medio de ese clima de ansiedad e incertidumbre, uno de los temas en juego era el de la reelección presidencial que, pese a las advertencias de los antifederalistas y de Thomas Jefferson, quedaría igual que en el texto original.
El análisis del Poder Ejecutivo, es decir, de las facultades del Presidente de los Estados Unidos reconocidas en la Constitución, ocupa diez números de El Federalista, todos ellos escritos por Hamilton. Sin embargo, será sobre todo el artículo LXXII el que, de manera más específica, abordará el problema de la reelección presidencial. Hamilton, partidario de un gobierno fuerte y enérgico, argumenta en su corto ensayo que una prolongada duración en el cargo de un Jefe de Estado virtuoso, sometida a controles periódicos, es una condición fundamental para la estabilidad política. La discusión que se le presenta al que más tarde será Secretario del Tesoro de George Washington no es para nada sencilla. Y esto porque se trataba de uno de los temas que más desconfianza suscitó entre los opositores al proyecto de ratificación del texto constitucional (los llamados antifederalistas), pero también entre algunos de los defensores del mismo (el más importante de ellos, sin lugar a dudas, fue Jefferson). Circulaba entonces la idea de que el Presidente se convertiría en el sustituto del monarca británico, contra el que las ex colonias se habían rebelado años antes para alcanzar su independencia. Aunque el hecho de que necesitara de la elección popular para mantenerse en su puesto y no fuera hereditario ocasionaba para los críticos inconvenientes mayores, que era preciso resolver mediante una corrección de la ley suprema, si es que no se quería caer en una nueva tiranía. Es cierto que, para Jefferson, al menos en una primera etapa, la amenaza de la concentración del poder venía del Congreso y no tanto del Ejecutivo. Pero esto no significaba que, con el tiempo, la “perpetua reelegibilidad del presidente” no se volviera más peligrosa para las libertades de los estadounidenses, como se lo recuerda a Madison en una carta que data del 15 de marzo de 1789. El Padre Fundador creía que aquella continuidad podía ser beneficiosa si el gobierno era dirigido por grandes hombres como George Washington (quien rápidamente se transformó en un mito para todos los hombres de Estado de la época de las guerras de emancipación sudamericanas, como se puede comprobar leyendo las abundantes “Memorias” que se escribieron en aquellos turbulentos días), siendo el propio Jefferson quien lo convenció para que se postulara a un segundo mandato. Solo que la mayoría de los hombres no eran de tal “excelencia” y, por ende, en caso de que la Primera Magistratura cayera en manos de un personaje mediocre o ambicioso, ofrecerle la posibilidad “eterna” de permanecer en el cargo era algo sumamente riesgoso.
La preocupación principal de Jefferson residía en que, desde su punto de vista, la falta de rotación llevaría a una serie de luchas facciosas que podrían evitarse tomando recaudos y estableciendo restricciones. Por ejemplo, las potencias extranjeras, interesadas en que una persona en particular se mantuviera en el cargo, se entrometerán en los asuntos estadounidenses con dinero o con armas para lograr su cometido. A la vez, si se parte del axioma de que el poder corrompe (popularizado por Lord Acton), un Presidente de varios mandatos, que quiere serlo de por vida, ante la eventualidad de perder la votación en el Colegio Electoral por unos pocos votos, intentará hacer trampa para seguir al mando de las riendas del gobierno, lo que producirá innumerables trastornos. Finalmente, la posibilidad de destituir al Presidente por mal desempeño (a través de un impeachment), si bien existe de iure, para Jefferson es igual de probable a que el Rey de Polonia sea removido por la Dieta. En ese sentido, resulta más conveniente un monarca hereditario (frente al que las disputas por el Trono son prohibidas por el derecho de sucesión) que un monarca electivo, el cual habilita todas las convulsiones y vicios imaginables. Sobre esta cuestión, Jefferson coincidía con el vasto y heterogéneo bando de los antifederalistas, quienes bajo seudónimos como Brutus, Cato o The Federal Farmer (entre otros), venían librando una decidida polémica contra la Constitución. Ellos compartían su desconfianza frente a las prerrogativas monárquicas del Presidente y exigían que todos los representantes políticos (ponderando al Presidente por sobre senadores y diputados) rindieran cuentas ante los electores de manera frecuente (rechazaban los mandatos largos), quitándoles toda posibilidad de perpetuarse en el poder (algo que, paradójicamente, no ocurría en los estados, equivalentes a nuestras provincias). Para The Federal Farmer, por ejemplo, si un hombre sabe que en cierto tiempo debe abandonar su cargo, se esforzará por dejar una buena imagen para sus contemporáneos y la posteridad. Pero si tiene la perspectiva de conservar el puesto, porque la Constitución se lo permite, hará todo lo posible para enquistarse en el cargo y se entregará a una campaña electoral permanente, aprovechando las oportunidades para engrandecer a su familia, favorecer a sus amigos y rodearse de personas leales, reclutando así apoyos para defenderse de sus opositores. El problema de la reelección ilimitada es, para los antifederalistas, el problema de la tentación.
Con planteos como estos deberá lidiar Hamilton en su defensa de un Poder Ejecutivo lo suficientemente fuerte como para gobernar de modo eficaz. En lo que refiere específicamente a El Federalista, tanto él como James Madison acordaban en que la reelección de los representantes permitiría la consolidación de una élite política, en la medida en que los dirigentes irían acumulando experiencia hasta convertirse en verdaderos hombres de Estado. Las que para Madison eran las características de un buen gobierno, es decir, tener como objeto la felicidad del pueblo y disponer del conocimiento de los medios que, en cada circunstancia, contribuyen a alcanzarlo, requerían la formación de políticos ilustrados y comprometidos con el bienestar de la Unión, tarea que llevaría tiempo y para la que la rotación excesiva en los cargos se tornaba perjudicial.
Ahora bien, lo novedoso de la ingeniería constitucional diseñada por la Convención de Filadelfia, de la que estos autores nos brindan la clave para entenderla en su intención originaria, es que el sistema de check and balance, de equilibrio entre los tres poderes, descansa en una visión pesimista de la naturaleza humana, en función de la cual el egoísmo y la pluralidad de intereses son aprovechados como motores de la nueva extended republic (la república a gran escala, federal, prevista por Montesquieu). Son los frenos mutuos que los departamentos se ponen unos a otros (el veto, el indulto, el juicio político y el control de constitucionalidad) los que impiden la concentración del poder, sin que por ello el gobierno se vuelva impotente. Todos estos mecanismos fueron pensados para que los controles se desplegaran al interior del poder público o gobierno representativo y no se tengan que dirimir los conflictos mediante la resolución de un actor externo como el pueblo, que así como es fuente de legitimidad (de forma directa o indirecta, el poder descansa en su decisión) y debe mantenerse vigilante para proteger la libertad, también está obligado a autolimitarse para no causar inestabilidad política (el gobierno necesita autoridad, o sea, respeto y veneración civil, no experimentos guiados muchas veces por las pasiones del momento) y convertir a la cura en peor que la enfermedad. De ahí la famosa crítica de Madison a Jefferson a la sugerencia de este último de facilitar las reformas constitucionales periódicas. Porque, efectivamente, si hace falta un gobierno de los hombres sobre los hombres, es producto de que los seres humanos no son ángeles y no están en condiciones de autogobernarse. Por lo tanto, si bien el pueblo supervisa el accionar del gobierno (para que no se exceda) y vela en teoría por el cumplimiento de las leyes, es indispensable una precaución auxiliar: el gobierno republicano está forzado a controlarse a sí mismo. Cobra sentido, entonces, la legendaria frase de Madison: ambition must be made to counteract ambition.
Este rodeo es fundamental si queremos entender la argumentación con la que Hamilton busca justificar la reelección indefinida del Presidente. Dado que, a priori, esto no atenta contra el equilibrio de poderes, pues el titular del Ejecutivo seguirá estando sometido a los controles internos y externos, lo relevante es atender las razones brindadas por Hamilton para persuadirnos de su conveniencia, en medio de la polémica con los antifederalistas. Hamilton comienza por desmentir la acusación lanzada por estos últimos según la cual el Presidente estadounidense sería más poderoso que el Rey de Gran Bretaña. A juicio de nuestro autor, se trata de una clara exageración que no resiste ningún análisis serio, puesto que en muchos aspectos el Jefe de Estado tiene menos atribuciones que el Gobernador de Nueva York (y menos aún si se lo compara con sus pares de Virginia y Delaware). También agrega que el Presidente debe pasar por pruebas muy exigentes para llegar al cargo o mantenerse en él. Porque si en un estado cualquiera alcanza con tener amigos influyentes y ser hábil en las intrigas para conquistar la magistratura ejecutiva, al nivel de la Unión es necesario estar dotado de otras virtudes y méritos, que hagan al hombre en cuestión digno de la responsabilidad y el honor de gobernar el Estado. Desde el punto de vista de Hamilton, el mecanismo del Colegio Electoral dificulta que accedan al poder personajes mediocres o demagógicos. El mandato del Presidente dura cuatro años y tres el del Gobernador de Nueva York. Ambos cuentan con la posibilidad de una reelección ilimitada. Si del monarca británico el Presidente de la República se distingue por su (indirecta) legitimidad popular y porque no se encuentra blindado con inviolabilidad o inmunidad judicial (es responsable y tiene que rendir cuentas), lo que lo diferencia del Gobernador de Nueva York es que resulta mucho más complicado tiranizar a toda la Unión que a un solo estado. Las referencias permanentes a las instituciones neoyorquinas se deben no solo a que Nueva York era el lugar donde Hamilton estaba intentando conseguir la ratificación del texto constitucional, sino también a que el propio Gobernador y buena parte de la Legislatura se oponían a concederle a las autoridades federales atribuciones de las que ellos ya gozaban. Para Hamilton, sin un gobierno enérgico no hay manera de proteger las libertades y se está siempre al borde de la anarquía provocada por el espíritu faccioso de los diversos grupos. Un gobierno débil, en otras palabras, es un mal gobierno.
A la hora de enfrentarse a las críticas que los antifederalistas hacían a la reelección presidencial, Hamilton se encargará de dar vuelta sus argumentos. Las trabas constitucionales que le impiden al Presidente continuar en el cargo, provocarán que éste se deje llevar por sus pasiones y se aproveche de las ventajas que la magistratura ofrece para fortalecer su posición particular. O, también, lo disuadirán de asumir riesgos que considera necesarios para la realización de una gran obra o para contrarrestar las malas opiniones que circulan en el pueblo o en el Congreso. Un Presidente que sabe que la duración de su gestión tiene fecha de vencimiento y que le está prohibido renovar la confianza que se le dio por un período más, no puede concentrarse, por falta de tiempo, en los problemas esenciales del país y se convertirá inevitablemente en un Presidente mediocre, irresuelto, timorato.
Entonces, si primero Hamilton apoya una duración fija y prolongada del mandato presidencial (cuatro años en vez de uno), también se muestra partidario de que cuente con la posibilidad de ser reelecto. Si lo primero es condición para que el Presidente pueda determinarse a desempeñar satisfactoriamente su cometido, dando al pueblo un tiempo de reflexión para evaluar objetivamente sus méritos al llegar al final del período, lo segundo es indispensable para que, en caso de haber sido un buen gobernante y de disponer de la aprobación de la mayoría de la sociedad, sus talentos y virtudes continúen siendo aprovechados por el país en las instancias donde mejor encajan. En la perspectiva de Hamilton, es un terrible desperdicio que un estadista “se tenga que volver a la casa” luego de haber hecho grandes contribuciones al país y estando todavía en condiciones de seguir brindándole más. Aquí es donde entra a jugar la canalización institucional de la ambición personal hacia el fin del bien común: el interés y el deber se hermanan si se ofrecen los incentivos necesarios. Un espíritu selecto, preocupado por su reputación y movido por el amor a la gloria y a la fama, no querrá dejar en manos de políticos mediocres la consumación de su proyecto. Y si la ley le pone límites a sus pasiones y motivaciones, es esperable que no se esfuerce al máximo, debido a la creencia de que no será valorado lo suficiente si los resultados de su gobierno dependen, para terminar de plasmarse, de una gestión diferente a la suya, capaz de tirar todo por la borda. Lo que la limitación de la reelección hace, para Hamilton, es pedirles a los hombres que no hagan daño en lugar de que se empeñen por realizar el bien. Además, el mismo hombre, si es codicioso, se comportará de distinta manera frente a la existencia o inexistencia de la prohibición de seguir en el cargo. En el primer caso, intentará sacarle todo el jugo a su puesto antes de perderlo y quedarse sin nada. En el segundo, buscará moderarse y no correrá el riesgo que supone abusar de sus privilegiadas oportunidades. His avarice might be a guard upon his avarice, escribe Hamilton.
Otro problema que se presenta es que es peligroso para la paz y la estabilidad política que una amplia gama de hombres influyentes, con alta estima de sí mismos, se encuentren deambulando por el país, deseando recuperar una posición que les estará vedada por siempre. Así, mientras el pueblo se priva de su experiencia, puede ser letal que numerosos jefes políticos estén destinados al ostracismo: sus seguidores se organizarán en facciones y el orden civil empezará a resquebrajarse. En última instancia, lo que Hamilton le critica a aquellos temores que ven en el Presidente a un potencial Tirano es que, por su exageración, condenan a la República a una falta de flexibilidad que le puede costar caro. Porque, ¿qué sucedería si en una situación excepcional para el país, este no se puede valer del liderazgo de un estadista porque la Constitución le prohíbe ser reelecto? Si el presidencialismo tiene el defecto de ser poco elástico para “cambiar a un Chamberlain por un Churchill” (se debe esperar a que el Presidente concluya su mandato, pues el juicio político es mucho más engorroso y desgastante que un voto de censura parlamentario, así como la renuncia del Presidente genera mayores inconvenientes que la renuncia de un Primer Ministro), restringir la reelección del Jefe de Estado solo empeora las cosas.
Para Hamilton, ni el Presidente, ni el Congreso, ni el Poder Judicial son infalibles. Si los hombres son imperfectos, también lo serán las instituciones. Es utópico querer diseñar una Constitución libre de riesgos. Lo que se proponía el Legislador era resolver los problemas que ocasionaban los Artículos de la Confederación, y debe compararse su aporte con el mal producido por estos últimos. De hecho, desde el punto de vista de Hamilton, la Constitución seguía dejando numerosos poderes a los estados, pero era preferible a lo que había hasta ese momento y por eso se convirtió en un activo militante de su causa. Un Presidente que cada cuatro años tiene que pasar la prueba electoral; que para hacer nombramientos importantes necesita del acuerdo del Senado; que puede ser acusado por la Cámara de Representantes y destituido por la Cámara Alta en caso de mal desempeño; que sólo es capaz llevar adelante un veto limitado de las leyes (el Congreso está en condiciones de rechazarlo con una mayoría de dos tercios) continúa siendo, para Hamilton, un Presidente republicano y no una rémora monárquica, como Cristina dice de los jueces de la Corte.
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