La palabra militante
Foto portada: El cohete a la luna.
Durante la presentación de Sinceramente, Cristina sostuvo que el libro “permite la posibilidad de la palabra perfecta”. Horacio González fue un amante de la palabra perfecta. Tal vez, incluso, su mejor exponente. Le rindió honores con esa escritura preciosa, por momentos encriptada y habitualmente llamada barroca (repleta de ornamentos, manifestación de la conciencia dramática y desgarrada) que era tan característica suya, pero también con una oralidad deslumbrante y magnífica. Cada vez que lo escuchaba sentía que, más que hablar, Horacio era hablado, como una especie de rapsoda que recita y saca a la luz el misterioso lenguaje de los dioses. Las palabras fluían en él como en nadie. Se reenvían unas a otras, conectadas por hilos invisibles, que penden sobre el abismo. Vano es aquí el debate acerca de la naturalidad o arbitrariedad de dichas ilaciones. En la discursividad de Horacio, la justeza del uso se revelaba por sus asombrosos efectos, contando entre ellos la pasmosa deferencia de sus oyentes.
“El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada”, escribe Heidegger en la Carta sobre el Humanismo. Y un poco más adelante: “El hombre no es el señor de lo ente. El hombre es el pastor del ser”. Qué significan estas frases de resonancia mística no importa tanto como destacar que, si a alguien parecen aplicarse, es a Horacio González.
Su sensibilidad hacia lo que es y lo que se da (hacia lo que acontece y se retira), indisociable de su fascinación por las peripecias del tiempo, emulaba con suma grandeza el spinoziano amor dei intellectualis. Vivía en un estado de apertura, digno de la más noble fenomenología, que nos gustaría denominar el “arte de prestar atención”.
En la época actual, prestar atención es lo menos frecuente. Todo ocurre y pasa a una velocidad inaudita. Como no podemos retener los flujos de información, los flujos de información nos retienen a nosotros y nosotras. Horacio González, con su inconfundible y a la vez sutil visión trágica de la historia, se resistía a que este fuera el destino. Frente a la disolución posmoderna (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), todavía confiaba en la noción, típicamente moderna, de sujeto. Entre los vuelcos de la conciencia atormentada, no renunciaba a su fe en el valor y la magia de las palabras.
Las palabras, que pueden ser desde lo más bello hasta lo más violento, aspiran a introducir la eternidad en el tiempo, aunque se refieran a lo más singular y a lo más nimio. Pero nada resultaba demasiado nimio ante la cuidadosa y receptiva mirada de Horacio González. Que las cosas no se vean arrasadas por la inclemencia del tiempo, que no se pierdan en la “noche del mundo”, es parte esencial de la misión redentora de las palabras. Ellas, sin embargo, también corren el riesgo de ser olvidadas. De ahí que esos textos a menudo difíciles, exquisitos y de alto vuelo que escribía Horacio puedan interpretarse como un intento desesperado por conservar palabras y expresiones que los diccionarios apenas custodian y que simbolizan, al decir de Walter Benjamin, “el secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra”. Incluso en lo más pequeño debemos rastrear las huellas de lo universal. Bien señala María Pía López que, en la escritura de Horacio, lo barroco no refiere a un estilo sino al carácter abigarrado de la realidad o, en concreto, a ese enigma llamado Argentina, la cuestión que absorbía la mayoría de sus preocupaciones.
Persistía en Horacio una fijación por el tema del don, que obsesionó a no pocas mentes brillantes, entre ellas Mauss, Bataille, Heidegger o Derrida. Las palabras le eran dadas a Horacio. Célebre paradoja la del don: lo más gratuito crea una obligación espectral, que nos limita y aprisiona, en tanto no nos es posible retribuirlo, devolverlo o atesorarlo. El don, como dijo alguna vez, queda flotando en el aire. “Queda algo que debemos, sin saber cómo pagarlo”. Toda libertad es un perpetuo responder a aquello que nos fue destinado y que nos compromete. De ahí la responsabilidad de Horacio para con las palabras, la desafiante presión por continuar la ofrenda: con sus libros, mas principalmente con el obsequio de su amistad, que era capaz de regalarle a cualquiera que se cruzara en su camino, aunque fuera por unos minutos.
Se dijo que Macedonio Fernández era el Sócrates porteño. Horacio González fue el Sócrates argentino. Por dos razones. Primero, porque su sabiduría consistía en la conciencia de su ignorancia (jamás se atribuía el saber). Segundo, porque para él enseñar era conversar (del latín conversari, que significa “dar vueltas en compañía”). No tuve el privilegio de asistir a sus clases en la Facultad de Ciencias Sociales, pero sí lo escuché innumerables veces en charlas, conferencias, entrevistas, presenciales y a la distancia. En todas me dio la impresión de que, por más que circunstancialmente le tocara hablar solo, Horacio siempre hablaba como quien conversa. Característico de la conversación es no agotarse en sus términos, no concluir, postergar su cierre hacia otras inacabadas conversaciones. La conversación trivial y ocasional carece del rigor normativo de la Academia. En ella las palabras se deslizan unas atrás de otra sin mayores precisiones, igual que los temas (que en los diálogos platónicos son un montón). La vaguedad no quita el pascaliano espíritu de finura, que Horacio cultivaba con paciencia y originalidad.
Tomo entre mis apuntes una disertación cualquiera. Los nombres se suceden de una manera vertiginosa, apasionante y tal vez injustificada: Dante, Spinoza, Gramsci, Plejanov, Bolívar, Humboldt, Halperin Donghi, Cristina, Euclides da Cunha, Sarmiento… ¿Qué misterios encierra esta dialéctica falta de síntesis? Ahora me resulta claro que lo que, en muchas oportunidades, me parecían divagaciones desordenadas o un constante “irse por las ramas”, es más bien una invitación a viajar a las exóticas (y, a la vez, familiares, lo más lejano y lo más cercano) profundidades del lenguaje y los canales subterráneos de la historia. En cada intervención, Horacio anhelaba explotar todas las posibilidades que nuestro idioma habilita, bajo la plena conciencia de que, en verdad, sus posibilidades son inagotables. Por eso su generosa predisposición a la conversación. Cada encuentro con el otro y la otra era la pequeña puerta por donde podía entrar la sorpresa y también la justicia.
En Horacio se combinaban el diálogo fervoroso con los grandes libros de la cultura nacional y la tradición occidental y el coloquio con básicamente cualquier persona. No se sentía palabra de autoridad, pese a que supiera muchísimo más que todos nosotros y nosotras. No se verificaba en su praxis ninguna asimetría entre el profesor y el alumno, entre el maestro y el discípulo. Quizá era su manera de homenajear a Borges porque, además de escritor y orador, Horacio era el más asiduo de los lectores.
Vuelvo a mis apuntes, esta vez de una clase sobre Jorge Luis. “Las preguntas que le hacía su empleada doméstica eran tomadas como las preguntas que le hace la campesina al señor. Borges las pone al nivel de Homero, de Hesíodo, de Virgilio. Le interesaba más la interpelación de los simples, de los necios, que el diálogo intelectual”. Sin la postura aristocrática y señorial de Borges, es viable argumentar que también Horacio, en sus infinitas conversaciones, le daba valor a todo lo que escuchaba. No lo aburría o intimidaba una tontería. Una tontería es una veta del lenguaje, es interesante, es motivo de nuevas conversaciones, de un hablar franco donde se puede manifestar la verdad.
Igualmente sorprendente era su sensibilidad para con los libros ideológicamente hostiles. No solo los leía con detenimiento, prudencia y admiración. Ponía el foco en las contradicciones que encarnaban y en los caminos (vericuetos) que abrían. Le gustaba rememorar cómo en el fuego cruzado entre Alberdi y Sarmiento, ambos acusaban al otro de haber hecho la apología de Rosas, o cuando Borges responsabilizó a Martínez Estrada por propiciar “un elogio indirecto de Perón”.
Horacio no tenía ningún dilema en postular que el mejor libro que se escribió sobre el rosismo fue Rosas y su tiempo de José María Ramos Mejía y que el mejor libro que se escribió sobre el peronismo fue ¿Qué es esto? de Ezequiel Martínez Estrada, o sea, por un antirrosista y un antiperonista. Comprensiones y críticas que rozaban la justificación, algo que le ocurría a Borges, vocero de la civilización, en tanto “seducido por la barbarie”.
Horacio tomaba muy en serio la convicción de Sarmiento, quien creía que podía derrocar al “tirano” con un libro, el Facundo. Esta idea de que con la fuerza de los libros puede desplomarse un imperio recorre toda la escritura y todas las inquietudes de Horacio González. Su inédita lectura de Gramsci, según la cual el nuevo príncipe no es más que un libro viviente, con efectos retóricos incalculables, es heredera de esa estrecha e insospechada alianza entre retórica y locura, alianza que se desenvuelve en medio del drama que ocasiona la plenitud de los tiempos. Horacio conocía los recovecos y la potencia de la retórica, pero también sabía, al compás de Quintiliano, que la retórica buena es la que, conjuga el arte de hablar bien con las aptitudes de una buena persona. Los libros de Horacio González, en ese sentido, son libros docentes, educadores, militantes. Dan lo que les fue dado y, entonces, responsabilizan.
Quisiera, para terminar, recordar a Horacio con los únicos intercambios cercanos que mantuve con él, más allá de mi fidelidad como admirador secreto de todo lo que hizo, dijo y escribió.
En el 2018 me tocó llamarlo por teléfono, para invitarlo a dar una charla en una unidad básica de Boedo, barrio en el que vivió estos últimos años. Lo hice con todas las formalidades, un poco nervioso. No solo que me atendió con grata amabilidad, sino que, como era su costumbre, inició una conversación que duró unos plácidos veinte minutos, sobre la vida en la ciudad, el urbanismo, la coyuntura política. Como si nos tratáramos de toda la vida, me preguntaba a mí, un ignoto militante, qué pensaba de esto o aquello, con la sencillez y humildad de los grandes.
Luego de brindar la charla en la básica, me sorprendió que no tuviera ningún apuro en irse. Se tomaba su tiempo, mientras se quedaba hablando con los compañeros y compañeras, como si aquella visita lo retrotrajera a su básica de Flores a comienzos de la década del 70. Cuando finalmente se retiró del local (fue prácticamente el último en irse), le entregamos nuestro modesto boletín barrial y dijo algo así como “con estas pequeñas cosas se logran los cambios que importan”.
El año pasado, de hecho, colaboró escribiendo un texto para el boletín, titulado “Boedo y la nostalgia” (¿cuándo no la nostalgia?). Antes que un intelectual (como muchos lo homenajean hoy), fue un militante con todas las letras. Respiraba una coherencia, un desprendimiento y una nobleza intachables, que cuestan encontrar en la actualidad, donde el ego es el centro de todas las obsesiones.
Horacio, sin embargo y a pesar de que se lo suela tildar de pensador trágico (cuando en realidad pensaba en y sobre la coyuntura, en y sobre la época, aunque para hacerlo tuviera que recurrir o revisitar a Dante, a Conrad, a Rosa Luxemburgo o a Maquiavelo), mantenía intactas las esperanzas. Esperanzas que se hacían oír en todas sus conversaciones. Me remito al último apunte que tengo de él, proveniente de un curso virtual que dio, en medio de la pandemia, sobre la posibilidad de un “nuevo humanismo”. Dice así: “El barbijo, como señal de peligro, nos hermana en la no-hermandad”. Trágico y esperanzador a la vez. En cualquier caso, apertura a la responsabilidad. Horacio González piensa, milita, en nosotros y en nosotras.
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