Política Filosofía

La política y el mal (II)

La descripción que de lo sagrado ofrece G. Bataille como aquello apartado de todo lo que es útil inaugura una comprensión de la política que para el autor de esta nota ayuda a entender las razones de un movimiento, como el peronismo, que tiene a la justicia social como obsesión porque de ella depende, en última instancia, ese desarrollo integrado de nuestra afectividad que resulte capaz de sacar al hombre como centro de nuestras problematizaciones y poder poner así en dicho lugar, finalmente, a la vida.

10 de Abril de 2024

Por Fernando Tort

'La presencia del otro (...) se revela plenamente sólo si el otro, por su parte, se asoma también él mismo al borde de su nada, o si cae en ella (si muere). La comunicación sólo se establece entre dos seres puestos en juego: desgarrados, suspendidos, inclinados ambos hacia su nada'

G. Bataille

Acá se puede leer la primera parte de la nota.

7 - Ateología política

El original e intempestivo intento de Bataille por reemplazar hace noventa años la tradicional categorización de izquierda y derecha por la de sagrado y profano, tiene hoy toda vigencia aun cuando, por supuesto, lamentablemente todavía resulta demasiado fuera de lugar incluso para la mayoría en nuestra época. Porque aun hoy, como si estuviésemos en los tiempos de la Ilustración, se esgrime a lo profano cual bandera contestataria, y es justamente debido muy probablemente a eso que el desarrollo de un marco heurístico capaz de evadir esas interpretaciones que nos imposibilitan abrirnos a una nueva rebeldía resulta más imperioso ahora que nunca.

Si bien resulta adecuado definir la propuesta contenida en la Revista Acephale como una antropología existencial, también sería igualmente correcto describirla más sutilmente como una indagación sobre lo sagrado o, desde una estricta conceptualización materialista, incluso, como nueva formulación revolucionaria. Pero cualquiera de estas calificaciones cabría perfectamente si no fuera porque ninguna de ellas, en realidad, la agota sin embargo en sí misma.

Cuando lo individual no resulta suprimido en aras de lo colectivo ni, viceversa, lo colectivo abandonado o subordinado a lo individual, la línea divisoria entre las distintas disciplinas que abordan lo humano se desdibuja naturalmente. Y ello sucede porque, por encima de todo, estamos entonces ante una propuesta que, de forma deliberada, excede lo estrictamente intelectual y se aviene, por fin, a dejarse atravesar por la vida.

De alguna manera, y a modo de aproximación informal, podría decirse que Acephale resultó una comunidad nietzscheana, aunque no en el sentido restringido de que sus miembros fuesen meros lectores de Nietzsche sino, más bien, porque quienes la conformaron fueron personas que se reconocían a sí mismas como sus amigos. Y afirmar que se es amigo de Nietzsche es algo que no sería distinto en este específico caso que decir ‘enemigo’, ya que la comunidad con alguien como Nietzsche implica someterse inevitablemente, como ya señalara J. Derrida años más tarde, al peligroso ‘quizá’.

Los amigos de Nietzsche carecen de toda certeza, y su comunidad adolece o se nutre de esta misma insustancialidad. Una comunidad nietzscheana jamás sería, entonces, una que tomase simplemente a Nietzsche como fundador. En primer lugar porque sería alguien que ya ha muerto, pero principalmente porque antes de morir Nietzsche ha perdido literalmente la cabeza encarnando de esta manera la tragedia misma de la existencia con un rigor y una radicalidad extremas. De modo tal que la comunidad nietzscheana, que los miembros de Acephale expresarían, no tiene mas fundamento que ese inventado por cada uno de ellos, en toda oportunidad, al donarse a sí mismos.

Esta misma falta de verdadero sustento, precisamente, será lo que implícita aunque inevitablemente constituirá la preocupación teórica principal de los pensadores acefálicos, y si escriben y debaten acerca tanto del fascismo y de la democracia, como de Dionisio o de la muerte de Dios, no resulta sino una forma de dar vueltas en torno a un modo de ser en común alternativa que sólo tiene a la responsabilidad como principio.

El que Nietzsche haya de ser defendido, y su propuesta distinguida por ellos sobre todo respecto de la fascista predominante en su tiempo, resulta así apenas el pretexto para pensar, desde él y a partir de él, algo que él mismo sin embargo no pensó de manera expresa: una universalidad trágica. De modo que estos amigos de Nietzsche se animan a hablar en su nombre como forma de religar, de alguna manera, lo que ya ha efectivamente estallado en pedazos, puesto que el desafío que Nietzsche dejó a los filósofos del porvenir como legado consiste en pensar las condiciones de posibilidad de una comunidad para la cual Dios haya efectivamente muerto.

Así como veinte años antes C. Schmitt había demostrado, en su Teología Política, que los conceptos políticos resultaban conceptos teológicos secularizados, también puede decirse, siguiendo esta misma línea, que el grupo reunido en torno a la Revista Acephale se propuso formular una ateología política. Porque lo que está en el centro de la discusión, para una comunidad de tipo nietzscheana, no resulta tanto el problema de que eventualmente tenga o no tal o cual jefe, ni cuáles hayan de ser mas o menos sus leyes sino, por sobre todo, el original tipo de universalidad que sea posible entonces considerar – si es que lo admitimos en todo caso como posible – cuando la universalidad misma, o al menos la modalidad con que la conocíamos desde Dios, resulta puesta en cuestión.

La paradoja que permite apostar por esta nueva universalidad es que lo sagrado sólo puede entenderse a partir de la muerte de Dios porque, desde una perspectiva acefálica, con lo sagrado se expresaría en primerísima instancia la imperiosa necesidad de recuperar, para lo político mismo, esa responsabilidad potencialmente capaz de reemplazar un fundamento desaparecido. Pero es importante resaltar que la manera como los miembros de Acephale elaboraron teóricamente dicho reemplazo, sin embargo, no resultó siempre la misma para todos ellos, ya que el proyecto de una sociología sagrada exige un grado de intensidad que, traducida en una aceptación gozosa de la muerte, sólo G. Bataille se permitió llevar al límite de lo posible.

8 - Concepto político de lo sagrado

Los nombres que siempre escuchamos al analizar las características de lo sagrado son el de R. Otto con su concepto de lo ‘numinoso’ (La idea de lo santo, 1917) y el de M. Eliade con su idea de la ‘hierofanía’ (Tratado de historia de las religiones, 1949). Pero el de G. Bataille y su concepto de ‘soberanía’ (La parte maldita, 1949) amerita también para formar parte con idéntico prestigio del grupo de grandes pensadores que durante el pasado siglo se esforzó por introducirnos en eso que, a grandes rasgos, podemos describir como aquello que nos excede y frente a lo cual hallamos que nuestro ser alcanza, sin embargo, una integración existencial ya casi olvidada en nuestra civilización.

Otto y Elíade, junto a pensadores justamente famosos como C. Jung, principalmente, pero también como J. Campbell, R. Wilhelm, G. Scholem, E. Neuman y muchos más, formaron parte del prestigioso ‘Círculo Eranos’ que se reúne desde 1933 hasta la fecha para compartir pareceres sobre religiones comparadas desde el punto de vista de la psicología profunda y el mundo simbólico. Bataille, en cambio, que se sepa nunca compartió sus célebres reuniones ni debatió con ninguno de ellos porque pertenece a una tradición, de origen estrictamente sociológico-político que, aun cuando resulta posible rastrearla desde A. Comte y M Weber, comienza de manera formal y explícita con E. Durkheim (Las formas elementales de lo religioso, 1912).

Cuando habitualmente pensamos la relación entre lo político y lo sagrado lo hacemos, sin duda, en los términos de una ecuación por la cual lo sagrado aparece siempre en una posición de fundamento mientras que lo político, en cambio, resultaría incapaz de fundarse a sí mismo. Esa es obviamente la postura iluminista ya clásica que, recibida a través de las versiones de L. Feuerbach y C. Marx, nos hace adjudicar automáticamente a lo sagrado el papel de una mentira que tiene la función de legitimar y sostener gobiernos totalitarios. Pero Durkheim y sus discípulos de la escuela sociológica francesa (entre quienes se encuentra M. Mauss, con su fundamental Ensayo sobre el don, 1924) realizan, en cambio, esa novedosa operación inversa por la cual lo sagrado resulta fundamentado por lo político.

En lugar de abordar lo sagrado a partir de lo sobrenatural, como un conocimiento no científico, Durkheim entiende específicamente sacras, en cambio, a todas las formas de creación social: las tradiciones, los símbolos compartidos y los sentimientos comunes. Y si bien a lo sagrado lo considera opuesto a lo profano, más ligado este último a lo individual, ambos términos se hallarían en estricta relación para su escuela: lo que califica para él como sagrado no se concibe nunca en sí mismo de forma aislada dado que resulta siempre una interdicción respecto de lo profano, y es sólo por intermedio de dicha interdicción como lo social adquiere entonces propiamente entidad.

Esta consideración sagrada de lo social, que para Durkheim resulta propia de las sociedades arcaicas, es justo lo que Bataille entenderá sin embargo que una sociedad como la actual, que se concibe siendo ni tan siquiera una desangelada sumatoria de partes, sería tan deseable recuperara. Al mismo tiempo, eso mismo resulta también algo que el fascismo, por supuesto, parecía en su mismo momento haber comprendido a la perfección, motivo por el cual el objetivo de Bataille y su grupo Acephale - dentro del cual encontramos, entre otros, a R. Callois y M. Leiris - consistió en hallar la exacta y precisa manera de cuestionar las bases de la democracia burguesa que, al mismo tiempo, resultase capaz de distanciarse, sobre todo y de la manera más urgente, tanto del fascismo como del propio stalinismo.

Además de publicar la Revista Acephale, este grupo se caracterizó por un brazo esotérico que, con rituales e iniciados, formó parte del folclor de las vanguardias artísticas de principio de siglo y terminó su efímera existencia con la ocupación nazi. El propósito original de con-sagrar la comunidad a partir de un nuevo mito que, en su versión tanto exotérica como esotérica, había consistido la insólita razón de ser de Acephale, comenzó a resultar a sus miembros entonces un objetivo infantil, cuando no ya demasiado cercano incluso al fascismo y al stalinismo. Con el enemigo nazi a las puertas, descubrieron finalmente que su intento de contagiar a una sociedad indiferente y atomizada desde una comunidad secreta no hacía otra cosa que reproducir aquello mismo contra lo cual pretendían oponerse: la masificación y homogeneización del mundo servil de la democracia liberal.

Bataille llegó a la conclusión así de que la pretensión de completar a la escuela francesa de sociología con el sugerente mito del hombre acéfalo seguía, en tanto mito, todavía fiel a un concepto de lo colectivo sanguíneo y cerrado en sí mismo. Y por eso el Bataille que realmente nos interesa actualmente, en todo caso, es el que surge entonces a partir de la crisis personal que supuso para él este mismo primer fracaso, constituyendo la superación de dicha crisis el asunto fundamental de su primera obra: La experiencia interior. Fue preciso que Bataille abandonara todos sus anteriores amigos y conociera en 1940 a M. Blanchot, por lo tanto, para que diera comienzo a un concepto de lo sagrado con fisonomía propia.

En realidad, el cambio de perspectiva de Bataille a partir del ’40 respecto del papel del mito dentro de lo sagrado resulta paralelo a la profundización que opera, al mismo tiempo, su concepto sobre la comunidad. Es que una cosa va ligada con la otra para él, y en esto reside por supuesto la riqueza de su planteo. Porque, si bien en el período de entre guerras lo sagrado venía a cumplir, dentro del empeño teórico baitailleiano, casi solamente una función específica dentro del ámbito de lo político, luego de la segunda guerra será lo político mismo lo que constituya, mas bien, una forma de sintonía con lo sagrado, y ya no meramente teórica entonces sino profundamente vivencial. Es justamente esta concepción vivencial de lo político, entonces, lo que le permitirá abrir la dimensión política de lo sagrado.

9 - Soberanía y transgresión

Evocando sólo a lo ‘numinoso’ o lo ‘hierofántico’ no alcanzamos a dar plena cuenta y de manera vívida cómo lo sagrado impregna, en definitiva, un paradigma político. Porque, aun cuando dichos conceptos califican acertadamente por supuesto determinadas vivencias, se limitan a describirlas siempre objetiva y externamente y, sin preocuparse demasiado por la intimidad del asunto en cuestión, poco o nada profundizan en el modo por el cual concebimos, por ejemplo, al encuentro con el otro como sagrado. Con la mano en el corazón, en cambio, Bataille se hace y nos hace tácitamente la misma pregunta siempre como punto de partida: ¿qué circunstancias están implicadas en la posibilidad de dejar de ver al otro, según el modo profano habitual, como aquel que expresa un mero límite a nuestra libertad?

Cuando desde un paradigma político calificamos algo como sagrado no sólo dejamos a un lado el criterio de autoridad tradicional sino, por sobre todo, esa concepción también tradicional por la que tanto en el paganismo como luego en la cristiandad lo sagrado terminó siendo sustancializado, ya sea de manera terrena o celeste. Mucho más cercano para nosotros resulta, desde un paradigma que toma como centro la vida, comprender lo sagrado a partir de un concepto como el de ‘ceremonia’, por ejemplo, que si bien posee los rasgos del ritual también y sin tanto rigor supone, sin embargo, un alcance muchísimo más abarcador en el tiempo tanto como en el espacio. Pues cuando alcanzamos a describir a lo sagrado como una ceremonia, notamos que se nos ofrece como esa vivencia que no puede definirse sino agonísticamente, dado que supone finalmente de nuestra parte un decidido acto de soberanía: sólo así es como lo sagrado y lo político se descubren, finalmente, conceptos que se implican de manera mutua.

La idea de la transgresión resulta clave para entender la soberanía porque lo que en definitiva está en danza, junto a ella, es el misterio implicado en lo sagrado. El punto a tomar en cuenta, y muchas veces pasado por alto, es que poner la vida al centro supone una transgresión. Sólo resulta soberano entonces quien transgrede, aunque no se infiere directamente de ello, obviamente, que cualquier transgresión sea por supuesto soberana. Toda la filosofía de Bataille gira en torno a esta idea, por demás compleja, según la cual el hecho de que una acción resulte producto de una decisión no alcanza para definirla soberana (tal como suponía C. Schmitt en su Teología Política, 1922): un acto sólo es soberano para Bataille recien cuando, en última instancia, no resulta efectuado por un sujeto. Es decir, y de manera evidentemente aporética, un acto sólo es soberano cuando no es producto de una deliberación racional interna en cuanto a fines.

Siempre la transgresión subyace a la noción de soberanía. Pero si la soberanía había sido pensada previamente por Schmitt como un estado de excepción a la ley, estado que resulta condición, a la vez, de cualquier futuro imperio de la ley, Bataille en cambio pensará la soberanía como un estado de excepción incluso de la ley en sí misma, esto es, y más sencillamente, a partir de la fiesta como la única verdadera transgresión contra el mundo del trabajo, la apropiación y la conservación. Al ser el ámbito por excelencia del gasto improductivo, la fiesta y el sacrificio forman entonces para él un binomio inseparable mediante el cual se nos brinda ese marco interpretativo de lo sagrado que descubre, en consecuencia, una nueva dimensión del vínculo entre los seres humanos.

La distinción que aparece entre una comprensión sagrada de lo político - el primer intento de Bataille - y, en cambio, esta novedosa comprensión política de lo sagrado, que resumiría su obra de mayor talla filosófica, sólo alcanza a separarse con una línea muy tenue. Pero es importante dibujarla al menos metódicamente porque, a partir del desencuentro que resultó finalmente Acephale, Bataille sólo podrá pensar a lo sagrado teñido por la novedosa categorización de la ‘ausencia’, una noción transgresora contra toda sustancialización que lo lleva, más que a cambiar el objeto de sus análisis, a enfocarlos de otra manera. Tanto es así que, en lugar de mito y comunidad, en adelante sólo escribirá sobre el 'mito de la ausencia de mito' y 'la comunidad de la ausencia de comunidad', constituyendo ellos entonces los tópicos más característicos de su pensamiento.

10 - Ausencia como elemento

A esa sociabilidad basada en una noción de soberanía restringida que se sostiene básicamente en la defensa de la propiedad privada y que, a su vez, sostiene la legitimidad de la expropiación, Bataille le opone eso que él llama una 'ausencia de comunidad' porque su propio y novedoso concepto ampliado de la soberanía no se sostiene ni sostiene ya absolutamente nada: y tan así que la misma consumación de la sociedad, y su consiguiente disolución, resultan sus aspectos constitutivos. Esta noción de soberanía ampliada se corresponde, entonces, con una comunidad que no puede proclamarse jamás como tal ya que no sólo carece de todo fundamento sino que, precisamente, hace de esta falta de fundamento su misma razón de ser. En otras palabras, podría decirse que lo sagrado para Bataille no es entonces sino la ratio essendi de esta ausencia de comunidad y, a la vez, la ausencia misma de comunidad es la ratio cognoscendi de lo sagrado.

La dimensión política de lo sagrado de Bataille resultó, en última instancia, una emancipación explícita de la concepción tradicional de lo político que abrió la puerta a un pensamiento político posfundacional. Lo que vincule a los seres entre sí no se ofrece ya, para esta nueva dimensión política, como una transición clásica del caos al cosmos: esta flecha de la creación era propia del ámbito del trabajo y de la técnica, pero la creación característica al ámbito de lo sagrado se concibe artísticamente y, por lo tanto, ni el cosmos es algo que niega ya ningún caos ni el desorden primitivo mismo resulta suprimido ya sin más por ningún orden superior. Es dicha convivencia misma del desorden con el orden, o esta afirmación del desorden por parte del orden, lo que mejor caracteriza a lo sagrado comprendido políticamente, entonces, pues en lugar de suponer para él un plano trascendente hace de la trascendencia misma, de alguna manera, una transgresión infinita.

El ámbito de lo sagrado rompe para Bataille esos firmes puntos de apoyo de los que tiene tanta necesidad un tiempo concebido, todavía espacialmente, como una sucesión de presentes que se unen cual eslabones de una cadena, y la transgresión de tipo sagrada que él propone consiste en hacer de la ausencia como tal, entonces, su más propio elemento: ausencia de origen, por un lado, pero también ausencia de final, que en definitiva es una ausencia de Dios y finalmente remite a una ausencia de toda presencia, puesto que la presencia es a lo que en verdad vivimos aferrados al apartarnos de lo sagrado. No hay origen ni final para el tiempo sagrado. Sólo al tiempo profano de la técnica le resulta indispensable ubicar con precisión a uno y a otro pues, en el dominio de su negatividad, las cosas que son precisan dejar de ser lo que eran para poder ser.

11 - Gozo ante la propia muerte

La pregunta siempre latente a través de toda la temática acefálica - al menos para quienes buscamos afanosamente su letra chica - ronda en torno al papel de lo sagrado: a) ¿operaría como un nuevo fundamento para lo político?, b) ¿o, al revés, como eje a partir del cual se inaugura el pensamiento político post fundacional?... Estas dos opciones convivieron por un tiempo dentro del Colegio Sagrado de Sociología, y su tensión sin embargo resultó a las claras el motivo de la ruptura definitiva entre sus miembros.

La disidencia sobre cómo resolver la cuestión de fondo, así como la circunstancia de que ello explique probablemente la definitiva desaparición del Colegio, está muy lejos sin embargo de señalar un fracaso. Interpretarlo como tal resultaría no tomar en cuenta que se trata de un asunto que, más que una solución, exige ser planteado. Después de dos años de discusiones acerca del objeto y el propósito de una sociología sagrada, el hecho es que el conflicto interno acerca de esta cuestión pudo haber llegado entre ellos al máximo tolerable, seguramente, a punto tal que el último número de la Revista es unipersonal y cierra con una reflexión sobre la paradojal práctica del gozo ante la propia muerte presentada por Bataille como la forma misma que lo sagrado tomaría, necesariamente, a partir de la muerte de Dios.

El análisis de Numancia, una representación teatral basada en la obra de M. Cervantes, es el pretexto que Bataille toma para dar cuenta de una actitud sacrificial de lo colectivo que, mucho más allá de su mera connotación antifascista, manifiesta para él propiamente la pasión política como tal. Pero la ‘comunidad del corazón’, que en Numancia así se expresaría, está tan lejos de la torpeza del romanticismo como de la humildad religiosa, pues la voluntad deslumbrante del suicidio colectivo retratada allí no se reconoce para Bataille como una esperanza de beatitud eterna pero tampoco al modo de una fusión patriótica. La muerte, por el contrario, cumple para Bataille el rol de devolver a la Tierra la divina exactitud del sueño cuando se asume a la vida como un combate capaz de enfrentar la propia nada cara a cara.

Más que una asociación sin cabeza visible, la comunidad del corazón necesita ser entendida como esa en la cual todos sus miembros han perdido metafóricamente la cabeza al abrazar la muerte. De manera tal que el mero tener en común el hecho de ser mortales en absoluto explica que sus miembros formen una comunidad, sino que la comunidad ocurre por lo que sucede, por el contrario, cuando la vida es asumida a cabalidad en toda su dimensión trágica. Por eso, dirá finalmente Bataille, si sólo el miedo a la muerte explica que vivamos torpemente siempre presos del futuro y, preocupados exclusivamente por la sobrevivencia, hayamos perdido la dimensión sagrada de la vida, es preciso llegar a vivenciar que

“Lo único soberano en mí es la ruina. Y mi visible ausencia de superioridad –mi estado de ruina– es la marca de una insubordinación igual a la del cielo estrellado”

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