La posibilidad milagrosa
Una falla técnica, una mera casualidad, la incompetencia de un asesino improvisado, un milagro de Dios, la protección de Néstor… algo de eso impidió que en la noche del jueves el país se sumiera en el caos más absoluto, en un ciclo de venganzas interminable, en un mar de sangre, en la guerra civil. Contra todas las probabilidades, el disparo no salió. Sobre tamaña contingencia, y a pesar de los deseos más profundos y oscuros de los gorilas, se recostó-y se salvó- la continuidad misma de la Argentina como tal. No sé quién dijo, con perfecta exactitud, que la fragilidad del cuerpo de Cristina es hoy por hoy la fragilidad de la que pende la Nación, suspendida sobre un abismo. Si mataban a Cristina, se acababa el país. Si mataban a Cristina, por más mártir que se volviera, resultaría incalculable el grado de destrucción desatado, y nadie sabe cuántas décadas pasarían hasta que el pueblo lograra tener nuevamente una oportunidad de levantar cabeza. Seríamos, con todo rigor, el país de las imposibilidades.
En el momento más dramático, la fortuna nos sonrió a los argentinos. Pero también nos sentenció: por última vez. Digamos que nos fue concedido un tiempo de gracia, que nos hace enteramente responsables, en una situación de extrema gravedad. Lo grave refiere a lo serio, a lo que no se puede tomar banalmente, mas indica a su vez lo pesado, lo incómodo, lo que debemos soportar como carga, o de lo que hay que hacerse cargo, sin contemplaciones. Hace pocos días sostuvimos que la defensa de Cristina es en la actualidad la cuestión más importante, el centro de gravedad, de la política nacional. Todavía es necesario desplegar las consecuencias que semejante axioma exige. El Estado bobo, que no previó ni se imaginó lo que podía suceder, dejó a Cristina completamente regalada, desguarnecida y a su suerte. Con la militancia y su disciplina es evidente que no alcanza, menos cuando el furor popular desborda la disciplina y en medio de un clima de euforia, donde se corea el “Cristina Presidenta”, los ánimos antes tensionados, tienden a relajarse. Pero sin la militancia, y esto debe quedar grabado, hoy Cristina yacería muerta.
Y, sin embargo, Cristina no murió. Algo debemos extraer de ese “sin embargo”. Algo como una posibilidad que se cola, silenciosa, en medio de las imposibilidades. Algo que impacte, que sirva de punto de inflexión, como aquel rumor, confirmación por lo bajo, secreto a voces, que escuchó Rodolfo Walsh casi de sorpresa, y que el ingenio popular no tardó en recuperar. Hay una fusilada que vive. En ese fenómeno prodigioso se guarda la chance espectral de ir al corazón de las cosas, de repensar-repensar en serio, con la intensidad política que amerita- cómo llegamos hasta aquí. Se habla mucho, muchísimo, del odio, de que el límite ya se cruzó hace rato, de que la derecha consiguió criar, reclutar, armar un neofascista, un grupo de neofascistas, dispuestos a cometer esta clase de crímenes, sin conexiones judicialmente imputables con los dueños del poder. Si los grandes empresarios no contrataron un sicario para asesinar a Cristina, se deduce que es porque no quieren que se les venga la noche. La hipótesis del lobo solitario, además de desligarlos de la responsabilidad penal o de una eventual justicia popular, les permite atribuir las razones de fondo no a su revanchismo de clase sino a la crispasión, a la grieta, a la división de las familias ocasionada por Cristina, cuando son ellos mismos los que, día a día, a través de su artillería mediática, fogonean el malestar e instigan e inoculan el odio.
Tenemos entonces cuatro figuras que se han montado en oposición directa a Cristina, con reacciones disímiles, pero con una base común, en lo que respecta al magnicidio. Primero, los que callan con silencio cómplice, los que no rechazan, los que justifican, los que ventilan la teoría de los dos odios. Son los agitadores de la violencia, desde Patricia Bullrich y Javier Milei hasta la AEA. Segundo, los dirigentes con visibilidad pública y roles institucionales que repudian o se solidarizan, mas desconocen su responsabilidad en el asunto, como promotores de la agresividad que luego condenan. Ante el menor señalamiento, se victimizan y vuelven a la carga. Son los hipócritas, y los organizadores sistemáticos. Después está el ejército de fanáticos y resentidos que todo el entramado de odio que se articuló a lo largo de estos años supo construir, y que con toda seguridad pondría entre paréntesis la conciencia moral con tal de matar a Cristina, pues para ellos Cristina es satánica, representa al diablo en persona. Son la carne de cañón del fascismo. Por último-y es la enorme mayoría del antikirchnerismo, incluyendo sectores del no-kirchnerismo- tenemos a aquellos que repiten y reproducen incesantemente el discurso de odio, que incluso se lamentan de que el disparo no se hubiera efectuado, pero no se toman completamente en serio (hay distintos grados) lo que enuncian, en el sentido de que ni siquiera se detienen a pensar en las consecuencias, y tampoco se atreverían a poner el cuerpo para cumplirlo. Son los estúpidos, de los que hablamos en un texto anterior. La estupidez, por muy ingenua que parezca, es peligrosa, porque en ciertas circunstancias, movida por el odio, lleva a la catástrofe. Los estúpidos son los “demonios medianos” de los que habla Simona Forti para explicar el genocidio nazi (los que no mataron, pero organizaron o justificaron la matanza), los que decían “algo habrán hecho” durante la dictadura, incluso los que botonearon a un “subversivo”. Hoy, si no llegan a afirmar que les hubiera gustado que el asesino tuviera éxito (porque resulta inmoral), sostienen en cambio que por tal o cual “no decretaron feriado” y otras tonterías por el estilo. A las cuatro figuras las unifica una misma palabra, una misma carencia ética: irresponsabilidad.
El peronismo, por el contrario, demostró, una vez más, entre la conmoción y el dolor por lo sucedido, entre el alivio y la alegría de que Cristina siguiera con vida, que es una fuerza infinitamente más civilizada que el antiperonismo rabioso (cuando Maslatón postula que el peronismo es mucho más liberal y tolerante que el antiperonismo, tiene razón). Quien atentó contra la vida de Cristina no fue linchado ni ajusticiado por mano propia, sino entregado a la policía por los mismos militantes. Al día siguiente del intento de magnicidio, el campo nacional y popular se movilizó pacíficamente a Plaza de Mayo, en lugar de ir a prender fuego Clarín, los tribunales de Comodoro Py o la casa de Macri (que nadie sabe dónde es), como las pulsiones más desinhibidas podían llegar a arrojar. Pero que el peronismo haya salido a manifestarse en defensa de la democracia, de las instituciones de la República, de la paz social, de ninguna manera resuelve el problema de fondo. El pueblo es manso pero no tonto, decía el General Perón, que de vez en cuando insinuó que, ante la violencia gorila, él no pondría frenos en el momento en que el pueblo decidiera hacer tronar el escarmiento. ¿Hasta cuándo poner la otra mejilla y resistir al mal con el amor? ¿Cómo superar la encrucijada actual sin ingresar en una espiral de violencia que todos sabemos cómo empieza pero no cómo termina? Es conocida la Orestíada de Esquilo, que pone fin a los crímenes de sangre, a las venganzas taliónicas con la institución del tribunal de justicia. Pero, ¿cómo detener el odio cuando son las mismas instituciones las que se encuentran viciadas y se declaran irreformables?
Unidad nacional con el odio afuera, concluyó el comunicado que se leyó en Plaza de Mayo el viernes. La pregunta, no obstante, es si de verdad estamos dispuestos a poner esos límites, cuando no se trata de tomar medidas preventivas o profilácticas, porque la violencia hace rato que está incrustada y diseminada por todo el tejido social. Es decir, hoy se trata menos de evitar lo que puede pasar que de lidiar con las consecuencias, aún si el objetivo minimalista es que las cosas no empeoren y preservar la vida de Cristina. No se puede ser tolerante con los intolerantes, bien. Pero sucede que los intolerantes no son un par de energúmenos, sino el poder real, con su periodismo de guerra, con su partido judicial (que es un pelotón de fusilamiento), con sus especulaciones financieras y sus corridas cambiarias, con su pathos inflacionario. ¿Hasta cuándo pedirles por favor que entiendan y que aprendan por las buenas? La docilidad y la paciencia cristianas puede generar resultados de siglos (como con el Imperio Romano), pero en Argentina los siglos se cuentan por días, porque en un puñado de días todo cambia, todo tiene que ser recalculado. Menos una cosa, insospechada, que es la democracia como emblema. No se alarmen ni cancelen, procedamos a explicar.
Alain Badiou, que es quizá el nombre filosófico más importante del mundo desde la muerte de Heidegger, plantea que la clave del nihilismo contemporáneo (o sea, de la impotencia, de la falta de proyecto, de la vida sin Idea) no es el capitalismo, sino la democracia. Esto significa más o menos lo siguiente: se puede estar en contra del capitalismo, se pueden denunciar sus horrores, su carácter injusto, incluso a menudo hacerlo aparece como algo cool, o progre, o políticamente correcto. El capital, el poder desnudo, no prohíbe el anticapitalismo como posición subjetiva. No hiere la susceptibilidad de nadie que le digan: “vos sos anticapitalista”. Lo que sí censura el poder, lo que sí está mal visto, lo que sí es inadmisible, es declararse en contra de la democracia. Hasta la derecha más virulenta, más radicalizada, más salvaje y bestial, osa llamarse democrática, y consigue analistas políticos que le prestan el mote con facilidad. Los argentinos y argentinas lo sabemos bien: todos los golpes de Estado de nuestra historia se orquestaron en nombre de la Constitución, de la libertad, de la República y, también, de la democracia. Compréndase: es una cuestión de imagen, de semblante, de cómo se presenta la cosa y cómo se la piensa.
La democracia aparece en la actualidad como un adorado fetiche. Badiou no quiere deshacerse de la palabra. Le interesa, sobre todo, impugnar sus efectos subjetivos en tanto opera como representación de Estado. Critica el sustantivo, no el adjetivo “democrático” (“nacional, popular y democrático”), que es prioritario liberar de su captura por el sustantivo. Esto de que por todas partes haya paladines de “la” democracia (parafraseando a Laclau y Mouffe, conjeturemos que “la” democracia “no existe”; hay movimientos democráticos, comportamientos democráticos, procedimientos más o menos democráticos). El fin de la historia que Fukuyama proclamó, no lo olvidemos, suponía el triunfo de la democracia, entendida como democracia de mercado, como sociedad liberal, como sociedad permisiva (no vivimos en sociedades ascéticas, puritanas, sino atravesadas por el imperativo del goce, vacío e insustancial; el trasfondo de la sociedad contemporánea es el hedonismo depresivo), es decir, el triunfo del principio del capital-parlamentarismo.
¿Qué es la democracia moderna? La incuestionabilidad de la lógica monetaria, del intercambio generalizado, de la igualación (formal) o la equivalencia de lo desigual. “Digamos que el mundo democrático es el mundo de la sustituibilidad universal. En cierto sentido, todo es sustituible por todo”, resume Badiou. Se intercambian mercancías, sí, pero también deseos, goces, opiniones. La democracia es el reino de la opinión, de la doxa. Cualquiera puede decir cualquier cosa, sin ningún fundamento de respaldo. Podemos ser epidemiólogos a la mañana, economistas a la tarde y expertos en derecho penal antes de irnos a dormir. Por eso el mejor análisis de la democracia y del “hombre democrático” sigue siendo el de Platón en su República. ¿Qué es lo que, para la democracia, dirime la confrontación de las opiniones, que a priori valen todas lo mismo? El número, el llamado “consenso democrático”, que suele reglamentarse por medio de procedimientos institucionales. Se elige el gobierno (se hace prevalecer una opinión) a través del criterio de la mayoría. Pero el número, como comprendió tempranamente Platón, no hace a la verdad. Una opinión no es verdadera solo porque tenga más adeptos que el resto. Si aquello se afirmara, entonces habría de justificar el ascenso de Adolf Hitler, que se logró por canales “legales” y “democráticos”. Tal vez fueron estas dificultades las que llevaron a Churchill a afirmar que la democracia es el régimen político “menos malo”.
Badiou, sin embargo, nunca se resignó a aceptar el orden de “lo que hay”. Pues para él, “solo hay cuerpos y lenguajes, sino que existen las verdades” (el “sino” implica que las verdades están en excepción o ruptura respecto a lo que hay, no son algo adicional que viene a completar la naturaleza del mundo), que se construyen en el registro de la ciencia, del arte, de la política y del amor, contra los consensos dominantes, que son los que sostienen al poder, y que el filósofo francés interpreta como nihilistas. El nihilismo se asienta ahí donde se admite que vivir para nada (vivir para vivir, o sea, sobrevivir) es mejor que no vivir. La superación del nihilismo siempre trae consigo la pregunta ¿qué es vivir?, porque partimos, como Rimbaud, del diagnóstico de que la verdadera vida está ausente. La vida asaltada por la Idea, que vive bajo la orientación, bajo la presión de la Idea, es justamente la que hace excepción al orden vigente (porque no se la puede contar, porque es inexistente; un acontecimiento se da cuando bascula u oscila el sentido del mundo y un elemento de intensidad nula ve mutar su intensidad hacia una existencia máxima, de la que tiene que organizar las consecuencias) y obliga al poder a revelarse en toda su desnudez (represora, no democrática). De ahí que irritara tanto al poder la presencia de la militancia en Juncal, porque ni se ajustaba ni respondía a los parámetros efímeros y sensacionales de la opinión pública, que desconfía de las verdades universales y eternas.
El poder siempre está en exceso respecto al orden democrático (es el exceso del representante en relación con el representado, que Hobbes explicó a la perfección). Carl Schmitt llamó al fenómeno “plusvalor político”. Zizek lo describe así: “Podemos tener un Estado, un sistema público de poder, tan legitimado como quieras, sometido a la crítica de la prensa, elecciones democráticas, aparentemente a nuestro servicio. Pero aun así, si miras de cerca, como incluso el poder del Estado más democrático funciona, en la medida en que se manifiesta la autoridad-y el poder necesita autoridad- tiene que haber, por así decirlo, entre líneas, todo el tiempo este mensaje de: sí, sí, sí, estamos legitimados por las elecciones, pero básicamente podemos hacer contigo lo que queramos”. Solo habría que añadir: en América Latina y en Argentina, el poder no se identifica con el Estado, sino que lo somete y lo instrumentaliza. Por eso, según se cuenta, Héctor Magnetto consideró “puesto menor” el cargo de presidente de la República.
La militancia va por otro carril. En tanto es militancia, debe introducir para Badiou una figura nueva de la lentitud. No puede dejarse llevar por la dinámica agitada de los medios de comunicación (que necesitan renovar a cada rato los títulos, las tapas, las noticias), ni de las redes sociales, ni del consumismo de los goces superfluos, ni de los calendarios electorales, pero tampoco por la tentación de lo que Badiou denomina la lentitud drogada o de los estupefacientes, que es una manera de fugarse del mundo, de tranquilizar los sentidos alterados, sin confrontar con su real. Es muy profunda la frase de Máximo Kirchner que postula que es más rápida la velocidad de los deseos que la velocidad de la construcción, porque abre numerosas posibilidades y campos de intervención. No se trata de que la construcción tenga que ir al ritmo de los deseos, no es esa la idea. Debemos, por el contrario, trabajar en ese plano, que Deleuze y Guattari designaron como “micropolítica”, sin por eso apurar o enloquecer la construcción, que se debilita con las carreras meteóricas, las vanidades personales o la ansiedad ante la falta de resultados mayúsculos. Es característico de la militancia proponer un camino que es el del largo desvío, el de la larga marcha, aun allí donde acontecen urgencias y apremios. La construcción es punto por punto, paso a paso. Siempre se tiene que revalidar la decisión primordial, cuando la vida misma comparece frente al “sí” o el “no” que el rayo del acontecimiento nos lanza por la cabeza. Siempre se tienen que tomar decisiones derivadas, que nos permitan resolver los problemas que van surgiendo en el sendero de la creación de la nueva vida.
La democracia de mercado exige que seamos tolerantes, respetuosos, competentes, rentables, ordenados, modernos. Que llevemos una “vida de derecha”. No es otro el problema fundamental de la historia argentina reciente que la democracia que tanto nos costó sea, a su vez, una democracia de la derrota, surgida tras la derrota de Malvinas pero, especialmente, de la derrota de los años 70. Porque la democracia, nos guste o no, vino con el paquete de la “autocrítica”. No se puede comprar una sin la otra. Ahora somos democráticos, pero antes vivíamos bajo la lógica de la violencia y el autoritarismo. El pasado es oscuro y es mejor dejarlo atrás. Incluso, en el consenso dominante, se posicionó como un objetivo a resolver la incorporación del peronismo, proscripto durante 17 años, perseguido, fusilado, torturado, desaparecido, a las instituciones democráticas, así como a la gestión económica racional que pretende el mercado.
Cuando la verdad, que no es democrática (porque no está puesta en discusión), irrumpe, las aguas se dividen, y hay que elegir. Como militantes, ejecutamos la disciplina de las consecuencias. Por eso gritamos: ¡nada sin Cristina! Aunque del otro lado eso provoque reacción. Lo que no podemos, sin embargo, es detenernos en el engaño del semblante, con tal de no parecer anacrónicos o fuera de época. Porque la época es lo que se construye, por fuera del dominio de las imágenes, que hoy circulan por doquier. La militancia no debe ordenarse detrás de los tiempos electorales, ni de la opinión pública, que pertenecen meramente al plano de la táctica. En la situación de gravedad, en la situación extrema, hay que ir al fondo de las cosas, por más votos que se pierdan. Es una ingenuidad y una estupidez enorme creer en una hipotética sensibilización de la derecha por lo ocurrido con Cristina. O que el odio se va a calmar solo porque se lo señale con el dedo. Ineludiblemente, la construcción que se desprende de la fidelidad al acontecimiento, de carácter afirmativa, tiene que tomarse en serio el desafío y la provocación de quienes rechazan el acontecimiento. Espartaco se vio obligado a formar un ejército de esclavos porque, a pesar de que los conjurados, de que los liberados, solo querían “volver a casa”, se encontraron con que Roma no se los permitía y envió legiones con el fin de esclavizarlos otra vez y aplicar castigos severos por su rebeldía. Bueno: el peronismo no puede hacer de cuenta que Roma, como antes el Faraón en tiempos de Moisés y el éxodo, lo va a dejar seguir su camino. Suponer que la derecha va a comprender que el odio está mal e intentará desactivarlo es una ingenuidad imperdonable. La derecha es insaciable y desea destruirnos, nos defendamos o no.
El macrismo seguirá indignándose y haciendo shows para las cámaras en las sesiones parlamentarias, cada vez que lo responsabilicemos por el mal que causa. Los periodistas mercenarios continuarán acusándonos de atentar contra la libertad de expresión cada vez que los denunciemos por propagar discursos violentos y de barricada, o estigmatizaciones monstruosas. Los jueces se escudarán sin cesar tras el blindaje republicano (reforzado por la cobertura mediática) cada vez que advirtamos que violan la Constitución. Los grandes empresarios no dejarán de subir los precios, de desabastecer, de especular contra la moneda, cada vez que les pidamos que se sumen a una mesa de diálogo o que respeten un acuerdo. La República de Weimar engendró el nazismo por ser demasiado débil y blanda a la hora de combatir las expresiones de ultraderecha que se desarrollaban en su seno, por querer ser tolerante con los intolerantes. No cometamos el mismo error, de nuevo.
El milagro de que Cristina siga con vida, que es casi como una resurrección, nos obliga a pensar. El tiempo de gracia que nos fue donado, es un tiempo para pensar. Pero pensar es dejar de lado las opiniones que escuchamos por ahí, no temerles, rebelarse contra la mediocridad generalizada que nos hunde en el nihilismo, en el derrotismo. Es verdad que, frente al odio, estamos del lado del amor. Amor, sin embargo, no significa paz de los cementerios, significa compromiso, responsabilidad, entrega, desprendimiento, exposición por el otro. En su Ética demostrada según el orden geométrico, Spinoza dice que el odio es una pasión triste, movilizada por la búsqueda de destrucción de lo que lo genera. Cristina no es el objeto del odio gorila, sino su blanco. El objeto es la felicidad y el amor que ella despierta a su alrededor, entre el pueblo kirchnerista, entre la militancia, en la medida en que hace excepción al orden.
Hasta ahora, hemos tratado de frenar el odio intentando convencerlo de que, consumado, llevaría a un mal mayor. Pero el odio, que es contagioso, no entiende de razones. Al odio, que solo se apaga lentamente, se lo combate con energía, desarticulando las instancias, los focos que lo promueven. No hay ninguna otra manera, ningún atajo. Amor, posibilidad, ejemplo de la vida verdadera, por una parte. Defensa decidida contra la agresión del enemigo, por la otra. La reacción es defensiva, no existencial. Para eso, no obstante, necesitamos dejar de permitirle al enemigo jugar sucio. Si las reglas no se respetan, hay que hacerlas respetar, asumiendo el riesgo de no parecer democráticos. Porque la derecha ataca como partido político y se defiende como medio de comunicación, como justicia independiente, como libertad de empresa. Sería un error enfrentar al odio con odio, porque solo lo alimenta y lo exacerba. Como dice Spinoza en la proposición 43: “el odio aumenta con el odio recíproco y puede, en cambio, ser destruido con amor”. Mas el amor no es democrático. No se somete a la circulación de las opiniones, no deja que se cuestione su estatuto de verdad.
Para defender a Cristina, no alcanza con invocar los consensos democráticos, que para la derecha son papel mojado. Hay que invocarlos, como demostración de fuerza, siempre y cuando se los tome en serio, siempre y cuando se haga algo para purificar la atmósfera tóxica que perturba los afectos, siempre y cuando apostemos por la regeneración del mal en arrepentimiento (hoy una novela de Dostoievski es más valiosa que cualquier análisis político). Para vencer al odio, hay que ir donde se encuentra, al síntoma, a la manifestación, a la fábrica. En algunos casos, con predicadores, misioneros, militantes obstinados y pacientes, que verifican y exhiben que otra vida es posible, que el odio mata, que es infundado, que deshumaniza, que el amor es mucho más bello, mucho más terapéutico y saludable, en tanto nos atrevamos a sostener su verdad. En los otros casos, por el contrario, donde está la “cocina”, no es viable ser tibios. Si somos tibios, si no somos consecuentes, si no somos duros, si no somos justos, si no somos, a los ojos de la opinión pública, de los televidentes y de los votantes, “antidemocráticos”, entregaremos a los militantes, a Cristina misma, a la muerte. Y su martirio será en vano.
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