Teología de la emancipación
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El generoso movimiento de la Teología de la Liberación había buscado, en el siglo que pasó, contemplar lo sagrado en la inmanencia dando cuenta así de la injusticia. Su asunto era demostrar que la pobreza no es un valor. Hoy, a Dios gracias, un paisano nuestro cercano de esa tendencia ocupa el papado en Roma y canoniza en buena hora a sus mártires. Dejándose empapar del aire de época imperante en el tumultuoso final del s.20, se trató de una corriente que buscó en Hegel y en Marx una curiosa fuente de inspiración. Pero actualmente, neoliberalismo mediante, las cosas han cambiado y la idea misma contenida en el concepto de 'liberación', ya sea en la política como en la filosofía y la teología, se experimenta como algo que definitivamente nos hace temblar.
Muchos vemos en ello una tremenda claudicación, y a la idea misma contenida en el concepto de 'emancipación' que ha comenzado a esbozarse como alternativa una mera compensación devaluada de la liberación. Pero verlo de esta manera es una forma simplificada e insuficiente de distinguir a la liberación de la emancipación que tiende a asimilar la primera a la revolución y la segunda al reformismo.
La manera más directa y segura de comprender su diferencia consiste en conectar dicha distinción al nuevo pacto espiritual, expresado en la pascua cristiana, a partir del cual esa tradicional celebración de la liberación del pueblo judío respecto de la opresión imperial es convertida por Jesús en símbolo de la emancipación de un pueblo propiamente espiritual. Por eso, si una teología de la emancipación tuviese sentido de ser formulada apuntaría en consecuencia a la puesta en valor de una trascendencia que no fuese ya esa instancia utilizada tradicionalmente como excusa para esconder nuestra cobardía a vivir sino, todo lo contrario, con objeto de vivir en temor y en temblor.
Para S. Kierkegaard, la Teología de la Liberación habría sido inscripta también dentro de lo que él llamó entonces ‘cristiandad’, es decir, esa religión que incluso desde una opción por los pobres no alcanza a dar cuenta sin embargo de la fe como ese salto por sobre lo general tan bien graficado por él a partir de la figura de Abraham. Si una opción emancipatoria, en cambio, no sólo se desprende de la idea de revolución sino que reacciona incluso contra ella, es porque comprende entonces a la enseñanza del Reino de Dios como modo de sortear esa misma certeza ciega sobre lo que supuestamente debiera ser cambiado y hacia dónde habría de llevarnos. Porque si la emancipación es el duelo por la revolución, la fe lo es de las certezas.
Mientras la lógica de la liberación reducía el problema político a una oposición binaria entre traidores o sometidos, la de la emancipación problematiza en cambio esta relación misma, resignando tanto la posibilidad de una liberación total - que supuestamente ocurriría eliminada la opresión - como de la pérdida completa de esperanza. Si hoy resulta indispensable que reaprendamos a temblar ante la falta de certezas es, entonces, porque frente a frente con este contrasentido tomamos siempre dos caminos que en definitiva vuelven a juntarse mas adelante: o las negamos hasta la locura, o nos dejamos vencer por ellas. El mundo se encamina así como un orgulloso Titanic hacia su catástrofe anunciada, y frente a ello urge distinguir y señalar un camino alternativo, que no sería propiamente un camino porque no sirve para llegar a un destino donde salvarlo o salvarnos, pero que sí nos ayude a no desesperar.
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Todos los que amamos caminar en la naturaleza sabemos bien que una de las características más destacables del temblor es que cuando nos afecta resulta insobornable: nada puede detenerlo. Le tememos como a la peste, ya que temblar es algo sobre lo cual no cabe sino someternos sin control posible. Ahora bien: si esto resulta así en la naturaleza, espiritualmente hablando las cosas parecen resultar precisamente justo al revés: nada mejor que temblar para comenzar a recorrer un camino espiritual, dado que sólo el shock físico de un buen temblor resulta capaz de hacernos tomar nota que somos cuerpo y, por ende, frágiles motas de polvo flotando en el cosmos.
Hoy en día, sin embargo, quienes nos hablan de caminos espirituales hacen referencia de forma exclusiva al amor. El temblor no sólo les resulta algo completamente desconocido, sino que incluso buscan evitarlo como si de muerte por hipotermia en la montaña se tratara: suponen que lo sagrado es una esponjosa inmanencia que brinda cobijo y, para ellos, todo lo que huela a trascendencia resulta sinónimo de alienación y sometimiento. Por eso es que hablar hoy con propiedad de lo sagrado exige, como hizo S. Kierkegaard incansablemente durante toda su vida, poner en relieve una perspectiva que, en lugar de apostar a la unidad indiferenciada del hombre con todas las cosas, toma como punto de partida en cambio la esencial e irreductible diferencia cualitativa entre Dios y el hombre.
De alguna manera, Kierkegaard mismo ya en su propia época advirtió sobre estas formas espirituales actuales de estilo New Age señalándolas como una deconstrucción lamentable pero posible del propio cristianismo, ya que la figura del Dios Hombre encarnada por Jesús abre la posibilidad tanto de la trascendencia, al poner en escena el escándalo que representa el perdón de los pecados, como de la inmanencia, al dar pie a un trato chabacano con lo divino. Esta última perspectiva es, por supuesto, la que efectivamente ha triunfado: así fue como desprendimos a temblar, y ni siquiera el temblor hoy tan visible de la tierra misma es actualmente capaz de despertar esa especifica afección cósmica capaz de reintegrarnos al orden natural.
¿Podrá el hombre aprender a temblar, nuevamente?... Es decir, y mejor dicho: ¿podremos nosotros mismos, cada uno individualmente considerado, poder entonces lo que no se puede, ya que temblar resulta, en esencia y en definitiva, simple y llanamente dejar de poder? ¿Cómo poder, entonces, no poder? es el problema de la fe y, como la lectura de Kierkegaard no hace sino estas preguntas incasablemente, si nos planteásemos hoy la necesidad de una nueva teología que permitiese recuperar el contenido emancipatorio del cristianismo habría de nutrirse seguramente en su peculiar concepto de existencia militante.
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Un uso impreciso, cuando no hasta un cierto abuso, hace que no quede siempre demasiado claro lo que por la palabra 'existencialismo' deba entenderse cabalmente. ¿Es tan obvio, acaso, lo que signifique ese remanido privilegio de la existencia sobre la esencia que generalmente se esgrime como denominador común para esta corriente filosófica?... Que el concepto parta de algo que se registra en la conciencia por vía no conceptual sino existencial, señala que lo primero en su caso siempre es lo vivido y que solo en un segundo lugar se produce la abstracción, pero esta referencia a la vida como materia del pensar no alcanza sin embargo a brindar un adecuado abordaje al asunto en cuestión pues no sería lo que apropiadamente define su asunto y por otro lado es confuso.
Basta recordar los diálogos platónicos para constatar que la Filosofía siempre procedió, si se quiere, de una manera existencial. Sólo cuando advertimos que para ciertos pensadores la verdad no es algo que se piensa sino que se vive, y que no puede componerse a fuerza de estudio sino que se compone como expresión exacta y honesta de la propia interioridad, comenzamos realmente a vislumbrar que, más que un tipo de pensamiento, la palabra 'existencialismo' aplica a la reflexión que caracteriza a un tipo de pensador con el coraje de convertirse a sí mismo en su íntimo objeto de estudio. Planteadas así las cosas, sin embargo, surge el consabido problema: ¿en qué sentido una verdad de tipo personal puede tener impronta universal y auténtica dimensión conceptual?
Este problema teórico-práctico parece ser lo más propio de un existencialismo militante, ya que el arte de convertir una verdad subjetiva en algo comunicable comporta de por sí, implícita o explícitamente, una postura política: un pensador sería 'existencialista' no sólo cuando hiciera el esfuerzo por no partir de lo general - como reportaría una concepción superficial de este asunto - sino también, y para empezar, por permitir ese gran escape de la subjetividad de su propio encapsulamiento. Con lo cual, pensar la existencia viene a resultar algo distinto o justo lo contario a privilegiarla por sobre la esencia, ya que lo que apunta como característico de un pensamiento que se adjudique a un pensador propiamente 'existencial' sería, paradójicamente, su desafío a poder dejar de tomarse como centro a sí mismo.
En la distinción entre un existencialismo religioso y otro ateo es donde la falta de precisión acerca del problema propiamente existencial acusa mayor recibo. Sería otra lectura sin duda demasiado sesgada la que, por ejemplo, parte de suponer que el propósito de Kierkegaard se reduce a indicar que sólo el cristianismo resulta capaz de facilitar una existencia auténtica: una interpretación de este tipo adhiere todavía a esa concepción socrática, y por extensión filosófica en general, por la cual se supone que el conocimiento de la verdad resulta de por sí salvador. Y si bien es cierto que el propio Kierkegaard pareciera abonarla cuando, en lugar de un pensador existencial, se define a sí mismo como un pensador cristiano, obviar su fundamental crítica al intelectualismo oscurece el hecho de que el cristianismo resulta no lo que descubre sino, mas bien, la mejor forma de abordar y resolver el problema existencial.
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El cristianismo de S. Kierkegaard no se articula como un conocimiento sino, mas bien, como una práctica militante por medio de la cual el hombre halla el modo de sobrellevar el hecho de que, consciente o inconscientemente, su existencia resulta desesperada. Por eso, en lugar de un 'existencialismo cristiano', tal como suele catalogarse al pensamiento kierkegaardiano, sería tal vez más adecuado describirlo y presentarlo más sencillamente como un cristianismo existencial, puesto que su propuesta consiste en manifestar que la fe no resulta un determinado saber sino, totalmente al revés, el punto donde el conocimiento justo se quiebra al toparse con un límite que no es el de la ignorancia, propiamente dicha, sino el de lo absolutamente otro. Para Kierkegaard, la fe no resulta entonces algo que tuviera la posibilidad de predecir el futuro, ni algo a lo que el conocimiento no puede acceder, sino lo que precisamente mina por dentro a la facultad intelectual.
El cristianismo, dice por eso Kierkegaard, consiste una revelación, pero tan acostumbrados estamos a interpretar todo intelectualmente que hasta a la misma palabra ‘revelación’ automáticamente la asimilamos a un contenido que supuestamente pasaría de la oscuridad a la luz. Lo que efectivamente pasaría de la oscuridad a la luz, para Kierkegaard, no es precisamente un contenido, en consecuencia, sino la propia humillación del entendimiento a partir de la cual, y gracias a la cual, el ser humano se descubre capaz de desear también ser él mismo de forma no desesperada.
De manera que si el cristianismo resulta una revelación es sólo porque el escandaloso hecho que representa un Dios lábil, enviando un hijo suyo para solicitar a los hombres que lo amen, expresa un acontecimiento que parte en dos a la humanidad en tanto y en cuanto, a partir de entonces, se nos ofrece la posibilidad de creer en un sentido propiamente existencial. Cualquier burda pretensión de defender al cristianismo resulta, desde esta perspectiva práctica, el síntoma entonces de que no se ha sido afectado por lo que él verdaderamente representa.
Para esa concepción monárquico sacerdotal del cristianismo que Kierkegaard llama ‘cristiandad’, una interpretación existencial de la fe pasa por completo desapercibida. En lugar de concebir al pecado como algo propio de un yo teológico, cuya medida es Dios y ninguna otra cosa, la cristiandad lo convierte en una burda categoría de ese yo humano cuya medida no es más que el hombre, y hace consecuentemente de Dios, como no podría ser de otra manera, un policía que vigila los actos de la furia salvaje de la carne y de la sangre. El pecado, de esta manera, se interpreta así erróneamente para la cristiandad como lo contrario de la virtud, y la transformación radical del ser humano que supone la comprensión del pecado como lo contrario de la fe queda de esta manera reducida a su expresión pagana, es decir, a ese desesperado querer ser uno mismo que manifiestan las prácticas de sí humanistas de la antigüedad.
Sólo el cristiano puede pecar, dice Kierkegaard, porque en definitiva el pecado mismo es algo que se nos revela atravesando el escándalo ante el que la razón inevitablemente se detiene. Esto significa que sólo ante Dios nos resulta evidente ese desesperado intento que nos define, ya sea tanto por querer o por no querer ser nosotros mismos, puesto que en definitiva pasa a ser la misma cosa para Kierkegaard cuando el yo que lo protagoniza se experimenta, consciente o inconscientemente, a espaldas de Dios. Fue a partir de la manifestación de Dios en el orden histórico, acontecimiento que define al cristianismo profético, como entonces el hombre recibe la condición para la verdad que de otra forma le hubiera sido del todo punto imposible hallar: perderse para encontrarse.
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El seudónimo de Kierkegaard en La Enfermedad Mortal es Anti-Climacus, y califica al creyente como un enamorado, e incluso como al más enamorado de todos los enamorados, dando cuenta así que un verdadero creyente no necesita defender su fe porque ella es, al contrario, lo que le hace tanto hablar como moverse y le brinda en definitiva una razón de ser. Pero ello no significa nunca, sin embargo, que el existencial rechazo del intelectualismo kierkegaardiano resulte en un discurso carente de toda lógica. Mas bien, lo que su existencialismo pretende es dar lugar en todo caso a un pensamiento enamorado que, partiendo de esta identidad entre el creer y el ser, resulte capaz de abonar, cultivar y hacer florecer la entrega incondicional e indispensable que supone siempre, finalmente, el privilegio de existir.
El pecado, según Kierkegaard, no consiste nunca para el cristiano estar confundido en torno a lo que es justo, como interpretaba el socratismo y, con él, todo el intelectualismo filosófico detrás, sino en que no desee comprenderlo. Esto no significa que se convierta por eso para él en una etiqueta que defina a alguien esencialmente sino que, todo lo contrario, representa una suerte de señal, por cuyo medio le es posible al cristiano advertir que se ha dejado tentar, otra vez, por la injusta ilusión de completitud. De esta manera, si para la cristiandad se existiría para ser cristiano, según Kierkegaard habría que decir que la persona, mas bien y al revés, se hace cristiana para poder existir.
Esta ilusión de completitud se da, como bien se lo señala en La Enfermedad Mortal, básicamente de tres maneras: a) entendiendo al yo como una puerta condenada al fondo del alma, sin nada detrás, b) cerrándole cuidadosamente la puerta, con tal de no romperlo o c) intentando abrirle la puerta imperiosamente para que sea su propio creador.
Mientras las concepciones de la vida virtuosa basan sus prácticas en una reducción del pecado a la debilidad, sensualidad, finitud o ignorancia, la vida cristiana en cambio se organiza en función de definir al pecado como algo positivo, a saber: darle la espalda a Dios. Para que esta definición fuese posible hubo de ser necesaria la revelación y, por lo tanto, toda la cuestión se resume a si uno quiere o no creer. La voluntad, de este modo, así como le sirve a Kierkegaard para explicar la socrática identidad entre el ser y el pensar, opera sobre todo también como esa facultad específica por medio de la cual nos resulta hoy posible a los hombres y a las mujeres a la vez postular, mediante la fe, la identidad entre creer y ser.
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