11 de Octubre de 2023
Por Walter Doti
Presentado como un “homenaje a las víctimas del terrorismo”, el acto organizado por Victoria Villarruel el pasado 4 de septiembre en la Legislatura porteña supuso una bisagra en la continuidad del pacto democrático iniciado en 1983. Pues, por mucho que hayan querido disfrazar la tan provocadora convocatoria de un acto de empatía con el dolor de los familiares y a pesar de que la anfitriona se preocupara por aclarar que no se trataba de revindicar la dictadura, a nadie se le escapó el verdadero mensaje que los casi trescientos asistentes habían ido a comunicar. Al pie de las imágenes que mostraban a la candidata a vicepresidenta por La Libertad Avanza junto a militares, exmilitares, familiares de víctimas y acólitos de distintas extracciones, se podían leer las verdaderas intenciones del mitin: legitimar el negacionismo, justificar el accionar criminal de la juntas y plantar bandera respecto al posicionamiento ideológico que tendría un potencial gobierno de Milei.
Hija de uno de los dos únicos militares que se negaron a jurar fidelidad a la Constitución Nacional - el carapintada Eduardo Villarruel - y nieta del contraalmirante Laurio Destéfani, Victoria Eugenia lleva en la sangre la esencia misma de la ferocidad castrense. Pues fue educada en el más rancio conservadorismo y en la neofobia, en la defensa de la tradición y de las costumbres, posiciones que constituyen la cosmovisión natural de quienes son los beneficiarios de los órdenes sociales.
Por eso la rebelión la exaspera y es para ella, a un tiempo, resorte y justificación para oponerle una violencia ilimitada. Bajo esta lógica, no resulta extraño que sea la fundadora y presidenta del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), o que fuera la encargada de organizar visitas al dictador Videla mientras cumplía su pena de reclusión; ni tampoco que su nombre apareciera en la agenda de Etchecolatz como una posible representante legal ante un eventual proceso jurídico. Tampoco debería sorprendernos su visión de la tragedia social de la década de los setentas, entendida como una guerra entre dos bandos.
Podrá desdecirse ahora frente a las cámaras todo lo que ella desee. Podrá morigerar sus indignantes declaraciones apologéticas de los delitos de lesa humanidad, pero ya ha hecho suficiente para que no pueda engañarnos con sus regates dialécticos. Ya sabemos quién es y cómo piensa; qué niega y qué reivindica; qué empuja su voluntad y hacia dónde van dirigidas sus acciones. Por eso ni aun la prensa más reaccionaria duda en referirse a ella como “la compañera de fórmula negacionista de Milei”, “la candidata a vice del libertario, que busca relativizar los crímenes de la dictadura” o “el tándem de Milei: una abogada que reivindica a los militares.” Es claro para todos que Villarruel es “la mala”.
Lo curioso de estas descripciones es que parecen depositar la carga de lo inaceptable únicamente en la figura de la candidata a vicepresidenta, exonerando de cualquier culpa y cargo al propio Milei. En definitiva - piensa una preocupante cantidad de gente - podrá ser polémico el perfil moral de la abogada, pero Milei es economista y reivindica la libertad, de modo que no sería dable asociarlo a tan nefasta tendencia. De poco sirve que exhibamos pruebas contundentes de que el libertario se posiciona en idéntica perspectiva. Como aquella conferencia de prensa en Tucumán en la que habló de no adoptar una “mirada tuerta de la historia”, para luego negar la cifra de 30.000 desaparecidos, exigiendo maliciosamente (es ridículo exigir fuentes transparentes de actividades delictivas que, lógicamente, debían ser encubiertas) que se le presenten las listas completas de esa cantidad de víctimas. O bien cuando, en el colmo de la exhibición impúdica de su desvergüenza, utilizó el multitudinario foro del debate presidencial para exponer la tesis de la guerra entre los dos demonios o para calificar a las desapariciones como meros “excesos”.
Nada de esto parece conmover la defensa cerrada que hacen de él sus seguidores. Prefieren fingir demencia al respecto y repetir - como el propio Milei repite, a su vez – el mantra libertario pergeñado por Alberto Benegas Lynch: “El liberalismo es el respeto irrestricto por el proyecto de vida ajena”. Pareciera que, si la definición establece esos límites morales, con eso bastara para alejar cualquier duda respecto a su rechazo por una dictadura. El propio Milei se escuda así de los señalamientos que coligan su proyecto económico al totalitarismo político: “Un gobierno totalitario no puede ser parte del liberalismo”, dijo alguna vez en debate frente a Manuela Castiñeira.
De modo claro, este argumento es risible; tanto como sostener que una persona no pudiera ser maliciosa y traicionera solo porque se apellide Fiel, por ejemplo. De hecho, es posible afirmar todo lo contrario y demostrar que, en rigor, existe un inextricable maridaje entre ultraliberalismo y autoritarismo.
Liberalismo y dictaduras: lazos para nada casuales
A inicios de la década del 90 del siglo pasado, cuando todavía no había internet, era costumbre entre los adolescentes grabar los nuevos hits musicales que pasaban en la radio y ejercitar la escucha del inglés para poder comprender la letra de lo que se cantaba inconscientemente. Recuerdo perfectamente mi sensación de sorpresa al descubrir, después de darle mucho al stop, al rewind y al play, que ese lento tan pegadizo de la banda alemana Skorpions, que rompía todos los récords, no trataba de una historia de amor. Disfrazada de balada melosa, “Wind of Change” era una canción de alto contenido político.
Los vientos de cambio eran los que derribaban el muro de Berlín, cuya caída fue vista como el símbolo de la derrota final del socialismo. La persistente melodía silbada con que empezaba el tema celebraba la reconexión de los países situados detrás de la “cortina de hierro” con “el mundo” y el entierro final de los recuerdos de un pasado que, anunciaban, nunca habría de volver. El futuro, los momentos mágicos y las noches de gloria serían, finalmente, los de la libertad y la democracia, que vendrían de la mano del capitalismo liberal.
En cada época hay ideas que se mantienen suspendidas en el aire y recorren las geografías, impulsadas por el viento. Ideas que respiramos muchas veces sin darnos cuenta y que dan forma a los sujetos y a las sociedades. Los Skorpions no hicieron más que expresar en forma de música las ideas políticas que flotaban en la década de los 90. Sin embargo, no hay que creer que esa ideósfera responda a la generación espontánea. Por el contrario, la reivindicación del laissez faire como el reverso inevitable de la moneda que garantizaría el fin de la opresión, el cumplimiento de los derechos humanos y la participación efectiva de cada uno en el diseño del destino personal, fue el resultado de un paciente, detallista y ambicioso plan que buscó presentar de un modo aceptable a un modelo de organización de las relaciones de producción siempre opuesto a los intereses populares, perverso e inhumano.
En efecto, la propuesta que encumbra la libertad total de mercado como la solución óptima para la redistribución de recursos sociales, es la obra acumulativa de una serie de intelectuales orgánicos del establishment, destinada a brindar argumentos nobles (en apariencia) para la instalación de regímenes injustos (en acto). Así pues, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, comenzaron a tejerse discursos de economía política guiados por la intención de resistir el avance de las medidas tendientes a conseguir una participación más equitativa de las clases trabajadoras en el capital. El Estado de bienestar crecía en popularidad y por ello se imponía recuperar para la burguesía el terreno perdido al incluir la justicia en la ecuación del reparto. Había que quitar del medio el obstáculo que una institución así diseñada constituía para el logro de los insaciables objetivos de los más aventajados.
En eso consistieron los esfuerzos de los pioneros del nuevo liberalismo: von Mises, von Hayek, Lippman, Erhard, Rueff; y más tarde, Friedman, Buchanan, Becker y tantos otros mentores teóricos que salen permanentemente de la boca del candidato libertario a presidente que hoy tiene nuestro país. Ellos organizaron sociedades, fundaciones e instituciones de diverso tipo, financiadas por empresas multinacionales, think tanks y gobiernos, cuya función principal era (y continúa siendo) encabezar una batalla cultural, basada en la divulgación de ideas, en la que la economía no constituía más que el método, pero cuya finalidad última radicaba – según la famosa frase de Margaret Thatcher – en “cambiar el corazón y el alma” de las personas.
Al implicar una transferencia de recursos desde las clases trabajadoras a las clases altas, nada de esto podía hacerse a la luz del sol, transparentemente. Por eso los esfuerzos estaban puestos en dar con justificaciones salvíficas que hallaran un encuadramiento ético consistente con los valores morales de las mayorías. Porque declamar de modo abierto y sincero que se habrían de eliminar todas las restricciones para facilitarle a los tiburones (los empresarios) la caza de focas bebé (los trabajadores), es seguro que no sería algo bien recibido (sobre todo por las focas bebé). De este modo, había que buscar el mismo objetivo, pero a través de medios que lograran la adhesión de las propias víctimas. Por eso los economistas austríacos secuestraron el concepto de libertad, por ejemplo.
Si hablar del ejercicio ilimitado del poder económico resultaba inaceptable, quizás presentar la misma situación haciendo hincapié en la importancia de la eliminación de toda coacción que detuviese al hombre de llevar a cabo su voluntad más íntima, podría ser bien visto. Y así Hayek se preocupó por revisar Los Fundamentos de la Libertad. Con idénticas intenciones, se escribieron tratados que, en vez de confesar cristalinamente la mezquina reivindicación del interés personal por sobre las necesidades de los demás (y, por ende, la negativa categórica a pagar impuestos, por ejemplo) cubrieron de una pátina de moralidad este egoísmo, presentándolo como una actitud abnegada dirigida a salvaguardar la dignidad personal de aquellos a quienes desde ahora les sería negada cualquier tipo de ayuda: no hay que dar una mano a los necesitados; pero no porque queramos desligarnos de nuestras obligaciones cívicas. Por el contrario: lo hacemos por amor a la humanidad, para que los hombres no pierdan su autarquía y valor propio. Así, justamente con este descaro, presentaba Milton Friedman la eliminación de los seguros de desempleo:
La libertad, entonces, no es más que un eufemismo para el abandono de los ciudadanos a su propia suerte, dejando de lado cualquier preocupación por sus necesidades, los servicios que requieren para vivir, su salud o su educación. El pregón de Benegas Lynch es puro cinismo; respetar el proyecto de vida ajeno es un modo elegante de decir “sálvese quien pueda”. Del mismo modo, como en ningún caso el liberalismo económico tiene como objetivo la representación de los intereses del pueblo, sino la creación de las condiciones materiales para la apropiación mayoritaria de la renta por parte del sector empresarial, la democracia no solo no le compete esencialmente, sino que constituye un verdadero obstáculo para el arribo a sus metas reales. Y, entonces, su asociación a los gobiernos representativos y a los valores que en ellos se encarnan, solo es concebida como mal menor, como un mero medio aceptable en tanto y en cuanto no contradiga al libre mercado.
Lo dicho permite comprender por qué Friedrich von Hayek afirmaba que era mejor que una economía liberal funcionara en el marco de una política del mismo estilo, al tiempo que no tardó nada en declinar sus supuestas convicciones democráticas, explicando que, con tal de que se efectivizaran sus propuestas económicas, aceptaba que “excepcionalmente” se llevaran a cabo en un contexto opresivo.
Claro, fue la propia praxis la que lo condujo a semejante laxitud de principios. Pues los primeros laboratorios de puesta a prueba de las teorías de las que fue pionero fueron Chile y la Argentina, donde para ser implementadas se tuvo que recurrir a la fuerza: fueron los fines económicos, entonces, y no la lucha contra el terrorismo, los verdaderos motivos de los sangrientos golpes de Estado, tanto en estos dos países como en otras naciones del tercer mundo. Mucha tinta usó el autor austríaco para deplorar la servidumbre, para alabar la libertad, la democracia y el derecho. Pero, sin embargo, toda esa prédica se reveló en su carácter de subterfugio exculpatorio en el preciso instante en que el economista visitara a Pinochet en Chile y a Jorge Rafael Videla, en Buenos Aires, para asesorarlos respecto a los pormenores del nuevo orden económico.
Pero si Hayek fue el arquitecto que dibujó los planos de los proyectos neoliberales latinoamericanos, Milton Friedman fue quien supervisó la obra in situ, con todo y su casco amarillo de protección colocado en la cabeza. Bajo su dirección se elaboró el famoso “ladrillo”, aquel voluminoso libro que detallaba las reglas del sistema de libre mercado que habría de imponerse en Chile desde 1973. Al igual que su maestro, se regocijaba de los resultados conseguidos (haciendo caso omiso a los múltiples indicadores que permiten afirmar que la experiencia estuvo lejos de ser lo virtuosa que en los círculos de la ortodoxia se repite acríticamente que fue), pero haciendo la salvedad de que creía un curioso 'milagro' que las 'ideas de la libertad' hubieran triunfado en semejantes circunstancias.
Es necesario sospechar tanto de la tolerancia hayekiana, como de la sorpresa de Friedman. Ninguno de los dos creía realmente en la democracia ni en el voto universal, sistemas que, según el último, podían propiciar el liberticidio y la demagogia. Los gobiernos de facto, en cambio, no los ponían tan nerviosos, pues no necesariamente – argüían – impedían la libertad. Estas oscilaciones entre los conceptos y las prácticas revelan que la única libertad en la que pone el ojo la Escuela austríaca de Economía es en la de los más acaudalados, para lo cual la democracia es una traba. Como afirma la politóloga Wendy Brown, en los sistemas democráticos rige la máxima que consagra un voto a cada persona, mientras que el mercado funciona bajo el principio de “un dólar, un voto”. De este modo, las decisiones democráticas van a contramano de las pretensiones del mercado.
Por ello, el libertarianismo no solo es compatible con una dictadura, sino que no puede imponerse sin una; o sin, de algún modo, suprimir aspectos fundamentales de la soberanía popular. A lo sumo se acepta que el Estado se circunscriba al control policial, al ejército y a garantizar las condiciones fácticas de posibilidad para el ejercicio de la economía, sin intervenir en lo más mínimo más allá de ello. Este es el motivo por el cual las propuestas ultraliberales encajan tan bien con la crueldad, el odio y el egoísmo.
En conclusión, la conexión entre el capitalismo ilimitado y el autoritarismo es directa, necesaria, inevitable. Si se quiere aplicar integralmente, requiere un sistema de vigilancia implacable, represión, censura y conculcación de las libertades individuales. Porque, al tratarse de un sistema que perjudica a las mayorías, no puede contar con la democracia más que como una fachada de corrección política.
La mala y el malo
La periodista canadiense Naomi Klein hace notar en su famoso (e indispensable) libro La Doctrina del Shock que la interpretación de los sucesos políticos de la década de los 70 en la Argentina recibió (y recibe aún en muchos casos) un tratamiento erróneo o, al menos, incompleto. Pues, aun cuando se enfatiza la necesidad de mantener viva la memoria, la dictadura se recorta del fondo complejo en que debería contextualizarse para ser comprendida cabalmente. En efecto, reduciéndola a un enfrentamiento entre guerrilleros autóctonos y militares de un sadismo inexplicable surgido un poco de la nada misma, como se hace, se suele perder de vista que esto no agota el fenómeno y que es, apenas, un efecto cuya causa última debe hallarse en otra parte. Está muy bien rechazar el terror esparcido por las Juntas, denunciar las torturas y las desapariciones; pero es imposible comprender lo que comenzó hace casi cincuenta años y lo que padecemos hoy, si no caemos en la cuenta de que la violencia masiva fue utilizada con propósitos fundamentalmente económicos.
Este punto de vista sesgado resulta muy funcional a actores indispensables de esos años de oscuridad que, con este relato como pantalla, aprovecharon para escapar por bambalinas sin que el dedo acusador de la sociedad recayera sobre ellos. En esa reconstrucción no existe el Departamento de Estado de los Estados Unidos, ni la Embajada de ese país, ni la C.I.A.; como tampoco quedan las huellas de las corporaciones extranjeras, ni las de la Iglesia, ni las de los terratenientes locales que buscaban menguar los avances de los trabajadores en materia de derechos. Pero mucho menos es perceptible el papel de los máximos responsables: los economistas al servicio del poder real.
La explicación de los crímenes de la dictadura radica entonces, como lo advirtiera preclaramente Rodolfo Walsh, en la instalación de la “miseria planificada”. Refuerza Klein:
En cierta manera, lo que sucedió en América Latina en los años setenta es que fue tratada como la escena de un asesinato cuando, en realidad, era la escena de un robo a mano armada extraordinariamente violento.
Así, la economía neoliberal lavó sus manos de la sangre que ella misma hizo verter. Se despegó de su inextricable vínculo con las dictaduras y de los métodos violentos que necesariamente requiere para su puesta en marcha, dedicando todo su esmero en el afán de ligar sus doctrinas a conceptos de connotación positiva como la libertad y la democracia. Sin embargo, los mercados no tienen que ver con la cosa pública, sino con la salvación individual; por ende, en ellos la soberanía no es del pueblo sino de cada quien. El ultraliberalismo es, por esencia, antidemocrático: no hay mutua correspondencia entre economía de libre mercado y democracia.
Por mucho que se ofenda cuando lo acusan, por mucho que cite a Benegas Lynch, Milei no puede desprender su proyecto económico del de la dictadura. Porque no hay reducciones de impuestos, privatización de los servicios, recortes en el gasto social ni liberalización y desregulación generales, sin generar una afectación en la vida de las mayorías. Y como todo ejercicio de poder implica una resistencia, para concretar su verdadera visión necesitará recurrir a la violencia y la coerción.
La elección de Victoria Villarruel como candidata de fórmula, entonces, no constituye una anexión accidental a la plataforma de La Libertad Avanza, sino que representa el complemento esencial del proyecto económico que, una vez más, hará más ricos a unos pocos y hundirá más profundamente aún a las grandes mayorías.
Lamentablemente, no hay buenos en esta fórmula.
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