Política Militancia Literatura
Un siglo sin Lenin (parte tres)
“El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso”.
Andrei Platónov, El peso de los caídos
“Esa noche, con la manta hasta la cabeza, Olga pensó en su vida y en el mundo que la rodeaba. Imaginó a Lenin como a un padre vivo, su padre principal, el de todos los pobres y la gente buena. Esto la hizo sentirse radiante y segura en su felicidad, como si la neblinosa tierra brillara limpia ante ella y ya no experimentara más aquel mezquino temor a quedarse sin comida y sin cobijo. Porque ¿iba acaso Lenin a lastimarla, a dejarla sola otra vez sin esperanza y sin familia…? A Olga le gustaba que hubiera orden en la vida, que todo tuviera su lugar y fuera comprensible. Así le era más fácil imaginársela y sentirse dichosa en la vida”.
Andréi Platónov, Al alba de la nebulosa juventud
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Un siglo sin Lenin (parte uno)
Apuntes sobre uno de los emblemas políticos mundiales del siglo XX
“Todas las revoluciones anteriores perfeccionaron la máquina del Estado, y lo que hace falta es romperla, destruirla”, había escrito Lenin, siguiendo a Marx. Pero como resulta obvio con el “diario del lunes”, la revolución terminó agrandado el Estado a niveles insospechados. Que la “cocinera” no llegara a convertirse en estadista fue producto no solo de que algunos burócratas obsecuentes, aficionados a la cacería de cargos, se enquistaran en el nuevo aparato y obstaculizaran cualquier intento de democratización, sino también del hecho de que la “cocinera” no quisiera asumir dicha responsabilidad. Por motivos varios, la iniciativa de las masas se apagó. Y un país destruido y asediado por sus enemigos, cuando no media la participación popular, la organización de los de abajo, únicamente puede superar su penosa situación y levantarse gracias a una planificación centralizada de la economía. Simplifica burdamente el análisis que nada más observa el fenómeno stalinista desde la lupa de la represión. El cansancio, el hastío, el conservadurismo cultural, jugaron un papel igual de importante. Lo comprobó la Oposición de Izquierda de Trotsky, Kamenev y Zinoviev en 1926 y 1927, cuando fueron a agitar a las bases y se encontraron con altos niveles de desencanto, apatía y pasividad. “Para hacer una revolución, es menester una minoría revolucionaria dirigente; pero la minoría más capacitada, más abnegada, y más enérgica, quedaría desvalida, si no pudiese basarse en el apoyo, por lo menos pasivo, de millones”, dijo Stalin en una ocasión, y eso explica la clave de su éxito. Error de los bolcheviques fue reclutar y educar cuadros en el sentido técnico y funcionarial de la palabra y no en su connotación militante. No había forma de que el Estado pudiera construir la sociedad comunista, ni siquiera a través del dirigismo más exacto, ante la ausencia casi total de movimiento social revolucionario. En definitiva, en El Estado y la Revolución, Lenin nos enseñó que “para que el Estado se extinga por completo hace falta el comunismo completo”. La parálisis de la tendencia comunista reifica el monopolio estatal. “Si todos intervienen realmente en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya sostenerse”, explica a su vez Lenin. Deducimos que si solo pocos intervienen y toman decisiones comunes, el capitalismo continuará reproduciéndose, a pesar de la apariencia socialista. E incluso en el mejor de los casos tendrían que seguir lidiando con la picardía del mercado mundial (la ley del valor), más poderoso aún que todas las potencias imperialistas.
Lenin, lo hemos dicho ya, aparece en la historia como el genio de la guerra de maniobras o de movimiento. Determinar cuándo, dónde, con qué golpear es lo que define a un comandante. 6 de noviembre: muy apresurado. 8 de noviembre: muy tarde. ¡7 de noviembre! Un poco de cálculo, otro poco de intuición, otro poco de audacia, es lo que nos ofrece la gran alquimia leninista. Principio de economía de fuerzas: atacar con todo lo que tenemos en el lugar y en el momento decisivos. Así también pensaba la política Perón: cedamos el 50% de nuestras pretensiones, pero nunca en lo fundamental. Lenin (con Trotsky) ordena asaltar el Palacio de Invierno e inmediatamente establece alianzas diversas, con sus respectivas concesiones. El partido que literariamente crea el ¿Qué hacer?, esa formidable máquina de hacer revoluciones, debe utilizarse ahora para defender el poder obrero, mientras dirige las transformaciones que demanda la hora. No obstante, el enemigo no se rinde con facilidad. Por eso Lenin postula célebremente que el comunismo de guerra, la primera etapa de la revolución, es el comunismo de una fortaleza sitiada. ¡El país se convierte en un inmenso campamento militar! Tras vencer en la guerra civil, hay que pasar a la NEP. Con ella, el campamento se vuelve cooperativa. De cualquiera de las dos maneras, la palabra clave es organización. Antes de 1917, organizarse era prepararse para la revolución. Después de 1917, organizarse será sostener el poder revolucionario y profundizar sus conquistas. Conquista, otro término bélico. La gran conquista que imaginará el último Lenin se llama revolución cultural. La conquista de las masas. Y en las masas, claro está, se encuentran los mismos comunistas que gobiernan, pero deberían gobernar mejor. Es en el ensanchamiento de la brecha entre comunistas y masas por donde se cuela Stalin, que aprovecha su nombramiento como secretario general (que los bolcheviques consideraban un “puesto menor”) y la enfermedad de Lenin para promover ascensos, purgar o desplazar indeseables y colocar a su gente en los lugares estratégicos del aparato partidario. Donde no hay movilización popular, la burocracia gravita más que el prestigio de un héroe.
Recordemos que en su testamento político, la célebre “Carta al Congreso”, Lenin quiso intervenir en esa preocupante situación. El documento quedó en manos de su compañera, Nadiezhda Krupskaya, hasta que tras el fallecimiento del líder bolchevique fue entregado al Comité Central, para que se leyera en el XIII Congreso del Partido. En 1927 se decidió publicar una parte significativa, pero las referencias de Lenin a las figuras más destacadas del Comité Central se mantuvieron en secreto, por acuerdo dirigencial, hasta el XX Congreso (1956), donde finalmente se dieron a conocer. Lo más probable es que esto sucediera no por una cuestión de correlación de fuerzas, sino porque Lenin no se guardó “tiros” para nadie. Evidentemente, Stalin llevaba todas las de perder, porque el jefe solicitaba su desplazamiento del cargo de Secretario General, acusándolo de falta de prudencia para manejar correctamente el enorme poder que había logrado acumular y, a su vez, de brusco y caprichoso. Aún estando aislado, Lenin veía con claridad que el conflicto entre Stalin y Trotsky era el que hacía peligrar la estabilidad del Comité Central y amenazaba con provocar una escisión indigna. No obstante, si Stalin hubiese sido el único perjudicado por sus palabras tal vez el resto de la cúpula habría alcanzado un consenso para relevarlo de sus funciones. La realidad es que Lenin, además de proponer la ampliación del Comité Central (con el propósito de disminuir la relevancia de cualquier disputa entre dos de sus miembros), también dirigió críticas contra Trotsky (pese a que este, en su autobiografía, interpretara que la voluntad de Lenin era legarle su jefatura, ya que reconocía que por sus dotes personales Trotsky era el más capaz de todos los dirigentes, a la vez agregaba que pecaba en exceso de soberbia y que solía dejarse llevar por el aspecto meramente administrativo de los asuntos), Zinóviev y Kámenev (recordaba su oposición a la toma del poder en octubre del 17, pero los justificaba en cierta manera, aduciendo que tampoco Trotsky antes había sido bolchevique, lo cual era otro dardo para él) y los jóvenes Bujarin (dice que es brillante y querido por todo el partido, con el pequeño detalle de que teóricamente se acerca más a la escolástica que al marxismo, ya que nunca comprendió plenamente la dialéctica) y Piatakov (que adolecía del mismo problema que Trotsky: mucha dedicación para la administración, poco talento para dirimir y solucionar problemas políticos serios). Con el diario del lunes podemos llegar a la conclusión de que Lenin, al no resolver el tema de la sucesión y al evitar que cualquiera de los principales dirigentes del CC quedara en condiciones de utilizar su testamento como catapulta al poder, enfrió las posibilidades de éxito de su decisión más osada, que era recolocar a Stalin. No hay dudas de que era consciente del peligro y tenía activada la alarma. Sin embargo, no supo prever lo que ocurriría tras su muerte. El partido se dividió en dos grandes facciones (cuyos miembros iban variando, aunque con epicentro en Stalin y Trotsky), que lucharon primero en una guerra fría y luego en una sanguinaria guerra civil, la cual, como se sabe, terminó con las expulsiones (excomulgaciones) de los opositores de Stalin por “herejes” (desviación de izquierda, desviación de derecha), las purgas de los años 30 y los Juicios de Moscú, siendo este el triste desenlace de la vieja guardia bolchevique.
Un siglo sin Lenin (parte dos)
Apuntes sobre uno de los emblemas políticos mundiales del siglo XX
Stalin no era un líder carismático, ni un gran orador, ni una de las mentes más brillantes del Partido. Por eso no podía, como sí Trotsky, anclar sus aspiraciones en el respaldo de las masas. Sólo en contacto permanente con los funcionarios y decidiendo en buena medida su destino individual podía suplir sus limitaciones políticas y aislar al resto de los dirigentes bolcheviques. Si todo tenía que pasar por el Secretariado General, si lo que primaba era el papeleo burocrático y la cacería de puestos, entonces Stalin, “el camarada archivista”, se había posicionado en el núcleo central del poder. En ese sentido hay que interpretar su famosa declaración de que “lo decisivo son los cuadros intermedios”, “el fondo de oro del Partido y del Estado”. Insólitamente, este misterioso poder descansaba en la utopía de Lenin, que al encarar el desafío de la planificación socialista, admitía en El Estado y la Revolución que la actividad de cualquier empleado de la administración consistía básicamente en realizar tareas de contabilidad y control. En la Unión Soviética, había agencias de seguridad que se controlaban las unas a las otras. Uno podía ser espía y estar siendo espiado. Quedó claro en la paranoia que sacudió el país durante las grandes purgas, donde no sólo fueron fusilados los opositores a Stalin, que de hecho poco tenían de opositores entonces. Estaban entregados, rendidos a su poder. Y aun así los acusaron de trotskistas, de querer restaurar el capitalismo, de ser agentes nazis o del imperialismo.
Al leer los testimonios de aquella época, se vuelve irritante cotejar cómo, entre 1924 y 1926, Trotsky acepta pasivamente su desplazamiento del poder. No resiste, no se rebela. Pasa meses en cama, aquejado por una fiebre, mientras Stalin mueve los hilos. Desaprovecha su influencia sobre el Ejército Rojo, su prestigio ante las masas. Cuando pierde el comisariado de guerra en 1925, se niega a dar un golpe de Estado, por disciplina partidaria. Stalin le asigna un trabajo de índole económica, sumamente pesado, para alejarlo de la disputa política. Y Trotsky lo acepta sin chistar. Recién en 1926 se activa la Oposición de Izquierda, dada la desarticulación de la primera Troika, que lleva a Kamenev y Zinoviev a ponerse del lado de Trotsky y contra Stalin, durante un tiempo. Pero todo esto concluye con la expulsión de Trotsky del Partido Comunista, en el XV Congreso, y su posterior deportación, sin que haga nada para evitarlo. Parece un personaje de Kafka. Resignado, asume su destino no como producto de una lucha de poder interna, sino como consecuencia de un proceso histórico, como un momento de reflujo de la clase obrera. Prepara las valijas, sonriente. Siempre que leo lo ocurrido en esos años, me desespero. La diferencia con Lenin no podía ser más evidente, y al propio Trotsky se lo dejó claro su amigo Yoffe en la carta que le dirige minutos antes de pegarse un tiro. Manifiesta explícitamente el contraste con Lenin, que se la jugaba por sus ideas, sin transigir. Lunacharsky, en sus semblanzas, comparte la misma opinión, además de criticar su natural arrogancia y subestimación de sus rivales. Trotsky, hasta que todo está perdido, evita los problemas, no expone la situación, se calla. No quiere ponerse a la altura de Stalin, que es un mediocre. Por eso acierta Joseph Roth al llamarlo en una de sus ficciones, de manera alegórica, el profeta mudo. Cuadra mucho mejor con ese contexto que el segundo tomo de la biografía de Deutscher, cuyo título es el profeta desterrado. Justamente sufre el destierro porque fue mudo cuando tenía que gritar. Tal vez no le alcanzaba, pero ni siquiera lo intentó. Y cuando lo intentó, ya era demasiado tarde.
En la muerte prematura de Lenin y en la derrota de Trotsky frente a Stalin, en alianza con Bujarin y sus socios, está condensada gran parte de la tragedia de la revolución. Recuerdo, por si algún desprevenido piensa que Trotsky y los trotskistas son lo mismo, que Trotsky no fue un pedante ni un romántico impotente. Trotsky fue el padre de octubre, más todavía que Lenin. Trotsky organizó el Ejército Rojo, lo sacó de la nada, gracias a su carácter y su fuerza de voluntad, en medio de la guerra civil. También fue un excelente gestor en todas las misiones que desempeñó. Y sus posiciones eran por lo general las más justas y oportunas. No caben dudas de que fue el hombre mejor preparado de la revolución, además de un orador sobresaliente, el más destacado de su época, según Lunacharsky. Y, no obstante, algo en su personalidad lo llevó a cometer errores en el momento decisivo, incluso a enfermarse durante meses. Probablemente, su excesiva confianza en el Partido y su angustia vergonzante (por su triste metamorfosis, la cual no quería terminar de asumir), que no entendió que se estaba convirtiendo en una Iglesia secular, con sus fórmulas de catequesis, con sus dogmas (que ya no dejaban lugar para profetas aventureros), con sus artículos de fe, con su ortodoxia, con su liturgia, con su culto (a las grandes personalidades y al heroico Partido de la Clase Obrera), con sus herejes, con sus cismas, con sus excomulgaciones, con su Mesías (el proletariado). En los Juicios de Moscú, el Partido se transformó en la Inquisición, que arrancaba confesiones y arrepentimientos (que el Partido denomina “autocríticas”) a base de tortura y chantaje (a casi todos los condenados, los rehabilitaron los futuros Pontífices, décadas más tarde, salvo al mismísimo Trotsky). Podemos imaginar también alguna semejanza entre las cruzadas cristianas por liberar tierra santa de los musulmanes con la cruzada stalinista para liquidar a los kulaks como clase. A fin de cuentas, la metafórica religiosa estaba en su cabeza y más de una vez Stalin creyó ser Moises liderando a su pueblo a la tierra prometida.
Kolakowski llegó a comparar a Lenin con Lutero, que es quien rompe con la Iglesia Católica. Stalin, en cambio, ejerció el poder de manera cesaropapista. ”Stalin es el Lenin de nuestro tiempo”, instalaban y repetían los aduladores. Pero fue más bien el sucesor de los viejos zares (no casualmente se hizo llamar “el padrecito de los pueblos”). Sus espectros retornaron al Kremlin en aquellos años de oscurantismo, de persecuciones, de dominio total sobre el pensamiento, sobre el arte, la literatura y las ciencias, que debían servir a los intereses del “proletariado”. Eso lo intuyó Deutscher: Stalin fue Nicolás I, quien, más mediocre y corto de miras que sus hermanos, logró sofocar la revuelta en su contra y, envuelto en una obsesión psicótica, creó la policía secreta para controlar a todos los sectores de la sociedad rusa, disponiendo a su antojo de la censura y la represión; fue Pedro el Grande, lanzado a la modernización del arcaico país, con métodos brutales (la fascinación por los ingenieros y la analogía con aquellos tiempos es retratada por Andréi Platónov, sobre todo en Las esclusas de Epifan); fue Iván el Terrible, con sus matanzas, sus purgas y deportaciones; fue, por último, Alejandro I, que derrotó al invasor y llevó la gran guerra patria a la capital del enemigo. El Ejército Rojo desfiló en Berlín como los cosacos lo hicieron en París un siglo y medio antes.
Pero a Stalin no le bastó con exterminar a toda la vieja guardia. Se empeñó en reescribir la historia. Luego de la muerte de Lenin, la flamante escolástica se resumía en inferir si tal o cual posición se podía deducir o no del cánon leninista. Stalin, el falsificador, pretendió ser el último custodio de las “sagradas escrituras”, así como Kautsky se había desempeñado como Papa del marxismo durante los tiempos de la II Internacional. La Historia del Partido Comunista de la URSS publicada a nombre de Stalin, pero escrita seguramente por algunos funcionarios de confianza, es uno de los textos más vergonzosos y canallas de todos los tiempos, un verdadero insulto a la inteligencia. En Rebelión en la Granja, Orwell satirizó la manera en la que Stalin fue tergiversando con el paso del tiempo el rol jugado por Trotsky en la revolución, primero restándole entidad y luego sugiriendo que siempre fue un infiltrado al servicio de potencias extranjeras. Convengamos que Stalin hablaba en nombre de Lenin como los Papas hablan en nombre de Cristo. Fue la encarnación del Gran Inquisidor, la leyenda contada por Iván Karamázov en la última novela de Dostoievski. Si Lenin se hubiese levantado de su tumba, Stalin lo habría quemado en la hoguera, porque el pueblo ya no quería la revolución, sino pan y circo.
Y Stalin ofreció mucho circo. Tomando de chivo expiatorio a los kulaks, se vistió como el gran exponente de la lucha de clases. Alejándose de la “industrialización a paso de tortuga” propuesta por Bujarin (que iba de la mano del llamado a enriquecerse dirigido a los campesinos), su viejo aliado (que alguna vez fue considerado ultraizquierdista en las internas del Partido), no hacía más que aplicar las ideas de la Oposición de Izquierda, sistematizadas por Trotsky y Preobrazhensky. Pero si optó por llevar adelante el programa de sus enemigos, los desterrados, lo concretó de una manera tozuda, improvisada e inhumana. Stalin se hizo trotskista, recordemos sus anotaciones favorables a Terrorismo y Comunismo. Solo que lo hizo a lo Stalin, sin contemplación, sin preparación, sin escrúpulos. Preobrazhensky imaginaba una nueva acumulación primitiva, la acumulación socialista, para que nunca más la base material condicionara el desarrollo. Trotsky creía en esos cambios, aunque mediante una planificación minuciosa y a un ritmo gradual, a través del sistema de impuestos. La metodología de Stalin de colectivización forzosa e industrialización acelerada, su plan quinquenal, desencadenó consecuencias terribles, que costaron millones de vidas, por hambrunas y por represión, ya que los campesinos se sublevaron cuando advirtieron que iban a ser expropiados y “colectivizados”, o directamente mandados a Siberia a pasar algunas temporadas en los gulags. Esa bestialidad no lo llevó, sin embargo, a compartir el destino de Robespierre. Envió a todos sus enemigos a la guillotina, pero su cabeza no fue cortada. Probablemente se deba a que el “momento jacobino” ocurrió en los comienzos de la revolución y las purgas de Stalin se llevaron adelante dos décadas después. Otra razón es que el proceso económico tuvo sus innumerables víctimas pero también sus millones de favorecidos. Stalin fue el arquitecto de la Rusia moderna y sin el levantamiento de la industria pesada, con un sistema de explotación (el estajanovismo) mucho más intenso que el capitalismo de entonces, la Unión Soviética no hubiera tenido ninguna posibilidad de derrotar a los nazis. Las decenas de millones de muertos sufridos en la Segunda Guerra Mundial no le impidieron salir del conflicto como una superpotencia y como un país imperialista, que difunde el socialismo por medio de los tanques. Electrificación sin Soviets pero con burocracia.
Joseph Stalin
Es curioso, no obstante, que todas las disputas facciosas en la URSS se hicieran en nombre de discusiones y líneas ideológicas y giraran alrededor de problemas concretos o de alianzas de clase. Esto, al menos, hasta que Stalin se deshizo de cualquiera que mantuviera un pensamiento independiente. Pero todavía cuando aludía a “desviaciones de izquierda” y “desviaciones de derecha”, frente al “centro leninista”, apelaba a contenidos concretos. Es famosa la respuesta de Stalin a la pregunta sobre cuál de los dos peligros es peor. “Yo creo que ambos son peores”. Cuando tenía que referirse a las internas, al menos al comienzo, siempre lo hacía desde un tono autocrítico y diciendo cosas como “mucho más se hubiera podido conseguir, si los bolcheviques hubiésemos sido más inteligentes.” Se lo confiesa a Wells, en los años 30, ya habiendo deportado a Trotsky y reducido a la impotencia a sus principales opositores.
El camino de la revolución fue una “interiorización por el lado malo”. La dictadura del proletariado, después de la prohibición de las fracciones (Lenin admitía como saludables las tendencias) y la represión de Kronstadt en 1921, se convirtió en la dictadura del partido (aunque bien observa Althusser que una cosa es el tipo de sociedad y otra la forma política, por lo que un régimen de partido único no es incompatible con la dictadura del proletariado, como tampoco una democracia parlamentaria lo es en relación con la dictadura burguesa). Luego vino la dictadura del Comité Central. Después de la muerte de Lenin, la dictadura del Politburó. Y finalmente, la dictadura de un solo hombre, en conflicto con su perturbada alma, sobre todo tras el suicidio de su mujer en 1932, después de que la insultara públicamente producto de una crisis de nervios, debido a que había criticado en una reunión con otros dirigentes el malestar social que existía entonces. En los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Unión Soviética parecía perdida, la soledad de Stalin fue un tema muy comentado, pero lo cierto es que toda su carrera fue solitaria y triste, alimentada con el combustible de las intrigas palaciegas, de la desconfianza y la agitación de fantasmas. Era como si Stalin, incluso si ya había vencido a todos, si ya no le oponían resistencia, aun así necesitara verlos muertos, a los que se habían aggiornado a su jefatura indiscutida y a los rebeldes inofensivos como Trotsky durante su exilio fatal en México.
Puede causar perplejidad que siendo tan despiadado, Stalin mostrara cualidades de un tipo afable, algo rudo y malhumorado pero a su vez cordial y comprensivo, como lo describieron Bernard Shaw o H.G. Well después de reunirse con él. “Stalin es un caballero georgiano que carece de malicia”, dice el irlandés. En los años 20, usó a Kamenev y Zinoviev para disminuir a Trotsky en la suma de su prestigio (acusado de sectario y de “subestimar al campesino”), y luego a Bujarin, Tomsky y Rykov contra los “oportunistas de izquierda”. Para lanzarse a la colectivización, necesitó romper con Bujarin y hablar pestes de los “oportunistas de derecha”, los prokulaks. Las resistencias que suscitó esta iniciativa hicieron que culpabilizara a otros dirigentes por los excesos cometidos, acusándolos de marearse con los éxitos. “Los éxitos de nuestra política koljósiana se explican, entre otras razones, porque esta política se basa en el carácter voluntario del movimiento koljósiano y tiene en cuenta la diversidad de condiciones existentes en las distintas zonas de la URSS. Los koljóses no se pueden imponer a la fuerza. Eso sería estúpido y reaccionario”. Una versatilidad similar mostró Stalin con la Constitución que le mandó a redactar en 1935 a quienes después serían purgados y ejecutados (Bujarin, Radek, Sokolnikov), junto con el fiscal acusador, Vishinsky. Constitución llamada la más democrática del mundo, la Constitución de la sociedad sin clases, en nombre de la cual se ejecutó a los “enemigos del pueblo” sin más pruebas que su “autocrítica”. Que igual que la colectivización, no fue forzada sino voluntaria. Precisamente la diferencia del terror rojo defendido por Lenin y Trotsky en los primeros años de la revolución residía en que este era totalmente público y abierto, y encontraba su justificación en las necesidad del momento, que era un momento de guerra civil. El terror stalinista, por el contrario, “jamás existió”. No se podía invocarlo, ni siquiera para defenderlo. Estaba implícito, en el aire. Todos debían ser delatores, sin reconocerlo. Era un secreto a voces.
Hay algo tremendo del stalinismo, pero que de alguna manera estaba en los inicios, que es la pretensión de querer abarcar y clasificar todo mediante categorías lógicas, que agotan lo que un “objeto” es. Apenas Stalin logró consolidarse en la cumbre, la “guerra de clases” se dirigió contra los kulaks o “campesinos ricos”, denunciados por sabotaje y acaparamiento de la producción. En el avance de la colectivización forzada, el terror totalitario se cobró sus primeras víctimas. La clasificación entre campesinos “pobres”, “medios” y “ricos” se volvió por completo difusa durante el devenir de ese proceso, ya que no eran sólo los grandes propietarios los que se resistían a los planes del Partido. Frente a esas circunstancias, se construyó la categoría de “subkulak”, que hacía referencia a quienes, sin ser kulaks, compartían su “actitud de clase contrarrevolucionaria” y, en tanto tales, también debían ser liquidados. Hambrunas y deportaciones fueron moneda corriente en esos agitados años, donde se puso de manifiesto el tema biopolítico de las “vidas descartables”. Quienes no eran llevados a trabajar a las granjas colectivas o a los gulags, se veían desplazados a las ciudades y acababan siendo empleados como obreros en las fábricas. Sólo que a la importación de bienes de capital, para aumentar la productividad y desarrollar la industria pesada, se le sumaba el trabajo físico e intensivo, que era incluso más despiadado que en el Occidente capitalista. La clase trabajadora no era más que un instrumento a disposición de objetivos económicos más elevados: el humanismo soviético pensaba cómo debía ser la humanidad del futuro, pero entre tanto sacrificaba a los hombres de carne y hueso del presente.
Sin embargo, el paroxismo de la psicosis estalinista llegaría recién con las grandes purgas, que se plantearon como una “respuesta” al “asunto Kirov”, muerto por una “conspiración trotskista-zinovievista” que pretendía tomar el poder en la URSS, según argumentaba la cúpula del Partido. Dado que las campañas de colectivización e industrialización no habían logrado obtener los resultados esperados, la impotencia del estalinismo para estabilizar la situación (y legitimar su poder) lo obligó a lanzar una nueva cruzada represiva contra todos los “agentes patógenos” que ponían en peligro el socialismo, una excusa para eliminar cualquier oposición que pudiera surgir en el seno del Partido. Fueron los años de mayor actividad de la policía secreta (que no era secreta para nadie), encargada de desarmar conspiraciones y encontrar a los culpables que soñaban con asesinar a Stalin y restaurar el capitalismo en la URSS. Claro que lo que terminó sucediendo fue que absolutamente todos se volvieron “sospechosos” de participar en intrigas políticas y, por lo tanto, ninguna persona se hallaba a salvo de ser acusada de “contrarrevolucionaria”. Esa lógica paranoica de funcionamiento de la sociedad no hizo más que fabricar distintos tipos subjetivos: el soplón, el espía, el plantador de pruebas, el adulador, el cínico, etc. En esto tiene razón Arendt: el totalitarismo procede atomizando y sembrando desconfianza. Por eso, “de la misma manera que la «Solución Final» de Hitler significaba para la élite nazi la obligatoriedad de cumplir el mandamiento «Tú matarás», la declaración de Stalin prescribía: «Tú levantarás falso testimonio», como norma directriz de la conducta de todos los miembros del Partido bolchevique”. Más allá de que en las oscuras cárceles se golpeara, torturara o amenazara a los detenidos para obligarlos a confesar, con métodos propios de la Inquisición, los juicios de Moscú se realizaron de acuerdo a un ritual público en el que debían “cumplirse todas las garantías del debido proceso”. Es decir, en este caso puntual, Stalin buscaba preservar las apariencias, sin ocultar las ejecuciones en nombre de la revolución (que “fortalecían la unidad del Partido”), a diferencia de los nazis, que masacraron a los judíos en los campos de concentración sin reconocerlo ante la comunidad internacional (aunque en Rusia la represión contra parte de la población civil también se intentó acallar; en ese sentido, es una continuación de los procedimiento descritos anteriormente y que tuvieron lugar a partir de la colectivización). Como dice Zizek:
“En los juicios públicos estalinistas, las víctimas eran hechas responsables, condenadas, obligadas a confesar…; en una palabra, por obsceno que pueda sonar, eran tratadas como sujetos éticos autónomos, no como objetos de la biopolítica”.
Probablemente, el más conmovedor de todos los juicios haya sido el juicio a Bujarin, el ex aliado de Stalin, acusado de haber desfilado por todas las posiciones políticas. En su confesión final, admite que su subjetividad se encuentra partida, como la conciencia desgraciada de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, y desde ese lugar pide el perdón del Tribunal. O sea, reconoce sin problemas que “objetivamente” era funcional a la contrarrevolución, pese a que en el fuero interno sostenía su inocencia. Estaba dispuesto a confesar su culpabilidad en el ritual público judicial, pero quería que sus camaradas supieran que él no había realizado las cosas por las que se lo acusaba. En definitiva, Bujarin se arrodilló ante Stalin (“hay que ser Trotsky para no rendirse” dijo, aludiendo a que Trotsky era un “cabeza dura” que no entendía aun que, para la Historia, Stalin ya había ganado), aunque intentando aferrarse a un mínimo de subjetividad, lo que para el Partido era inconcebible e imperdonable. En la lectura de Trotsky, Bujarin capitula por cobardía y oportunismo. En la de Merleau-Ponty, ni es el miedo a la muerte, ni es la disciplina partidaria lo que lo hace confesar, sino su conciencia de culpabilidad en un momento neurálgico del proceso revolucionario, como si Bujarin supiera que, en el medio de ese estado de emergencia, él ya no era él, era la contrarrevolución que lo utilizaba. Zizek agrega a esto que Bujarin temía que Stalin creyera de verdad en que personalmente estuvo involucrado en las conspiraciones, pero no por la melancolía de una “vieja amistad rota”: para Bujarin, Stalin sólo sería un auténtico Líder bolchevique si, a sabiendas de que los acusados en los juicios eran inocentes, los condenaba de igual modo, porque esto era lo que demandaba la situación y el destino de la revolución.
Si bien los aspectos más conocidos y paradigmáticos de la Gran Purga son los referidos a la condena de toda la vieja guardia bolchevique, el proceso pronto se descontroló y escapó de las manos de quienes lo conducían en un primer momento, en especial de Yezhov, el encargado del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. El terror no era, como comúnmente se cree, una directiva que venía de “arriba hacia abajo”, sino una relación que se extendió por toda la sociedad. Todos eran sospechosos, pero también todos eran cómplices, culpables de colaborar con la represión. El estalinismo se robustecía allí donde todos se veían implicados y podían ser denunciados en cualquier momento. Así como los directores de las fábricas “inflaban los números” para superar los objetivos encomendados por los planificadores y ahorrarse con ello un viaje a Siberia, durante las purgas los secretarios locales se convirtieron en informantes que, antes de recibir una orden específica de sus superiores, presentaban “listas negras” con las personas que había que arrestar e interrogar. Pero la adulación a las autoridades era a la vez un arma de doble filo, un boomerang que pronto se les volvió en contra: no importa a cuánta gente hicieran arrestar, o dejaban “conspiradores libres o se metían con “inocentes”. Divide y reinarás, dice el proverbio, y eso fue precisamente lo que hizo Stalin. No sólo acabó con sus antiguos competidores, sino que se ocupó de que, entre su “masa de adherentes”, no se formara ningún grupo en condiciones de hacerle frente. El terror estalinista, además de poner a la burocracia contra las bases y los opositores, ponía a la burocracia contra la burocracia misma: únicamente si las distintas agencias se destruían entre ellas podía Stalin consolidar su posición como Jefe indiscutido.
Si para el joven Marx la sociedad burguesa no era la hobbesiana guerra de todos contra todos, sino una guerra de unas clases contra otras, la sociedad paranoica estalinista volvía a rendir pleitesías al autor del Leviatán. Cuando el control de las purgas se le fue de las manos a la alta nomenklatura, Stalin apeló a los militantes de base para que fueran ellos los denunciantes: quienes habían confeccionado las “listas negras” en un primer momento, acabaron siendo fusilados por “traidores”. Hasta el propio Yezhov terminó cayendo en desgracia y siendo ejecutado en 1940. El problema del culto de la personalidad debe enmarcarse en el más general de la supuesta “omnipotencia” de la burocracia y de los rangos jerárquicos dentro de ella. Sólo porque el burócrata no maneja los hilos, porque está supeditado y subordinado a un mecanismo impersonal que tranquilamente puede prescindir de él, la adulación al Líder se transforma en medio de supervivencia, de ascenso y, en definitiva, en una necesidad orgánica de la misma burocracia para dotar de sentido su locura irracional constitutiva. Stalin no corre peligro por el simple hecho de que la burocracia totalitaria es “el gobierno de Nadie”, un aparato que precisa de una lógica de funcionamiento (provista por la palabra del Jefe a su grupo más cercano), pero que luego la traduce a su manera. Si Nadie gobierna la máquina, Nadie puede reemplazar a Stalin: el mundo de los cuadros y funcionarios, de los pasillos y oficinas, de los archivos y las pilas de papeles, es un mundo donde todos intentan sobresalir sin poder conducir el aparato. El aparato se conduce solo, pero es Uno en tanto Nadie es responsable de él y ninguna persona, más que Stalin, puede sintetizarlo. O dicho con otras palabras, es la creencia (o la práctica de hacer como si fuera) en su omnipotencia lo que hace Una a la burocracia: todos sabemos que en realidad son distintas facciones en guerra las unas contra las otras, sólo que hacemos de cuenta que se trata de una Máquina todopoderosa. En esa clave, Stalin, el solitario prisionero del Kremlin, el hombre brusco, mediocre y callado, es Nadie. Ni más ni menos que lo que Laclau, siguiendo a Lacan, denominó “significante vacío”. Justamente porque carece de grandes cualidades, porque no puede mostrarse en público, Stalin es el indicado para coronar el sistema burocrático: el culto a la personalidad revela su incapacidad, su dependencia exclusiva del conocimiento experto que legitima la existencia del Aparato.
Vistas las cosas de este modo, el “estalinismo maduro” se consolidó recién cuando la nueva élite que creció bajo la sombra de Stalin (el mismo Kruschev era parte de ese grupo) perdió el miedo a otra Gran Purga, pues ya se había estabilizado en la URSS un rígido orden jerárquico, donde las desigualdades sociales residían en el acceso de la alta nomenklatura a ciertos privilegios que estaban vedados para la mayoría de la población y no en las relaciones de propiedad, tal como sucedía en el mundo capitalista. Y si bien los nombrados y ascendidos por Stalin podían estarle “eternamente agradecidos”, ya que les había otorgado otro estatus, con el tiempo llegaron a la conclusión de que su posición sería más cómoda si se ponía fin al terror, que en última instancia eran incapaces de administrar y que también podía volverse en su contra. Fieles a Stalin hasta su muerte, procedieron luego, para descomprimir el ambiente y bajo el mando parcial de Kruschev, a “desestalinizar” el país, el paso necesario para que el estalinismo en tanto sistema pudiera terminar de sedimentarse. En la era Brezhnev, se frenaron las tímidas reformas liberales impulsadas en el período anterior, cobró auge de nuevo el viejo conservadurismo panruso y se garantizó una tranquilidad interna sin precedentes, aunque al precio de que efectivamente tuviera lugar el Termidor denunciado por Trotsky treinta años antes. Para que pueda hablarse de “cesarismo”, no sólo hizo falta que fuera asesinado César, sino también que triunfara Octavio Augusto. Lo mismo ocurrió en la URSS, del estalinismo sobrevivió a Stalin.
Por eso, con su agudeza característica dictaminó Carl Schmitt en su Glossarium que “los revolucionarios de profesión rusos se extinguieron con la muerte de Stalin” y que “la desestalinización es la actual forma activa del conservadurismo. Quien ha tomado bendice lo suyo. Declara lo tomado como finalizado y la seguridad como base de lo existente. La toma ha finalizado; ¡viva la legitimidad del nuevo status quo! Mirad a vuestro alrededor en busca de vuestros coexistentes mitad tomadores y mitad alfiles. Co-existencia significa status quo”. A pesar de la bastante oportunista política internacional que Stalin impulsaba desde la Comintern, a pesar de sus muy cuestionados volantazos, todavía resonaba en su discurso la idea de la lucha de clases. Con la coexistencia pacífica de los dos imperialismos, a partir de Kruschev, se resuelve la perdurabilidad de dos grandes bloques que pueden competir entre sí pero no basar la propia identidad en la destrucción del otro, al menos desde el campo soviético, salvo por alguna breve confusión como lo fue la Revolución Cubana y la crisis de los misiles, que después tuvieron que aclarar. Desde el punto de vista de Schmitt, Stalin “ha conseguido sumar el fuerte potencial de la resistencia nacional y patriótica—es decir, la fuerza esencialmente telúrica de la autodefensa patriótica contra un invasor extranjero—con la agresividad de la revolución universal del comunismo internacional. La combinación de estos dos factores heterogéneos domina hoy la partisana en el mundo entero”. Los sucesos de Stalin, en cambio, decretaron su imperialismo al modo tradicional. Por un lado, aplastaron con los tanques la revolución húngara. Por el otro, sufrieron una humillación igual a Vietnam para los Estados Unidos en la catastrófica guerra de Afganistán.
Andrei Platónov.
¿Se mantiene en alguna parte el espíritu de la revolución a partir de la muerte de Lenin? En mi experiencia personal, la verdadera continuación del leninismo, con sus fisuras y ambigüedades de la última etapa, no se manifestó en la política, sino en la literatura. Encontré en la obra de Platónov, muchas veces censurado y ninguneado (o tratado de renegado) por los popes del realismo socialista— a pesar de que Gorki reconociera su indudable talento y lo definiera como el heredero de Gógol—, una intervención en la actualidad que no la negaba desde el polo contrario (contrarrevolucionario) sino desde una fina e imperceptible ironía, que exponía la vulnerabilidad de lo que se estaba construyendo, sin renegar de la misma construcción. Los temas de Platónov son los temas que interesaban a la revolución, en definitiva él mismo era ingeniero agrónomo y priorizó la lucha contra el hambre y la sequía antes que escribir sus cuentos y novelas. Pero la manera de abordarlos, la sensibilidad, la ingenuidad, hace toda la diferencia. Platonov ve y relata el mundo con los medios expresivos de un niño, ergo, desde la magia. Contra el realismo socialista, oficia como el precursor del realismo mágico. Todo en él me hace acordar a Rulfo, incluso muchos de sus paisajes. Pero es un Rulfo tecnificado, un ingeniero que escribe. Y, sin embargo, asoma también la presencia ancestral del mito, donde la electricidad brilla por su ausencia. Los niños por lo general huérfanos que a muy corta edad tienen que salir a trabajar, o cuidar a sus hermanos, o resolver un problema que los adultos no consiguen enfrentar con éxito, son sus tiernos y angelicales héroes. La Rusia aldeana, subdesarrollada, desértica, asiática, que espera ilusionada y agonizante la llegada de la técnica moderna como se espera la llegada del Día del Juicio Final, es el espacio geográfico de sus narraciones. Cuando el ambiente es la ciudad, como en Las dudas de Makar o en Moscú feliz, es para burlarse un poco de ella, de su burocracia, del proyecto de colectivización del campo y su lenguaje. De tanto interrogarse y hacer gala de su soledad, por no poder adaptarse a los estándares de época, Makar termina siendo encerrado en un hospital psiquiátrico, donde un camarada le lee pasajes de Lenin criticando la burocratización del Partido y luego, cuando salen, se dedican a hablar y aconsejar gente pobre, pero “pronto la gente dejó de visitar la oficina de Makar y Piotr, porque éstos pensaban de manera tan simple que los mismos pobres podían pensar y resolver al igual que ellos, y los trabajadores prefirieron pensar por sí solos en sus casas”. En cambio, el burócrata de provincia Lev Chumovói, “se quedó solo en la oficina, porque nadie le ordenó por escrito que se retirara de allí. Por lo tanto, permaneció en ella hasta que se creó una comisión para la liquidación del Estado. En ella el camarada Chumovói trabajó cuarenta y cuatro años y murió entre el olvido y otros asuntos de la oficina adonde lo había llevado su inteligencia organizativa y estatal”.
Las descripciones de la Rusia profunda, por el contrario, son devastadoras, ásperas, oscuras, aunque un claro luminoso mantiene siempre su presencia, a la expectativa. Relatos como Takyr o Dzan son categóricos en ese sentido. La pasión por las máquinas de Platónov no le impide ver lo que muchas veces se privan los hombres y mujeres de tener por intentar asegurar su funcionamiento, así como tampoco ignora las carencias de la vida en muchas regiones asoladas por la guerra, el aislamiento, las hambrunas o las enfermedades que no disponen de la suficiente infraestructura para sostenerse. Y, sin embargo, no se sabe cómo, se sostienen, aunque sea bajo la condición de casi muertas. Anotó una vez en su cuaderno que “dominará el mundo quien descubra la mecánica de los delicados impulsos electromagnéticos que determinan los principales estados de la psique humana, aquel que aprenda a realizar estas oscilaciones e impulsos de manera artificial, reproducirlos a voluntad, es decir, siguiendo sus órdenes precisas, en nombre de unos fines intelectuales nobles” y también que “el mundo nuevo realmente existe, por cuanto hay una generación que piensa y actúa sinceramente en el plano de la ortodoxia, en el plano de la «pancarta» hecha vida; pero este mundo es local, como un mapa geográfico junto a los demás mundos. Este nuevo mundo no puede ser mundial, histórico-universal, ni lo podrá ser. Pero los hombres vivos que constituyen este mundo, un mundo básicamente nuevo y serio, ya están allí, y hay que trabajar entre ellos y para ellos”.
Pero estos son hombres para los que hay que trabajar no pueden ser reducidos a una simple y amorfa masa. Uno de los personajes del novelista dijo en una ocasión que “solo desde arriba se ve que abajo es masa, pero en realidad abajo viven gentes separadas, que tienen sus inclinaciones, y es uno más inteligente que otro”. Para la política, esta sencilla observación establece el contraste entre la mirada del burócrata y la mirada del militante. Cuando todo es vértigo, cuando desde las altas esferas se lanzan directivas para la edificación del socialismo, Platónov se detiene en la pregunta por el hombre, que no es una máquina. ¿Qué pasa con el hombre que es mandado a construir el socialismo, incluso si lo hace gustosamente? ¿Se cansa, sufre, está triste? En El pozo de los cimientos, la metáfora arquitectónica no hace hincapié en la altura del edificio, sino en la base, en la profundidad que hay que cavar y deja en evidencia que para llegar al cielo (el comunismo) se necesita un pozo tan hondo como para entrar en el infierno (hay algo de eso también en Moscú Feliz, donde se plantea que existe un límite en el que se termina la técnica y comienza la catástrofe). El protagonista de la novela, Vóshev, es despedido de su trabajo por no ajustarse al ritmo de la producción, por quedarse demasiado contemplativo. Ese mismo personaje, más adelante, se pone a juntar residuos, reunidos “en calidad de raros juguetes que no stán a la venta, cada uno de los cuales era un eterno recuerdo de un ser olvidado”. Se los entrega a Nastia, una niña, quien sin embargo se muestra indiferente. “Vóshev quedó perplejo sobre la aquietada niña, él ya no sabía dónde habría en el mundo comunismo, si no lo había en el comienzo en el sentimiento infantil y en la impresión convencida. ¿Para qué necesitaba él ahora el sentido de la vida y la verdad del universal origen, si no había una pequeña persona fiel en la cual la verdad se volviera alegría y movimiento?”. Pero Platónov, preocupado con su poética de la memoria por cada alma, por el polvo de los antepasados, jamás concluye sus historias. Estas no deben tener final, así como la literatura no se agota a sí misma, sin relación con la vida que le da motivos y continuidad. Su estética es una posición ética, su escritura una defensa conmovedora del pueblo. Por eso a veces tiendo a pensar que Platónov sería como un Lenin que, a último momento, descubre que no hay progreso sin ruinas y que un progreso que no se hace responsable de sus ruinas, no es un verdadero progreso.
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