Me gustaría comenzar afirmando algo que en su momento expresó Mario “Pacho” O’Donnell y a lo cual suscribo absolutamente. “No es cierto que los libros de historia se venden bien, como suele escucharse a menudo en círculos intelectuales afines. La gran mayoría de ellos, los que se escriben solamente para vender por un tema oportunista o por encargo de las editoriales, suelen ser un fracaso rotundo.
Del mismo modo –corren igual suerte- aquellos que reflejan la óptica conformista y escolar de la historia oficial, aún disfrazada de cientificismo académico.
Lo que la gente favorece en las librerías son aquellos textos que, consistentemente y a partir de autores con trayectoria en ello, contradicen la historiografía liberal y reaccionaria que, desde el fin de nuestras guerras civiles, explica, sustenta y justifica el modelo económico y social vigente que necesita, por ejemplo, llevar a la categoría de prócer a un señor como Rivadavia, paradigma de porteño extranjerizante y ejecutor de empréstitos venales para nuestra economía”.
Esta introducción viene a colación por mi vida particular y la opción que hice para hacer HISTORIA. No cualquier historia, sino la documentación alternativa a la historia oficial.
Yo nací en 1950 en el seno de una familia de clase media típica, forjada al calor de la movilidad social posible y reinante en aquellos tiempos de bonanza económica.
En casa se leía bastante, se escuchaba música de diversos géneros: desde los boleros de Lucho Gatica de mi madre hasta la música clásica de Beethoven y Tchaikovsky de mi padre. Y los domingos la lectura obligada eran los suplementos y rotograbados de “La Nación” y “La Prensa”.
Así fui creciendo y educándome en una alternancia compartida entre mi hogar y la escuela.
Mis tres últimos años de la primaria y todo el secundario lo hice en un colegio jesuita, y digo esto porque no es un dato menor. El Colegio del Salvador era una vertiente inagotable de ideas y lecturas para todo aquel que quisiera aprovecharla.
Pensamiento oficial “occidental y cristiano”, si, pero también Marcuse, Sartre y Frantz Fanon.
Religión oficial afín al poder, pero también Concilio Vaticano II, reunión de Obispos en Medellín y charlas con un ayudante de cátedra, el Padre José María “Pichi” Meisegeier, que luego sería cura villero y organizador con Mugica de la Villa 31 de Retiro.
También largas conversaciones filosóficas, entre comillas, con un futuro sacerdote. Mi profesor de literatura de 4° año, ex arzobispo y cardenal primado de la Argentina, Jorge Mario Bergoglio, y actual Papa Francisco.
José María Rosa
Historia oficial, la de Alfredo Grosso y Bartolomé Mitre; pero también con espacio para aprender la historia revisionista de nuestros caudillos federales en las clases del emérito profesor Tarruellas, hombre del Instituto Juan Manuel de Rosas.
Mis padres, laburantes sacrificados que pagaban ese colegio a su único hijo, querían, buscaban, anhelaban, como en la obra teatral de Florencio Sánchez: “M’ hijo, el doctor”, a un futuro profesional en la familia, el primero: ya fuese abogado, médico o ingeniero.
Pero a mí ya me empezaba a apasionar, quizás sin saberlo, la historia. Pero no cualquier historia: la historia de mi pueblo, las historias de vida de la gente, las leyendas populares, es decir, la historia que se va construyendo día a día y cuyo protagonista central es el Hombre.
Conformaba así, una cultura real y verdadera, tangible, una cultura popular –digámoslo con todas las letras- que es aquella que puede aportar identidad al pueblo que la cultiva y la difunde.
Y es también por eso, que desde los centros imperiales y con la inestimable ayuda del “cipayaje” local, se trata por todos los medios, de ignorarla, ningunearla, atacarla, estrangularla, resquebrajarla, asfixiarla y destruirla sin más.
Se preguntarán: ¿y por qué?
Muy sencillo: porque un pueblo sin historia, sin identidad y sin tradición es fácilmente dominable. Y si esto mismo lo queremos decir con otras palabras que entendamos todos, se puede definir que:
Cada pueblo tiene una fisonomía propia e intransferible que se manifiesta por distintas expresiones creativas que desarrollan sus hombres y que lo diferencian como pueblo de los demás.
El idioma, las diversas formas de producción, sus mitos y creencias, su literatura, su arte, su historia y las costumbres sociales, son algunas de las formas en que el pueblo expresa su cultura y reafirma su identidad.
Para la cultura “oficial” o dominante no tienen ninguna importancia, por ejemplo, las tradiciones orales que preservaron los antiguos aborígenes que habitaron nuestro suelo.
A regañadientes y siempre tratando de despojarle todo contenido social y combativo, exhiben los poemas gauchescos como el “Martín Fierro”.
También ignoran olímpicamente los diversos cultos y adhesiones a míticos personajes que salieron del seno del pueblo, reales o no: bandoleros sociales como Juan Bautista Bairoletto o Isidro Velázquez; santitas como la Difunta Correa, sanadores como el Gauchito Gil.
Ya de lleno en el plano político e histórico, ocultan las ideas revolucionarias de Mariano Moreno y Bernardo de Monteagudo, las luchas que en inferioridad numérica llevó adelante el General José de San Martín, no sólo contra los realistas españoles sino también contra la parasitaria oligarquía porteña.
Juan Manuel de Rosas
Así mismo, desprecian profundamente las luchas de nuestras montoneras federales (recuerden aquello de “Civilización o Barbarie”); prefieren dejar en el olvido aquel radicalismo popular de Don Hipólito Yrigoyen que puso en jaque al régimen conservador y siguen pensando, -como decía John W. Cooke, ideólogo y hombre de la Resistencia Peronista-, que el peronismo es el hecho maldito de este país burgués.
Porque saben, que el Peronismo fue el único movimiento nacional que ha dado soberanía política, justicia social e independencia económica a millones de seres concretos que habitan a lo largo y ancho de nuestra Patria. Y eso a la oligarquía le sigue doliendo.
Y si alguna duda queda, deberíamos remontarnos a los últimos días de marzo de 2008, por ejemplo, cuando las primeras huestes “paquetas” del campo, aliadas a un sector bobalicón de nuestra clase media que históricamente “mea fuera del tarro”, intentaron copar la Plaza de Mayo, entre joyas, 4 x 4 y ollas de teflón al grito de “¡El que no salta es un peronista!”.
Eso sí, después dicen hasta el hartazgo que hay que mirar para el futuro, dejar las antinomias a un costado y trabajar codo a codo todos los argentinos; porque el futuro nos sonríe. Yo personalmente con la Sociedad Rural, patronal oligárquica de estancieros, que apoyó a la última dictadura militar y aplaudió de pie a Martínez de Hoz no voy en conjunto a ningún lado, porque ya se como termina la película.
Como asevera el mejor historiador argentino revisionista de todos los tiempos, José María Rosa: “La historia argentina es eminentemente nacional y política. Yo no la puedo concebir en el nirvana. La historia de este país son los hombres, las ideas, las mentalidades...”. De un lado y del otro.
Recién mencioné al federalismo del interior, a los caudillos federales. Pero hubo uno que fue quizás el mayor exponente de la defensa de lo nacional y que surgió de esta provincia de Buenos Aires. Me refiero a Juan Manuel de Rosas. Denostado, vilipendiado, satanizado y negado por la historia oficial.
Decía al respecto Arturo Jauretche:
“Una vez asistí a una misa en memoria de Rosas. Un diario me mencionó como el único asistente conocido. No lo hizo como gesto de simpatía. Querían enterrarme junto con Rosas. Después de 1955 se quiso, del mismo modo, enterrar a Rosas con Perón. Eso benefició tanto a uno como al otro: el pueblo identificó en una a las dos figuras”.
Y sigue diciendo Don Arturo Jauretche:
“La historia oficial ha considerado a la Argentina como una especie de nave espacial en la estratósfera, que navega sin sufrir influencias de ningún tipo. Separaron el pasado argentino de la historia mundial. De esa manera se evitó el reencuentro de los argentinos con su condición de americanos. Pero más allá de este proceso, desde las bases ciudadanas sube un clima de autenticidad que provoca un ánimo especial, dentro del cual el revisionismo histórico encuentra su desarrollo en el marco de lo popular. A los historiadores que hacían una historia para un país cualquiera o ajeno, les está pasando lo mismo que a la gallina echada sobre un huevo de pato. Descubre que cuando nace el patito, va corriendo hacia el charco, olvidándola”. (Revista Panorama, 30 de diciembre de 1969).
En síntesis. Parafraseando nuevamente a Jauretche: Hay que cambiar la historia, dejar de lado esa liberal que nos sigue rigiendo. Porque es anti-argentina. Porque sus propósitos han sido “civilizadores”, “europeizantes”, “democráticos”, “constitucionalistas”. Pero lo único que no se tuvo en cuenta fue a la nación como Nación y al pueblo como Pueblo. Queremos una historia que nos enseñe a pensar en función de la realidad argentina. Nada más ni nada menos.
Arturo Jauretche
Hubo una acción cultural de muchos pensadores que permitió mostrar los aspectos de la historia argentina que antes se omitían o tergiversaban. Este movimiento que fue integrado por toda una corriente de historiadores, nos ha permitido tener una visión histórica distinta de la que predominaba hace 60 años y que respondía de lleno al modelo de la generación liberal del ’80.
Dejo la inquietud: Frente a los esfuerzos reiterativos de la historia oficial por encapsular, encapuchar, borrar y manipular la memoria en beneficio propio, podemos trabajar con cinco formas de expresión de nuestra historia, para poder llevar adelante la memoria colectiva:
- La tradición oral.
- La narrativa escrita de la memoria que no constituye un acto inocente de escritura sino una práctica de persuasión e inclusión de otras memorias.
- Las imágenes pictóricas, fotográficas y cinematográficas construidas con el fin de retener y transmitir las memorias.
- Los rituales de conmemoración que establecen el lazo entre el pasado y el presente. Visualizados como actos de memorias que interpretan el pasado y constituyen también una representación colectiva del mismo.
- La construcción o re-semantización de espacios con una carga simbólica, que remita a la memoria que se quiere preservar.
Apunto con ello, a consolidar un rescate científico, realista, comprometido, militante y nacional de nuestra historia.
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