Política Historia Internacionales

Un siglo sin Lenin (parte dos)

En esta segunda parte de su texto homenaje a Lenin, Gastón Fabian adopta una vía indirecta para estudiar su legado y las metamorfosis que sufrió la Unión Soviética entre la revolución y la muerte de Stalin. Con el repaso de crónicas y relatos de viaje de muchos finos observadores que hicieron su experiencia en la Meca de los Soviets, el autor pretende extraer perspectivas e intuiciones que los análisis más técnicos de la historia no siempre proporcionan.

“La atmósfera moral y física de los primeros años de la revolución era, como lo observa Ilya Ehrenburg, favorable a la superproducción y a la hipertrofia poética. El pathos revolucionario creaba una conciencia apocalíptica, propicia a todas las hipérboles épicas y líricas. ‘Electrificaremos al mundo entero’, decía uno de los anuncios luminosos del bolchevismo, encendido sobre las ciudades famélicas, que gastaban en este alarde el único combustible de que disponían para su calefacción”.

José Carlos Mariátegui, 1927

“Rusia aspira a ser como América, la América más evangélica y provinciana. ¡Maquinaria y moralidad conforme a modelos americanos! Todo esto queda ya muy lejos de aquel gran fuego, cuyo resplandor fue como una aurora”.

Joseph Roth, 1927.

“La peculiaridad de la sociedad soviética del período actual, a diferencia de cualquier sociedad capitalista, estriba en que en ella no existen ya clases antagónicas, hostiles; las clases explotadoras han sido liquidadas, y los obreros, campesinos e intelectuales, que constituyen la sociedad soviética, viven y trabajan sobre la base de los principios de la colaboración fraternal (...) tenemos ahora un Estado completamente nuevo, socialista, sin precedentes en la historia, y que se distingue considerablemente, por su forma y sus funciones, del Estado socialista de la primera fase. Pero el desarrollo no puede detenerse aquí. Seguimos avanzando, hacia el comunismo. ¿Se mantendrá en nuestro país el Estado también durante el período del comunismo? Sí, se mantendrá, si no se liquida el cerco capitalista, si no se suprime el peligro de un ataque armado del exterior (...) la clase obrera de nuestro país, después de haber suprimido la explotación del hombre por el hombre y afianzado el régimen socialista, ha probado al mundo entero la justicia de su causa. En esto consiste el resultado principal, puesto que reafirma la fe en las fuerzas de la clase obrera y en la inevitabilidad de su triunfo definitivo”.

Joseph Stalin, 1939.

Acá se puede leer la primera parte del texto.

Alguno me dirá que, por no haber corregido en vida su obra, por no haber enderezado el camino, Lenin incubó el stalinismo. Puede que cierta razón no le falte y, sin embargo, poco se parecen el bolchevismo de los tempestuosos días de Lenin y el bolchevismo demasiado jerárquico, rudimentario y esquizofrénico de la era Stalin. La metamorfosis merece ser pensada. Un ejercicio interesante para quienes no estén dispuestos a leer decenas de libros de historia, material propicio para comprender los derroteros de la revolución en sus idas y vueltas, es consultar los relatos de viaje y las crónicas periodísticas. Entre octubre del 17 y la muerte de Stalin en 1953, más o menos cada diez años siempre tenemos uno o más personajes de notable agudeza y perspicacia registrando en papel sus sensaciones y el contraste entre lo que esperaban y lo que vieron. Ingresan en Rusia por curiosidad o por amor a la verdad, por compromiso partidario o devoción religiosa, como gacetilleros y también como peregrinos. Porque para millones de seres humanos aquel país fue durante mucho tiempo la Meca de los Soviets. La vida no terminaba de ser vida sin haber tenido la posibilidad de conocer la prodigiosa tierra donde sucedió la experiencia más apasionante y más trágica de todas.

Desde luego que el testigo privilegiado del momento inaugural, el que no podemos dejar de leer por sus emotivos retratos y sus líricas pinceladas, por sus flechazos de largo alcance y sus asombros diarios y sublimes, es John Reed, que viajó a Petrogrado como corresponsal de guerra—después de haber sido el cronista de la Revolución Mexicana— y nos regaló las impresiones más duraderas de aquel fuego brillante encendido en las épicas jornadas de la insurrección bolchevique. Diez días que estremecieron el mundo es un libro imperecedero, que combina el reportaje periodístico con la manifestación de fe de un recién converso que está atravesando una experiencia de iniciación y de catarsis. Lo que Reed nos acerca es el bullicio de la calle, los rumores que van y vienen, la charlatanería cotidiana, la guerra de panfletos, las opiniones más increíbles y disparatadas en boca de obreros, de soldados, de empleados, de revolucionarios, de políticos moderados, de antiguos nobles caídos en desgracia. Los discursos enérgicos y fundacionales de Lenin y Trotsky, las protestas de los mencheviques, el griterío tumultuoso de las reuniones en el Smolny, los guardias rojos patrullando la ciudad y tratando de restablecer el orden que no garantiza el gobierno de Kerenski… todos esos ecos resuenan en la pluma acelerada de John Reed. Su ritmo, que es el ritmo de la capital, es caos y vértigo, empoderamiento popular y esperanza. Podemos pasar tranquilamente de la euforia y la algarabía a aspectos por demás sombríos, como cuando dos guardias rojos sueltos, sin aferrarse a ninguna disciplina, pretenden fusilar al propio Reed por confundirlo con un provocador o espía. El cronista se salva de pura suerte. Ha probado el gusto intenso y efusivo de los nuevos tiempos, ha experimentado en carne propia los dolores de parto de la Revolución, con su luz y con su oscuridad. “¡A qué altura habían llegado estos bolcheviques, de una secta no reconocida y perseguida tan sólo cuatro meses atrás al puesto supremo de timoneles de la gran Rusia arrebatada por la tormenta de la insurrección! (...) El métodico y lejano tronar de los cañones, las incesantes discusiones de los delegados… Así, bajo el estruendoso artillero en un ambiente de tinieblas y de odio, de pánico salvaje y audacia sin límites nacía la nueva Rusia”. En Nueva York sostendrá luego que “piensen lo que piensen algunos sobre el bolchevismo, es indiscutible que la revolución rusa constituye uno de los acontecimientos más grandes de la historia humana y la exaltación de los bolcheviques es un fenómeno de importancia mundial”. Pero en Nueva York no puede quedarse, lo acusan de agente soviético. Así que se va a morir a Moscú, la patria ideológica, donde la tifus lo asalta por sorpresa.

El resplandor épico de los primeros años explica que los visitantes decidan quedarse y ser bautizados como hijos de la Revolución, sin saber entonces que las revoluciones suelen secar y devorar a sus vástagos. Ya Stalin se encargará de eso. Pero claro, nadie por fuera de la vieja guardia conocía quién era Stalin en los comienzos. Caso emblemático entre los varios que se pueden mencionar es el del capitán Jacques Sadoul, enviado a Rusia junto a un cuerpo de oficiales con la misión de asegurar los intereses franceses en el petróleo y el platino, además de estar al corriente del rumbo que Kerenski tomaría en la guerra contra Alemania. De manera periódica, Sadoul le manda en forma de cartas una serie de informes técnicos sobre el transcurso de los hechos a su amigo Albert Thomas, diputado socialista y antiguo Ministro de Armamento. En el medio acontece “la segunda revolución” y Sadoul empieza a sentir profundas simpatías por el accionar bolchevique. Cumple con el oficio que le fue asignado al mismo tiempo que lo sacude por dentro una crisis moral y religiosa, que acabará por lanzarlo al campo revolucionario. Apenas ocurrida la insurrección escribe: “No soy bolchevique. Percibo la extensión del mal causado en Rusia por la propaganda demagógica de los maximalistas. Incluso percibo lo que se podría haber hecho y no se ha hecho para retrasar el movimiento, dividirlo, canalizarlo. Hoy, el bolchevismo es un hecho. Lo constato. Es una fuerza que, en mi opinión, ninguna otra fuerza rusa puede romper. Se trata de saber si esta fuerza no podría ser utilizada para los fines comunes perseguidos por la entente y la revolución. El mal está hecho. Es profundo y sin duda incurable. Pero, como Verkhovsky, el ministro de la Guerra de ayer y quizá de mañana, creo que los bolcheviques, y únicamente ellos, pueden atenuar el virus bolchevique”. De ahí sigue toda una crónica pormenorizada, por momentos más detallada que la de Reed y que recuerda al otro gran “adoptado” del ciclo, Victor Serge, que se instala en Rusia en el 19, aunque su libro El año I de la Revolución tendrá que esperar hasta 1930, luego de haber sido expulsado del Partido por la primera purga stalinista. Su fundamental testimonio, sin embargo, carece de la carga de dramatismo del de Sadoul, que sabe mientras escribe que roza el límite de la traición:

“La mayoría de los oficiales de la misión que vuelven a Francia acaban de pasar tres meses en las prisiones de Moscú donde se encontraban para prevenir el espionaje, por otra parte muy legítimamente. Ellos mismos reconocieron muy a menudo haber merecido cien veces el paredón. En efecto, han efectuado aquí la más vil tarea de baja policía, sabotaje, provocación, contrarrevolución. Son casi todos reaccionarios militantes que odian no solo la revolución, sino la democracia. Toda esta gente sabe que cuando vuelva a Francia, si la desgracia de los tiempos quiere que vuelva bajo un ministerio socializante o incluso revolucionario, las revelaciones que expondré sobre su acción en Rusia darán pie a un escándalo que debería ser extremadamente peligroso para ellos. Han decidido impedirme el regreso por todos los medios. Primero han intentado ejecutarme. Pero me previnieron a tiempo y tuvieron que renunciar al asesinato que habría provocado represalias desagradables. Ahora piensan en el asesinato legal, es decir un juicio. Preparan en mi contra no sé qué sucias intrigas. Podrían acusarme con justicia de haber efectuado aquí acciones revolucionarias, internacionalistas, incluso de agitación bolchevique. No pienso defenderme contra tales imputaciones. Pero para mejor desacreditar mis ideas, estos señores, siguiendo una vieja fórmula, procuran primero ahogar al hombre bajo las calumnias. Unos amigos me informan de que buscaban presentarme en Francia como si me hubiera aprovechado de mis relaciones sovietistas para jugársela a mis camaradas. La maquinación ya estaría a punto y, en cuanto llegue a Francia, seré clara y discretamente limpiado”.

Pese a semejante riesgo, las declaraciones de confianza de Sadoul hacia el movimiento revolucionario se han vuelto totales. Socialismo o barbarie, podría ser la síntesis que resuma la posición adquirida. A su juicio, “cada vez se vuelve más evidente que las naciones que siguen sumidas en la guerra corren hacia el abismo. Los bolcheviques van hacia el socialismo, y continuarán con su avance si unos criminales no precipitan a Rusia a una guerra ‘que no puede y no quiere hacer’. Ciertamente, los bolcheviques han cometido graves errores, los cometen cada día. El socialismo no es un dogma. No se hace según teorías escritas, sino según la experiencia.” En la misma línea, el 25 de julio de 1918 escribe:

“El formidable programa del partido comunista ya no es solamente un programa. Semana tras semana, es posible para un observador escrupuloso notar nuevas y fecundas realizaciones. Los bolcheviques saben que pasarán meses, años antes de que la máquina socialista funcione normalmente. Abatir a la contrarrevolución y restablecer el orden en esta Rusia, que siempre ha sido el país del desorden y que había sido sumida, por la guerra y la revolución, en una anarquía total, suprimir la corrupción en el país de los sobornos, vencer a la especulación, organizar, educar al proletariado más atrasado de Europa, estos objetivos esenciales del gobierno de los obreros y los campesinos rusos parecían muy altos, muy lejanos, fuera del alcance de las cortas manos humanas. El pueblo ruso, amo soberano de estos destinos, confía. Comparto su confianza. No sé si llegará hasta el final de su esfuerzo, pero estoy seguro de que irá lejos, muy lejos, más lejos de lo que nunca haya ido un pueblo que antes que este haya partido a la conquista del ideal”.

Poco de este optimismo queda para los huéspedes de 1920. La guerra civil no había concluido aún, pero resultaba evidente que los bolcheviques vencerían. La consolidación del poder soviético, sin embargo, coincidía con un derrumbe estrepitoso de la economía, agravado por el bloqueo de las potencias capitalistas. Los primeros ensayos de la Nueva Política Económica recién llegarían un año más tarde, para intentar paliar el malestar de los campesinos y conseguir, al mismo tiempo, un aceptable suministro de alimentos para las grandes ciudades, que pasaban hambre y desesperación. Ya hemos mencionado las descripciones sombrías de Wells en su visita a la URSS. Ninguna de ellas es comparable con la penetrante mirada del filósofo analítico Bertrand Russell, que quizá haya concretado la reflexión más lúcida y aguda sobre la URSS y su destino. Igual que Wells, Russell era un socialista moderado, un reformista con horizonte programático, con algunos tintes de anarquismo y una defensa enérgica de la autogestión obrera de las empresas. Entendía por qué los bolcheviques habían conquistado el poder en Rusia, país autocrático, con atraso económico y derrotado de forma humillante en la guerra, pero desconfiaba de las prédicas a favor de la generalización de su método de revolución violenta. Podía enunciar, sin miedo a la condena, que “la revolución rusa es uno de los grandes acontecimientos heroicos de la historia del mundo” y que había hecho más que la Revolución Francesa por “cambiar las creencias de los hombres”—porque el socialismo, para Russell, era necesario—, pero reconocía al mismo tiempo que al entusiasmo universal a lo francés le sumaba aspectos de un islamismo conquistador, que la volvía un fenómeno completamente novedoso. Le preocupaba al lógico y matemático que el bolchevismo, más que una doctrina política, fuera una religión de salvación, “con dogmas elaborados y escrituras sagradas”, para los que una cita de Marx o Engels (y, en tiempos de Stalin, de Lenin y… el propio Stalin) gozaba de más autoridad que cualquier argumento racional. Como propulsor de esperanza, el bolchevismo significaba también una ilusión trágica, destinada, por su naturaleza fanática, a “echar sobre el mundo siglos de oscuridad y violencias estériles”.

Y, sin embargo, Russell veía con claridad que el bolchevismo, como pronto haría el fascismo en un sentido antagónico, no se proponía otra cosa que ocupar el lugar vacante que la carencia espiritual de la época pedía a gritos. Hombres y mujeres tristes, cansados de la impotencia, sentían una admiración vehemente por estos modernos héroes que se atrevían a vivir peligrosamente y transgredir todos los límites. Aquel impulso romántico, aquel humor quijotesco y soñador, aquella actitud heroica hacia la vida era lo que definía la condición del revolucionario para intelectuales como Sorel o Mariátegui. “Combato, luego existo”, era el cogito ergo sum del momento. Frente a la imagen de paladín de la justicia que figuraba un bolchevique, las democracias parlamentarias europeas aparecían tristes y resignadas, atadas a una lentitud y a una parsimonia que resultaban anacrónicas para cualquiera que asumiera que el mundo se caía a pedazos y que se necesitaban hechos, no palabras, para evitar el colapso y despertar a un nuevo amanecer. El problema es que Russell, invadido por un profundo escepticismo, no estaba seguro de que el bolchevismo fuera a cumplir las promesas que le hacía a la humanidad. Temía, principalmente, por el precio que se debería pagar por semejante aventura.

Cuando los comunistas rusos dicen dictadura, explica Russell, no se trata de metáfora alguna. Es una dictadura, un gobierno fuerte y unilateral, que cada vez se separa más de la opinión de las masas, porque las opiniones son indiferentes para las decisiones extremas y difíciles que la situación amerita y que solo hombres resueltos y con un temple de acero son capaces de tomar. “Pero cuando habla de proletariado emplea ese término en un sentido que podríamos llamar pickwickiano, en el sentido de la parte del proletariado con ‘conciencia de clase’, esto es, el Partido Comunista”. Russell testimonia que en general los dirigentes bolcheviques, aunque privilegiados y con acceso a más bienes que la mayoría de la población, son austeros. “Pero los mismos motivos que lo hacen austero lo hacen también despiadado. Marx ha enseñado que el comunismo está fatalmente predestinado a triunfar; lo cual se adapta bien a los rasgos orientales del carácter ruso, y produce un estado mental muy parecido al de los primeros sucesores de Mahoma”. Russell descubre en el bolchevique promedio a un heredero de los soldados puritanos de Cromwell. “Y si los bolcheviques finalmente caen, será por la misma razón por la que cayeron los puritanos: porque llega un momento en que los hombres entienden que la comodidad y el recreo valen más que todos los demás bienes juntos”. Tardó décadas en suceder. Mas sucedió.

Otra semejanza es la del bolchevique con los guardianes de la República de Platón, aunque la casta no acabaría de consolidarse hasta después de muerto Stalin. “El bolchevismo es interiormente aristocrático y exteriormente militante. Los comunistas recuerdan en muchos aspectos al tipo británico del estudiante de colegios privados: tienen todos los rasgos buenos y malos de una aristocracia joven y vital. Son valientes, enérgicos, aptos para el mando, siempre dispuestos a servir al Estado; por otra parte, son dictatoriales y tienen poca consideración por la plebe”. No había rastros entonces de la gerontocracia que sería característica del período Brezhnev. Tampoco se sabía nada del “socialismo en un solo país”. “El verdadero comunista es totalmente internacional. Lenin, por ejemplo, según yo pude juzgar, no está más preocupado por los intereses de Rusia que por los de los demás países (...) si alguna vez se presentase la alternativa, Lenin sacrificaría a Rusia antes que a la revolución”. Lo mismo ocurre con Trotsky, de quien afirmaba Mariátegui que aportaba a la revolución un lenguaje universalista y una visión ecuménica. A propósito de estos dos referentes, sobre los que volveremos más de una vez, Russell detalla impresiones que no difieren mucho de las de Wells. Lenin es cordial, sencillo, honrado, de una risa algo sombría, teoría viviente. “Nunca he encontrado a un personaje tan desprovisto de arrogancia”. Resalta su estrecha ortodoxia, su “fe religiosa en el evangelio marxista, que ocupa el lugar de la esperanza puesta en el paraíso por los mártires cristianos, excepto que es menos egoísta”. Trotsky, en cambio, exhibe una inteligencia fulgurante y una personalidad magnética, tal vez porque lo escuchó en un auditorio y con Lenin accedió a una reunión privada. Pero si los dos tienen un nulo amor al poder, en Trotsky cobra fuerza su vanidad, que será expuesta por todos los que lo trataron de cerca, entre ellos Lunacharski. Mariátegui, desde lejos, adivina su brillante relieve y su “falta de vinculación sólida y antigua con el equipo leninista”, producto de no saber “captarse a los hombres” ni conocer “los secretos del manejo de un partido”.

Durante el tiempo que está en la Unión Soviética, Russell tiene la impresión de que el gobierno es impopular. Le ha dado la tierra a los campesinos, ha expropiado a los antiguos terratenientes, pero los campesinos la consideran propiedad privada y, entre las requisas y los pagos en dinero que no vale nada, muestran su disconformidad, a pesar de que las cosechas son buenas y abundantes. En la ciudad, donde está la base del poder bolchevique, a la gente se la nota desencantada por la escasez y el costo de vida. El trabajo es cada vez más duro e intenso, pero no rinde sus frutos, aunque las promesas de que en el largo plazo habrá riquezas que repartir endulzan oídos bastante gélidos. “El reclutamiento industrial es, desde luego, rigurosamente obligatorio. Todos los hombres y mujeres tienen que trabajar, y la falta de actividad es severamente castigada, con la prisión o el internamiento en el campo de trabajo. Las huelgas son ilegales, aunque a veces las hay. Al proclamarse a sí mismo amigo del proletariado, el gobierno ha podido establecer una disciplina de hierro, más férrea de lo que podría soñar el más autocrático de los magnates norteamericanos”. Russell explica que la calamitosa situación no es responsabilidad principal del bolchevismo, porque la destrucción del país fue provocada por la guerra. Pero grata sorpresa se habrán llevado los simpatizantes que le dieron un voto de confianza a Lenin y los suyos por predicar la paz, cuando el armisticio con Alemania también significo una brutal guerra civil, que además de miles de bajas y un fatal desgaste, ocasionó pérdidas transitorias de recursos naturales (carbón, alimentos) para abordar las urgencias de las ciudades y las aldeas, además del colapso del sistema de transportes y de una industria que, muy dependiente del capital extranjero, no puede renovar sus equipos y maquinarias. Sobre Petrogrado, comparte el diagnóstico de Wells: “el centro parecía una ciudad de los muertos, con casi todas las tiendas cerradas, grandes casas vacías, calles llenas de enormes agujeros, ningún tráfico salvo el de trenes y algunas camionetas militares”. Ironiza el filósofo con que los bolcheviques querían la revolución y acabaron sucediendo a Pedro el Grande en su utópica tarea de poner a Rusia en la senda del progreso más elemental. Sin embargo, en ningún momento deja Russell de exigirle a Inglaterra y a las potencias occidentales que reconozcan a la flamante república de los Soviets, porque de tanto asfixiarla con levantamientos militares y bloqueos comerciales la llevarán a adoptar una actitud vengativa e imperialista. “La conquista aparecerá como la única alternativa a la sumisión”.

Después de ocuparse de demostrar lo inverosímil de que el método bolchevique sea efectivo en Occidente, Russell llama la atención sobre el hecho de que los comunistas piensan que están libres de corrupción porque, al no haber más capitalistas tradicionales en el país, pierde peso la tentación de dejarse comprar por dinero. “Pero venderse a los capitalistas no es la única forma posible de traición. También es posible, una vez alcanzado el poder, utilizarlo para los propios fines y no para los fines del pueblo. Creo que eso probablemente ocurrirá en Rusia: el establecimiento de una aristocracia burocrática, con la autoridad concentrada en sus manos, y que cree un régimen tan opresivo y cruel como el del capitalismo. Los marxistas nunca reconocen suficientemente que el apego al poder es un motivo tan fuerte, y una fuente tan grande de injusticia, como el apego al dinero; sin embargo, eso debe de ser evidente para todo estudioso imparcial de la política”. El proletariado, agotado y consumido por las faenas diarias, cada vez más exigentes, no muestra ya aspiraciones de gobernar o influir en las decisiones. Es verdad que los bolcheviques hacen lo que pueden, que sus esfuerzos son inmensos, que hay dirigentes que hacen el trabajo de diez (menos por instinto de heroicidad que por la falta de especialistas y funcionarios competentes en todas las áreas), pero lo que pueden no es lo que prometieron ni lo que querían. “Tal vez pueda defenderse al bolchevismo como una disciplina extremada mediante la cual se ha de industrializar rápidamente una nación atrasada; pero, como un experimento de comunismo, ha fracasado”. Un destello visionario, que anticipa el stalinismo con una década de anticipo. No sospecha, empero, que “un evangelio de industrialismo y trabajo forzado” hará al pueblo “feliz”, a su manera. Podemos despedirnos de Russell con esta pintura que le ofrece a su esposa por correspondencia:

“Querida: es un extraño mundo éste en el que he entrado, un mundo de belleza agonizante y vida dura. A cada momento me asaltan preguntas fundamentales, las preguntas terribles e irresolubles que los hombres sensatos no se plantean nunca. Palacios vacíos y comedores atestados, antiguos esplendores destruidos o momificados en museos, mientras la desenvoltura expansiva de los refugiados americanizados retornados se propaga por toda la ciudad. Todo tiene que ser metódico: tiene que haber organización y justicia distributiva. La misma educación para todos, la misma ropa para todos, el mismo tipo de vivienda para todos, los mismos libros para todos y el mismo credo para todos, todo es muy justo y no deja espacio para la envidia, salvo la de las desafortunadas víctimas de la injusticia en otros países (...) Por odio hacia lo antiguo, me vuelvo tolerante con lo nuevo; pero no puede gustarme lo nuevo por sí mismo. Con todo, me reprocho mi incapacidad para que me guste. Tiene todos los rasgos de unos inicios vigorosos. Es feo y brutal, pero viene cargado de energía constructiva y fe en el valor de lo que se está creando. Al crear una nueva maquinaria para la vida social, no tiene tiempo de pensar en nada más que en máquinas. Cuando el cuerpo de esa nueva sociedad haya sido erigido, habrá tiempo de sobra para pensar en cómo dotarlo de un alma; al menos, eso se me asegura (...) Me pregunto si es posible construir primero un cuerpo y luego inyectarle la cantidad requerida de alma. Tal vez…, pero lo dudo”.

El catalán Josep Pla.

Cinco años después de las reflexiones y advertencias de Russell, Lenin ya estaba muerto y la NEP era un sistema económico consolidado, que ofrecía liberalización y reformas de mercado bajo la conducción del Estado burgués sin burguesía del que hablaba el jefe bolchevique. Qué implicaba ese cambio de rumbo, si era el punto final de la revolución o apenas un descanso, un juntar fuerzas y seguir, un crecimiento dirigido a los fines de poder luego distribuir mejor, era tema caliente de debate entre los principales dirigentes comunistas. Es en ese contexto que Josep Pla, el gran prosista de las letras catalanas, hace un viaje de seis semanas a la URSS por encargo del periódico La Publicitat. Su misión era simple: escribir sobre las cosas que había visto, ni más ni menos. De su estilo limpio y fluido saldrá una de las crónicas más detalladas sobre la Rusia de entonces, una verdadera radiografía del país de los Soviets, de todos los aspectos de la vida social, de su funcionamiento institucional, de lo que se decía y lo que se esperaba para el futuro. Se trata de un libro de un valor sociológico considerable, de un documento excepcional, necesario para cualquiera que pretenda conocer el proceso soviético en todas sus aristas y contradicciones.

Pla partió virgen e inmaculado a su destino, sin saber nada más de la Unión Soviética que lo que se leía en los diarios europeos. Por eso todas sus referencias tienen el dulce sabor del asombro, de lo maravilloso que se cierne ante su incógnita mirada, ávida y sedienta de mayores explicaciones. Como asistente a numerosas discusiones entre militantes de base o comunistas del llano, le sorprendía a Pla el carácter glacial, la poca gesticulación, la corriente de aire gélida de las expresiones neutras y calmas que tenía frente a sus ojos. Lo impresionó también el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja y cómo multitudes de lo más diversas lo frecuentaban de manera habitual. “Hay un peregrinaje constante, de las regiones más apartadas de Rusia, para visitar la tumba (...) No sabría con qué comparar el grado de popularidad al que ha llegado Lenin en Rusia. Es un estado de saturación que llega a las regiones más alejadas, a los pueblos más minúsculos, a los rincones más perdidos. Me dicen que en ciertos pueblos del Volga los campesinos se persignan al oír el nombre de Lenin, y no me extraña habiendo visto el aire místico y recogido que adopta la gente al traspasar la puerta del mausoleo. Lenin es digno de respeto por su vida ejemplar y la grandeza de sus altas ambiciones”. ¿Quién puede leer esto sin emocionarse un poco? Venerado como un santo, como un mártir de la revolución, Lenin parece haber asegurado con la desgracia de su muerte la fidelidad de millones de personas a un régimen que, si nos fiamos de las notas de color y los juicios de Russell, se insinuaba muy desgastado. La fuerza de voluntad de Lenin para surcar posibilidades inéditas en una tierra devastada y resistente despertó para su nombre la aureola del mito, incluso a miles y miles de kilómetros de la capital. Pero por fuera de lo religioso, la pérdida de su máximo líder ocasionó a los bolcheviques una serie vastísima de problemas, tan vasta como Rusia. Doce o trece hombres, informa Pla, hacen el trabajo que, en soledad, Lenin se ponía al hombro cuando estaba bien de salud. Y lo hacen peor. “Sirva esto para demostrar el vacío que ha dejado este hombre”.

Lejos del idealismo desquiciado que se les atribuye en Europa, el escritor catalán pinta a los bolcheviques como unos hombres muy realistas, interesados en el día a día de las masas, preocupados por los problemas de la vida cotidiana. “Lo único inamovible del bolchevique es el ideal socialista; la táctica, en cambio, se considera algo elástico, empírico, renovable en cualquier momento. Al bolchevique no le asustan ni las contradicciones, ni los pasos en falso, ni las rectificaciones”. Estar hechos de una madera dura e inquebrantable, tener una voluntad y una disciplina de hierro, era el mayor orgullo de los bolcheviques. Decía Stalin aquel mismo año, en un discurso pronunciado en el XIV Congreso del Partido: “Quien esté cansado, quien tema las dificultades, quien pierda la cabeza, que deje paso a quien conserva la valentía y la firmeza. No somos de los que se arredran ante las dificultades. Precisamente somos bolcheviques, precisamente somos hombres de temple leninista porque no tememos las dificultades y marchamos a su encuentro para vencerlas”. Evoca, por supuesto, las famosas palabras que enunció a los pocos días de la muerte de Lenin. “Camaradas: nosotros, los comunistas, somos hombres de un temple especial. Estamos hechos de una trama especial. Nosotros formamos el ejército del gran estratega proletario, el ejército del camarada Lenin. No hay nada más alto que el honor de pertenecer a este ejército. No hay nada más alto que el título de miembro del Partido cuyo fundador y jefe es el camarada Lenin. No es dado a todos ser miembros de este Partido. No es dado a todos resistir los infortunios y las tempestades a que están expuestos los miembros de este Partido. Los hijos de la clase obrera, hijos de la miseria y de la lucha, hijos de privaciones inconcebibles y de esfuerzos heroicos; ellos son, ante todo, los que deben militar en este Partido. Por eso, el Partido de los leninistas, el Partido de los comunistas, se llama también el Partido de la clase obrera”.

Probablemente Pla conocía estas palabras. No lo sé con certeza. Pero la imagen que ofrece del Partido Comunista se corresponde perfectamente con ella. Lo define como una aristocracia ocupada de la ardua tarea de gobernar un país imposible, un país caótico por naturaleza. Ese carácter aristocrático, sin embargo, no colisiona con el lugar de los obreros en el sistema. Porque el gobierno eleva todo lo popular, todo lo bajo, lo dignifica, lo enaltece. En la Unión Soviética, un hombre de alcurnia, con linaje, perteneciente a una familia de antigua nobleza, se ve desheredado, puede ser hallado en la gran ciudad trabajando de chofer o peluquero. En cambio, la condición de obrero inspira consideración y respeto. De los obreros se nutre el Partido y a los obreros pretende llegar. “Una de las cosas más curiosas de este país (...) es el esfuerzo que hacen los núcleos superiores y los hombres colocados en una posición elevada para popularizar lo que producen, para hacerse entender, para hablar de una manera sencilla y precisa”. Todavía el Partido funcionaba, según el mandato de Lenin, como un “bloque monolítico”. Pla no llega a advertir que en ese momento se estaba llevando adelante el “Alistamiento Lenin”, impulsado por el Secretario General, para relajar los requisitos de ingreso al Partido y las pruebas de dificultad. Miles de advenedizos pudieron entrar y, desde entonces, se volvieron serviciales con quien les abrió la puerta “generosamente”. Quitando ese detalle, Pla observa con nitidez que “un comunista ruso sabe que al entrar al partido deja su voluntad en la puerta. Se pone a sus órdenes para cualquier momento del día y de la noche, para cualquier trabajo, para cualquier viaje, para cualquier misión. El mero hecho de discutir una orden implica la dimisión automática. Por otra parte, la permanencia en el partido implica una serie de obligaciones: hay que llevar una vida determinada, hay que guardar las formas, no se pueden tener convicciones religiosas, se tienen que aceptar los dogmas del marxismo y del materialismo”. Sobre estos dilemas hablará Sartre en Las manos sucias.

¿Cómo se produce el éxito de un Partido que se autopercibe de vanguardia, al que le importa más la calidad que la cantidad de sus miembros, para gobernar un país tan extenso y numeroso? Con decisión y carácter, evidentemente. Porque no les tiembla el pulso, ni divagan, ni pierden el tiempo en charlatanería. “Se han asegurado el gobierno del pueblo poniéndose al frente del pueblo. Por eso el gobierno es tan fuerte. Trabajan. Esta es la explicación del misterio”. Semejante autoridad no merma la satisfacción del obrero de sentirse amo, de ser valorado y aclamado socialmente. “Lo que se denomina la dictadura del proletariado quiere decir la dictadura de los seis o siete millones de obreros industriales del país. La máxima preocupación del gobierno es ser agradable para esta clase. Todo se hace para ellos: de la clase proletaria sale la clase política, la administración, la burocracia, la dirección del Estado”. Consecuencia inevitable del dogma, que toma a los obreros por mejor preparados, por más solidarios, por detentadores de niveles de conciencia revolucionaria mucho más altos y consistentes que los de cualquier campesino de la Rusia profunda y aldeana.

Y se respira, no obstante, un insólito malentendido, que los bolcheviques sortean de una manera casi mágica. “El pueblo hace la revolución para trabajar menos, para mandar, para ir a la repartidora, impulsado por una fuerza disgregada, centrífuga y afrodisíaca. Los comunistas, en cambio, hacen la revolución para hacer que el pueblo trabaje más, para que obedezca, para darlo todo al Estado, para crear un grandioso aparato de relojería perfecto, exacto, precioso, en el que cada hombre sea una máquina. El pueblo es siempre anarquista, y los comunistas son los antípodas de los anarquistas. Esta terrible contradicción (...) es el escollo de todas las revoluciones de base económica. Todo el mundo es bueno para destruir; construir es mucho más difícil”. ¿Por qué las masas obedecen? ¿Son los bolcheviques los nuevos señores? La disciplina, comenta Pla, es la herencia más formidable de la revolución. Es una disciplina más rígida y severa que la que había en tiempos del zar. ¿Cómo lo lograron? Es verdad que los bolcheviques, en los primeros días de la revolución, simplemente se dedicaron a hacer de cuenta que gobernaban, a firmar decretos imaginarios, a conformar los apetitos del pueblo, a “dar estado legal a las situaciones de hecho”. Le otorgaron la tierra en usufructo a los campesinos, sí. Pero, salvo en las zonas de las que se apoderaron los guardias blancos, ya estaban en su dominio. “Llega un momento, no obstante, una vez que se ha consumado la destrucción total, que hay que pensar en construir la ciudad nueva. La oposición se organiza, la gente sufre por el mismo desorden que ha producido, el gobierno se tambalea: el 9 de Termidor está a la vista. Pero entonces se produce el milagro: el gobierno, que hasta entonces se había dejado arrastrar por el último movimiento primario e instintivo de la masa, reacciona y ataca de una manera que se tiene que calificar de furiosa, y todavía la palabra se queda corta. Se crean la Checa y las Comisiones extraordinarias. Es el Terror. Empiezan a caer cabezas. Se crea un nuevo orden a base de condenas a muerte”. Puede gustar más o menos la narración retrospectiva de Pla, pero es tan precisa como la aritmética. Y le sigue un rapto de intuición esencial:

“En este sentido, la experiencia comunista es, como hemos dicho algunas veces, el primer ensayo de occidentalización a fondo que soporta este pueblo. Pero este ensayo no está más que en los inicios y será largo. Todo, en realidad, está por hacer. El pueblo tiene una tendencia al abandono, al desorden asiático, fortísima. El país está sucio, dejado, la iniciativa individual es nula. En Rusia, por ejemplo, no existe la puntualidad, nunca ha existido, al parecer no hay modo de imponerla. El ruso tiene una gracia y una capacidad para el desorden inacabables. Trabaja a trompicones, come cuatro veces un día y al día siguiente pasa con una taza de té, se acuesta a cualquier hora del día y de la noche, se levanta también a cualquier hora. El trabajo se realiza de una manera febril, nerviosa, un poco de cualquier manera. Es difícil encontrar a un comunista que no esté enfermo de fatiga crónica y que no tenga una orden del médico en el bolsillo imponiéndole reposo. Es un país de sensibilidad desajustada, poblado de enfermos del estómago y de personas propensas al suicidio”.

Si a Rusia no se le sigue el ritmo frenético y desencajado, parece indicar Pla, te devora. Por eso la dureza de los bolcheviques no se debe a una falta de clemencia o a su condición de ateos implacables, sino a la naturaleza del pueblo que gobiernan, el pueblo del que emergieron los más grandes y extrovertidos escritores del siglo XIX. La psicología de un Dostoievski, en efecto, no sale de un repollo. Pero la vara del gobierno de los comisarios no es todo represión. Muestra, también, una iniciativa creadora. “Hay en Rusia, ciertamente, una dictadura, pero esta dictadura tiene como máxima preocupación hacer que los problemas políticos, que las orientaciones del gobierno, lleguen a la gente y sean discutidos y dirigidos por todo el mundo”. ¿Incide el pueblo en las definiciones? ¿O es necesario que sienta que participa? ¿Y los militantes? Entregados, por voluntad convencida, a un regimiento militar. “Todo comunista oficial es un militante en todos los actos de su vida. Está a las órdenes del partido a cualquier hora del día o de la noche. Obedece ciegamente y no tiene derecho a discutir ninguna orden. Las células de fábrica o de oficina, los clubes, las asambleas, están en perpetua agitación. Estos organismos tienen la misión de mantener el entusiasmo revolucionario, de erigirse en vanguardia del país. Son los jacobinos de la revolución rusa”.

La gente no partidaria, sin embargo, por cómo funciona la maquinaria social, debe tener posición sobre cada asunto, si no quiere quedar excluida y al margen. No hay, por el momento, espacio para el individualismo solitario, para aislarse y evitar el bullicio. La Unión Soviética se ha vuelto un país proclive a las manifestaciones y actos políticos, que son más multitudinarios y frecuentes que en cualquier otro lugar, inclusive Argentina. Muchos críticos han visto en esta tendencia a presionar desde todos los ángulos a las personas a hacer, decir u opinar algo, la faceta característica del totalitarismo, que es más positivo que negativo en sus intenciones. Puede ser, pero ciertos aspectos no dejan de ser interesantes y experimentalmente novedosos. La dictadura del proletariado, al estilo de Rousseau, obliga a todo el mundo a “ser libre”. Es fascinante y espeluznante a la vez. “Este contacto se hace a través de la cooperativa, del sindicato, de la fábrica, de la oficina, del cuartel, del club. Todo se plantea en su aspecto político: la cosecha, la compra de materia prima o de maquinaria agrícola, la cuestión de las ocho horas, el precio del pan, o los acontecimientos del mundo (...) Un hombre, para comer, tiene que participar en una cooperativa (...) En Rusia es imposible la vida insolidaria. Por eso, una de las cosas que más impresionan de este país es ver la densísima vida social que se hace. El hombre que no está atado al engranaje del país no come. Comer quiere decir hacer política”. Es la estrategia comunista para formar ciudadanos de la nada. Pronóstico reservado, amaga Pla, que no sale del asombro. “En Rusia, país que tenía a un pueblo que nunca había respirado, que no conocía de la política más que el engaño y el latigazo de la policía, esto es de una novedad tan grande y un método tan bien hallado que explica los milagros que contiene la vida de este país, esto es, la fuerza granítica del gobierno y el de un partido microscópico que gobierna el país más grande de la tierra”. Es una ambición utópica y desmedida para ponerla en práctica al borde de la catástrofe y el abismo, pero sin duda el flechazo a la lejanía contempla la posibilidad de bajar las expectativas sobre la marcha y conformarse apenas con civilizar a ese pueblo rudo y fiero, con ofrecerle un horizonte de superación a ese pueblo ebrio de nihilismo. Se daría por muy satisfecho el gobierno, especula Pla, “si pudiera crear a un pueblo que se aseara, que viviera con cierto confort, que tuviera el sentimiento de la dignidad humana y que sintiera los problemas del país como si fueran problemas individuales.

“¿Qué saldrá de todo este sentimentalismo, de este sueño apasionado y de esta pasión soñada de la revolución rusa? ¿Se perderá todo? ¿Se desbordará y crecerá algo nuevo? Es probable que a distancia la revolución rusa no quede más que como un fantástico cambio de personal y como una inversión del significado verbal de las palabras. Si esto llega, el calor de incubación de algo nuevo que se ha producido en este país—a pesar de todas las calamidades—será difícil que se repita. Esto, de rebote, puede dar una idea de las raíces profundísimas que tiene, en el país, el actual gobierno”.

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author: Gaston Fabián

Gaston Fabián

Militante de La Cámpora Boedo. Politólogo de la UBA (pero le gusta la filosofía).

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